Bob Shaw - Otros días, otros ojos

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Otros días, otros ojos: краткое содержание, описание и аннотация

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El “vidrio lento” es un cristal que absorbe poco a poco la luz de los sucesos que ocurren delante de él, los cuales resultan visibles meses o años después.
A partir de esta idea, Bob Shaw construye una excelente y a la vez original novela. La profética visión de lo que podría ser un invento de estas características y la problemática social de su uso, desde el crimen casi perfecto hasta la verificación por parte de la justicia al cabo de cinco años— hacen de esta novela una obra maestra de ciencia ficción en el mas puro sentido de la palabra.

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—¡Eh, usted! —Se esforzó en parecer jovial y despreocupado—. ¿No me recuerda?

Ella le miró con aire de duda.

—¿El señor Garrod?

—Sí. Estoy aquí por asuntos de negocios, y he creído reconocerla cuando salía de la oficina del coronel Mannheim. Escuche, fui muy presuntuoso cuando hablamos por videófono ayer por la noche, y deseaba disculparme. No acostumbro a…

De repente, Garrod no supo qué decir, quedando indefenso y vulnerable; sin embargo, vio el asomo de sonrojo en las mejillas de la chica y supo que había establecido contacto con ella a un nivel muy alejado de todo lo que acababa de decir.

—No tiene importancia —repuso tranquilamente ella—. No había necesidad…

—Sí que la había.

Estaba mirándola gratamente, dejando que la imagen se extendiera por su visión, cuando un Pontiac azul claro chirrió al frenar junto a la acera a su lado. El conductor, un teniente de aspecto poco amigable que llevaba unas gafas con montura dorada, había empezado a bajar la ventanilla antes de que el coche se detuviera.

—Vámonos, Jane —dijo tajantemente—. Es tarde.

Se abrió la otra puerta y Jane, confundida, entró en el automóvil. Sus labios se movieron en silencio. Miró a Garrod mientras el coche arrancaba, y a él le pareció ver unos ojos preocupados, pesarosos. ¿O simplemente estaban disculpándose por la brusquedad de la despedida?

Maldiciendo amargamente en voz baja, Garrod retrocedió para habérselas con el teniente coronel Zitron.

SEGUNDA LUZ SECUNDARIA:

El peso de la prueba

Harpur miró inciertamente por las chorreantes ventanillas de su coche. No había encontrado aparcamiento cerca de la comisaría, y en aquel momento el edificio parecía hallarse a kilómetros de distancia, a kilómetros de asfalto encharcado y ostentosas cortinas de lluvia. El cielo estaba hundido de un modo lúgubre entre los inmuebles que rodeaban la plaza.

Repentinamente consciente de su edad, contempló durante un largo instante el viejo edificio policial y el agua que caía en cascadas por las goteras, y estiró el cuerpo para abandonar el asiento del coche. Era difícil creer que el sol brillaba cálidamente en un sótano del ala oeste de la comisaría. Pero él lo sabía, porque había telefoneado y preguntado antes de salir de su casa.

—Hoy hace un tiempo magnífico aquí abajo, juez —había dicho el guardián, hablando con la respetuosa familiaridad que había adquirido a lo largo de los años—. Fuera no se está tan bien, claro, —pero aquí abajo el tiempo es realmente magnífico.

Se han presentado muchos periodistas?

—Sólo unos cuantos hasta ahora, juez. ¿Va a venir?

—Espero hacerlo —había replicado Harpur—. Guárdeme una silla, Sam.

—¡Sí, señor!

Harpur caminó con la máxima rapidez que podía permitirse, notando la fría lluvia que resbalaba por el dorso de sus manos, metidas en los bolsillos del impermeable. El forro se aferraba a los nudillos cuando movía los dedos. Al subir las escaleras de la entrada principal, una vibración preliminar en el lado izquierdo de su pecho le indicó que se había apresurado en exceso, que había llevado las cosas demasiado lejos.

El agente de la puerta saludó con brío. Harpur correspondió inclinando la cabeza.

—Cuesta creer que estamos en junio, ¿no es así, Ben?

—Desde luego, señor. Pero me han dicho que ahí abajo hace un tiempo excelente.

