Ah. ¿Y contra quién lucha Clara esta semana? Tendría que prestar más atención a las tablas. Si éste fuera un bar de deportes, la competición estaría las veinticuatro horas en pantalla grande.
—Mm, intenta con los campos de combate más cercanos a la ciudad.
—El Campo de Combate Internacional Jesse Helms se encuentra a doscientos cincuenta y cuatro kilómetros sur-sureste. Esta semana, el Campo Helms se enorgullece de presentar la revancha entre la Zona Ecológica del Pacífico de Estados Unidos de A mérica y el Consorcio Reforestador Indonesio. En juego están los derechos de cosecha de icebergs en la Antártida…
—Ésa es. ¿Cómo le va al equipo de la ZEP?
Una holoimagen se extiende sobre la mesa, ampliando un terreno montañoso quemado por el sol y demarcado por claras fronteras. Fuera, más allá de un oasis de palmeras, hay un paisaje protegido de mesetas desiertas. Dentro: un parche agujereado y atormentado de Madre Gaia que ha sido sacrificado por el bien de los demás. Un primo enorme del Salón Arco Iris, donde se canalizan los impulsos humanos, con mucho más en juego.
—Las fuerzas del Pacífico hicieron significativos avances territoriales durante la acción inicial del lunes. Las bajas fueron escasas. Pero los tribunos del CRI descargaron un número de penalizaciones capaz de anular esas ganancias…
Unas chispas estallan ante mí mientras la cámara se acerca a la Tierra. Chispas que parecen bastante alegres, hasta que reconoces las des-cargas de artillería y los terribles disparos láser. Clara trabaja en un reino de horribles máquinas asesinas que podrían provocar el horror si alguna vez se vaciaran más allá de los campos de combate del mundo. Dudo entre continuar hacia las líneas del frente o girar hacia aquel oasis de palmeras, en la frontera. Sólo que…
Alguien atraviesa de pronto la pantalla de intimidad, bloqueando la mitad de la holoimagen.
—Así que eres tú. —Una figura se alza ante mí, alta y con piel de serpiente—. Qué conveniente.
Es el gladiador que vi hace unos minutos en el Pozo de Rencor, exultante ante su víctima humeante. Se acerca más, las manos púrpura todavía bañadas en barro húmedo y sucio, como un alfarero brutal.
— ¿Cómo conseguiste salir del río? —pregunta.
De inmediato me doy cuenta de que es el tipejo queme bloqueó el paso anoche en la calle Odeón. Sólo que se trataba de su archi cuando yo era verde e intentaba desesperadamente escapar de los idamarillos de Beta.
— ¿Río?—me hago el inocente—. ¿Qué le hace pensar que fui a nadar? ¿O que lo recordaría a usted?
Su idluchador no está hecho para expresiones sutiles. La cara se vuelve rígida al darse cuenta de lo que acaba de descubrir. Entonces se encoge de hombros, decidiendo no importarle lo que revelan sus palabras.
—Me recuerdas, sí —gruñe—. Te vi saltar. Y sé que lograste volver a casa para descargar.
¿Saber? ¿Cómo puede saberlo? No importa. La sabiduría moderna dice que nunca te sorprendas si se filtra conocimiento oculto. A la larga, ningún secreto es eterno.
Veamos si capta el sarcasmo:
— ¡Un golem caminando por un río! Vaya vaya. ¡Quien consiga algo así sería la comidilla de la ciudad! Tal vez deberías intentar saltar en persona alguna vez.
La sugerencia no le hace gracia.
—Me quedé con tu maldito brazo. Lo horneé bien duro. ¿Quieres recuperarlo?
No puedo dejar de sonreír mientras recuerdo su expresión aturdida cuando lo dejé en la plaza con mi muñeca cortada en la mano. Un raro recuerdo feliz de un iddía de perros.
—Quédatelo. Haz una bonita urna.
El frunce el ceño.
—Levántate.
En lugar de obedecer, bostezo y me desperezo, para chulear y ganar tiempo. El valor es condicional. Si este cuerpo mío estuviera hecho para el jaleo, podría intentar dársela a este tipo. RealAlbert, con vida suficiente por delante, huiría a toda prisa sin avergonzarse. Mis opciones son más sombrías. Soy gris y huérfano, sin ninguna posibilidad de continuidad pero con algunos acertijos queme gustaría resolver en las horas que me restan. En fin, que preferiría que la dirección viniera a quitármelo de encima. Lástima, no hay ni una sola Irenc roja ala vista.
