David Brin - Gente de barro

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Gente de barro: краткое содержание, описание и аннотация

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Dentro de cincuenta años, las nuevas copiadoras-horno permitirán hacer copias perecederas de las personas. Esas copias, los llamados “ídem”, la gente de barro, tienen una vida prevista de un día, carecen de derechos legales o sociales, y son de diverso color según su función. Se les encargan las ocupaciones menos interesantes o las más peligrosas, todas las que rechazan los seres humanos verdaderos. Al final de su existencia, si es posible, los ídem “descargan” en su personaje original, el arquetipo o “archi”, las memorias recopiladas de ese día.
narra las peripecias del detective Albert Morris y sus múltiples duplicados de barro en esa nueva sociedad. En el idemburgo se están haciendo copias pirata de una famosa cortesana, Gineen Wammaker, y Morris debe impedirlo. Un trabajo que no parece excesivamente difícil, pero que le llevará a descubrir una intrincada red de conspiraciones en en esa sociedad del futuro donde los ídem carecen de derechos y de todo tipo de consideración.
David Brin, galardonado ya con diversos premios Nebula y Hugo, utiliza una narración detectivesca, del tipo
, para mostrar las complejidades de una sociedad en la que existe una curiosa versión de los “replicantes” del
cinematográfico.
Novela finalista del premio Hugo 2003.
Novela finalista del premio Arthur C. Clarke 2003.

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A menudo, ese tipo de búsqueda es suficiente. Pocas personas tienen capacidad para esquivar la red de publicaras.

Lástima, Maharal debía de ser una de ellas. De hecho, era capaz de ocultarse casi a voluntad. ¡La búsqueda de mi avatar dejó una tabla con muchos agujeros, algunos de una semana o más!

Los bolsillos de Ritu eran profundos y quería respuestas rápida-mente. Así que pujé por imágenes de cámaras privadas, que son mucho más numerosas que las cámaras públicas. Escáneres de seguridad de restaurantes, creadoras de alféizar, non bugs, sociólogos aficiona-dos, incluso de amantes de la naturaleza y clubes deportivos urbanos… cualquiera cuyos sensores pudieran haber detectado a Yosil cuando es-taba fuera del alcance de las publicaras. Como Ritu poseía ahora el copyright de su padre, ni siquiera hubo que pagar una tasa de voyeur.

Empezaron a llegar ofertas baratas. Dejé que el avatar las repasara y escogiera suficientes para completar la pista de seguimiento de Yosil. Mientras tanto, yo inc concentré en el escenario de su muerte.

Fuera de la ciudad, es como otro mundo. Un reino primitivo de in-mensas áreas donde la visión es borrosa, casi inexistente… a menos que estés allí en persona, usando tus propios ojos.

Adulto: Si cae un árbol en el bosque y no hay nadie cerca para oírlo, ¿hace ruido?

Niño moderno: Depende. Déjeme comprobar si alguna de las cámaras locales tenía receptores sónicos o de vibración.

Gracioso. ¡Pero de hecho, la mayoría de los lugares de la Tierra no están cubiertos todavía por ninguna cántara! Es mucho más fácil desaparecer en el campo, más allá de cualquier rastro de habitantes.

Por desgracia, ahí fue donde Maharal pasó sus últimas horas, y posiblemente sus últimos días.

Empecé con imágenes policiales del lugar del accidente que ofrecían sorprendentes detalles holográficos de los doscientos metros que rodeaban el vehículo siniestrado de Maharal, un gran Chevford Cazador con un extravagante motor de metano. Yacía abollado y medio quema-do en el fondo de un barranco. El río estaba seco en esta época del año, pero gigantescos peñascos de granito daban testimonio de la erosión producida por el torrente que cubría el lecho algunos inviernos.

«El desierto —pensé, sombrío—. ¿Por qué tenía que ser en el maldito desierto?»

En lo alto, salvando el barranco, se encontraba el viaducto de la autopista desde donde el vehículo de Mabaral había iniciado su fatal caída, con la valla de protección convertida en una retorcida serpiente de metal roto.

Pasé un rato husmeando, pasando e interpolando de una policámara a la siguiente. Mientras los vehículos de emergencia iban y venían, musculosos ídems trabajaban en el accidente (a veces con herramientas útiles, pero a veces aplicando la fuerza bruta), esforzándose por liberar el cadáver del científico.

La carretera describía un brusco giro justo antes de llegar a ese punto solitario. Había marcas de frenada cruzando la barrera rota… como si el conductor se hubiera dado cuenta del peligro súbitamente, aunque demasiado tarde. Esto, combinado con los resultados de la autopsia de Maharal, convenció a las autoridades de que simplemente debió de quedarse dormido al volante.