Harpur se despidió del guardián, y estaba avanzando por el pasillo, cuando el dolor acabó por cercarle. Un dolor definido, muy puro. Como si alguien hubiera elegido una aguja estéril y, tras colocarla en una empuñadura antiséptica y calentarla al rojo blanco, la hubiera introducido en su costado con la rapidez de la compasión. Se detuvo un instante y se apoyó en la pared embaldosado, esforzándose por no llamar la atención, mientras el sudor formaba gotas en su frente. «No puedo abandonar ahora —pensó—, no cuando sólo me quedan dos semanas… Pero ¿y si es ahora mismo? ¡Ahora mismo!»

Harpur combatió el pánico, hasta que la entidad que era su dolor se retiró ligeramente. Respiró de un modo entrecortado, de alivio, y siguió caminando poco a poco, sabedor de que su enemigo estaba atento y siguiendo sus pasos. Pero llegó al sol sin nuevos ataques.

Sam Macnamara, el guardián de la puerta interior, empezó a esbozar su acostumbrada sonrisa, y entonces, viendo la tirantez del rostro de Harpur, le introdujo rápidamente en la sala. Macnamara era un irlandés de elevada estatura cuya única ambición, al parecer, era beber dos tazas de café cada hora, a la hora en punto; no obstante, entre él y el juez había nacido una amistad que a Harpur le resultaba extrañamente confortadora. El policía abrió una silla plegable en la parte trasera de la sala y la mantuvo firme mientras Harpur tomaba asiento.

—Gracias, Sam —dijo éste, agradecido, al tiempo que miraba a los extraños que le rodeaban.

Nadie había advertido su llegada. Todos contemplaban el sol.

El olor de la ropa mojada por la lluvia que llevaban los periodistas daba la impresión de estar curiosamente fuera de lugar en el polvoriento sótano. La sala formaba parte de la sección más antigua de la comisaría, y hasta hacía cinco años se había utilizado para guardar expedientes obsoletos. A partir de entonces, y con excepción de conferencias de prensa especiales, sus paredes de cemento sólo habían albergado a dos aburridos guardianes, el tablero de un equipo de grabación y una hoja de vidrio montada sobre un armazón en un extremo de la sala.

El cristal era de la especialísima variedad que la luz tardaba muchos años en atravesar. Era el tipo de cristal que la gente usaba para aprehender escenarios de excepcional belleza y contemplarlos en sus hogares.

Para Harpur, la visión de este fragmento de vidrio lento no tenía belleza particular. Mostraba una bahía, razonablemente hermosa en la costa atlántica, pero el agua estaba tapada por embarcaciones deportivas, y una gasolinera de chillones colores se interponía en primer plano. Un conocedor del vidrio lento habría lanzado una piedra contra aquel cristal; sin embargo, Emile Bennett, el propietario original, lo había traído a la ciudad simplemente porque contenía la vista desde el hogar de su infancia. Tener el vidrio a mano, había explicado Bennett, le ahorraba un viaje de trescientos kilómetros cuando se sentía nostálgico.

La hoja de vidrio usada por Bennett tenía un grosor de cinco años, es decir había tenido que permanecer cinco años en su hogar paterno antes de que el paisaje surgiera. Naturalmente, seguiría transmitiendo la misma vista durante cinco años después de ser transportada a la ciudad, a despecho de que había sido confiscada a Bennett por impacientes agentes policiales con profundo desinterés por el hogar paterno del propietario. El vidrio revelaría sin fallo posible todo lo que había visto…, aunque sólo durante su época buena.

Repantigado en su asiento, rendido, Harpur recordó la última vez que había visto una película. La única luz de la sala procedía de la oblonga hoja de vidrio, y los periodistas se agitaban sentados en ordenadas hileras, igual que el público de un cine. Harpur pensó que la presencia de aquellos hombres le distraía. Evitaba que se deslizara hacia el pasado con la acostumbrada facilidad.

Las inquietas aguas de la bahía esparcían sol por la habitación (que de otro modo habría resultado depresiva), las embarcaciones pasaban y volvían a pasar, y silenciosos coches entraban de cuando en cuando en la gasolinera. Una atractiva fémina con la ropa extremadamente abreviada de hacía una década paseaba por un jardín en primer plano, y Harpur vio que varios periodistas tomaban notas personales en sus libretas.

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