—¡He dicho que te levantes! —ruge el matón, preparándose para golpear.
—¿Puedo elegir las armas? —pregunto bruscamente.
Vacilación. No puede cortarme en rodajas cuando yo he convertido el asunto en una cuestión de honor. Los duelos tienen reglas, ya sabes. Y hay gente mirando.
—Claro. Después de ti —señala hacia el Pozo de Rencor, insistiendo en que lo preceda.
Necesito una salida antes de que lleguemos allí. Tengo unas cuantas herramientas en el bolsillo (un pequeño cortador y un ciberscopio), pero él no cometerá el mismo error que anoche, dejándome que golpee primero por sorpresa.
¿Dónde demonios están mis anfitriones? ¡Si hubiera sabido que son tan laxos, me habría largado antes! Correr a la calle. Tal vez dirigirme a casa de Pal. Aconsejar a Albert que evite ala maestra en el futuro, como a la peste.
Dejamos atrás las mesas, la mayoría con bolas de luz que iluminan rostros chillones. Nadie de la joven multitud me resulta familiar. De todas formas, este personaje es probablemente un asiduo. Encogiendo un poco las rodillas a cada paso, pienso-preparo un subidón de adrenalina mientras aminoro el ritmo, como si de pronto me sintiera reacio a continuar.
Como esperaba, mi némesis planta una mano carnosa en mi espalda. Me empuja.
— ¡Avanza! La armería está justo ahí de…
No tendré ninguna oportunidad contra sus reflejos hiperestimulados. En vez de girar hacia él tras un falso tropezón, salto de lado y hacia arriba y aterrizo en una mesa cercana, pateando vasos que se deslizan entre los holos proyectados de dos bailarinas que frotan sus caderas aun ritmo erótico.
Me parece que él grita, pero los clientes, molestos, hacen demasiado ruido. Se lanzan hacia mí, así que vuelvo a saltar.
Como una piedra lanzada entre las bailarinas giratorias, vuelo de una mesa a otra, aterrizando esta vez en un remolino de guadañas virtuales que giran y giran como el tornado personal de la muerte. Es tan realista que doy un respingo, como si pudieran hacerme papilla. Pero mi cuerpo atraviesa la ilusión, aunque más clientes gritan airados y los vasos se aplastan bajo mis pies. Unas manos me agarran por el tobillo, así que me giro y pataleo, apartándolas.
Naturalmente la tormenta de luz me ciega también. Apenas puedo ver mi siguiente objetivo, una mesa donde un globo terrestre gira suavemente. Me preparo…
Pero una súbita fuerza derriba la plataforma donde estoy, estropeando mi salto. Choco con el borde de la siguiente mesa, giro lleno de dolor entre sillas, pies que patalean y botellas rotas.
Los golpes arrecian desde mi costado izquierdo, arrancándome un quejido. ¿Mi asaltante, o un cliente irritado? En vez. de mirar, me es-curro como un cangrejo mientras rebusco en el bolsillo de mi pantalón el cortador… de alcance demasiado corto para servir gran cosa como arma.
Oh-oh. Botas delante. Muchas. Ha llamado a sus amigos. Se agachan y miran bajo las mesas. En unos instantes…
Mi mano se apoya en la base de la mesa, sujeta al suelo por tres gruesos tornillos.
¿Los corto? ¿Por qué no? Allá va…
La mesa tiembla… se inclina…
La agarro. ¡Arriba!
Ellos retroceden de un salto, alarmados. ¡No es una gran arma, pe-ro con el (rolo todavía brillando parece que empuño algo más que una frágil mesa de cóctel! Las imágenes que se rebullen se extienden otros dos metros, como serpientes retorciéndose. Un látigo hecho de luz ardiente.
Sólo luz, aunque ellos retroceden. Imprintados con almas de cavernícolas apenas alterados, no soportan ver una antorcha llameante. Pronto me encuentro en una zona de respeto, hasta donde alcanza el bolo. Y ahora, las voces de algunos espectadores me animan ami.
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