La tragedia nunca habría tenido lugar si hubiera usado el sistema de autonavegación del coche. ¿Por qué querría alguien conducir de no-che, en un desierto sin luz, con todas las prestaciones de seguridad des-conectadas?

«Bueno —me respondí a mí mismo—, la roboconducción deja huellas. No usas la autonave cuando te preocupa que te estén siguiendo.» El ídem gris de Maharal había admitido que el buen doctor se había pasado sus últimos días cayendo una y otra vez en la paranoia. Esto apoyaba la teoría.

Invirtiendo el flujo de las imágenes, vi cómo los vehículos de emergencia retrocedían y luego volvían a dispersarse, uno a uno, hasta que sólo tina camaravisión solitaria quedó disponible: una imagen borrosa del primer vehículo de la oficina del sheriff en llegar a la escena. Cuan-do intenté remontarme más atrás, el fatal tramo de desierto no sólo se oscureció, sino que desapareció de la memoria, corno un punto ciego al que ni siquiera puedes mirar. Aparecía solo en los mapas. Una abstracción. Por lo que nadie sabía con seguridad si existió siquiera durante el tiempo en cuestión.

En los territorios de las granjas habría sido más fácil. Los agricultores usan un montón de cámaras para observar las cosechas. Todo lo que es irregular, corno un desconocido, aparece. Pero la hectárea en cuestión contaba únicamente con un simple detector de toxicidad EPA que vigilaba los vertidos ilegales.

La lente real más cercana estaba a más de cinco kilómetros de distancia: un escáner de hábitat programado para contar las tortugas del desierto que migraban y cosas así.

A pesar de todo, no me rendí.

Hay diez mil espisatélites comerciales y privados orbitando este planeta, e incluso más aparatos robot sobrevolando la estratosfera, sir-viendo de reté telefónico y noticámara. Uno de ellos podría haberse fijado en aquel oscuro lugar en el instante del accidente, y grabado una buena imagen de los faros de Maharal, del volantazo y la caída que precipitó el coche a su perdición.

Lo comprobé… y no hubo suerte. Todas las lentes de alta resolución estaban ocupadas en otra parte esa noche, enfocando ciudades más bulliciosas. Los técnicos siguen prometiendo que tendremos visión MundOmniscienre dentro de unos pocos años, con primeros planos de toda la Tierra disponibles para todo el mundo, en cualquier momento. Pero, hoy por hoy, eso no es más que ciencia ficción.

Lo mejor que pude hacer fue intentar un truquito propio, usando los burdos datos de un orbitador de microclima. No se trataba de una cámara auténtica, pues el satélite meteorológico está asignado al seguimiento de los vientos en el suroeste con un radar Doppler.

El tráfico agita el aire, sobre todo en terreno despejado. Hace mucho tiempo descubrí que puedes localizar el paso de un solo vehículo, si las condiciones son adecuadas. Y si tienes suerte.

Usando software de procesado especial, conseguí la grabación del satélite meteorológico de la zona cercana al viaducto, momentos antes del accidente. Buscando pautas muy pequeñas, sondeé y palpé los elementos Doppler hasta que fluctuaron granulosos al borde del caos.

Al principio, me pareció una simple tormenta de ruido multicolor. Luego empecé a captar pautas. ¡Allí!

Parecía una huella de miniciclones que giraban a ambos lados de la carretera desértica: una estela fantasmal, apenas perceptible, contra un fondo de píxeles limpios de ruido. Retrocediendo lentamente desde el momento del accidente, seguí aquel rastro espectral mientras se rebullía hacia el sur a lo largo de la carretera, para desaparecer y reaparecer luego como una serpiente fantasmagórica, moviéndose a la velocidad de un coche a la carrera.

«Esto podría funcionar —pensé—, siempre y cuando Maharal no adelantara a ningún otro coche… y suponiendo que el aire estuviera tranquilo esa noche solitaria.»

Casi cualquier perturbación externa podía borrar el rastro fantasmal.

Comparando escalas de distancia y tiempo, advertí una cosa sobre el estado de Maharal esa noche mientras corría hacia su encuentro con la muerte: ¡el científico de Hornos Universales desde luego tenía una avispa en los calzoncillos! Tomó aquella curva a más de ciento veinte kilómetros por hora. El tío iba buscándose problemas.

¿Podrían haber estado siguiéndolo? ¿Persiguiéndolo? La pauta de perturbaciones ciclónicas era demasiado entrecortada y borrosa para determinar si estaba formada por un vehículo o por dos.

Le pedí a Nell que rastreara en el tiempo la leve pauta hasta donde pudiera.

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