David Brin - Gente de barro

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Dentro de cincuenta años, las nuevas copiadoras-horno permitirán hacer copias perecederas de las personas. Esas copias, los llamados “ídem”, la gente de barro, tienen una vida prevista de un día, carecen de derechos legales o sociales, y son de diverso color según su función. Se les encargan las ocupaciones menos interesantes o las más peligrosas, todas las que rechazan los seres humanos verdaderos. Al final de su existencia, si es posible, los ídem “descargan” en su personaje original, el arquetipo o “archi”, las memorias recopiladas de ese día.
narra las peripecias del detective Albert Morris y sus múltiples duplicados de barro en esa nueva sociedad. En el idemburgo se están haciendo copias pirata de una famosa cortesana, Gineen Wammaker, y Morris debe impedirlo. Un trabajo que no parece excesivamente difícil, pero que le llevará a descubrir una intrincada red de conspiraciones en en esa sociedad del futuro donde los ídem carecen de derechos y de todo tipo de consideración.
David Brin, galardonado ya con diversos premios Nebula y Hugo, utiliza una narración detectivesca, del tipo
, para mostrar las complejidades de una sociedad en la que existe una curiosa versión de los “replicantes” del
cinematográfico.
Novela finalista del premio Hugo 2003.
Novela finalista del premio Arthur C. Clarke 2003.

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David Brin

Gente de barro

A Poul Anderson, que exploró por todos nosotros, haciendo divertido el futuro…

Y a Greg Bear, que se enfrenta a cada sombra, con valor…

Y a Gregory Benford, que produce belleza absoluta en el oscuro océano de la noche…

Todos ellos chamanes junto al fuego de la hoguera.

Indispensables.

PRIMERA PARTE

¡Adiós! Una vez más a la fiera disputa
entre la maldición y el barro apasionado
he de enfrentarme…

Pero cuando sea consumido por el Fuego,
dadme nuevas alas de Fénix para volar a mi antojo.

JOHN KEATS, «Al sentarme a leer El rey Lear una vez más»

1

Buena cabeza para el vino

…o de cómo el ídem verde del lunes trae a casa bellos recuerdos del río…

Es duro ser amable mientras luchas por tu vida, incluso cuando tu vida no vale gran cosa.

Incluso cuando no eres más que un trozo de barro.

Algún tipo de proyectil (una piedra, supongo) golpeó la pared de ladrillo a pocos centímetros de distancia y me ensució la cara de molesta arenilla. No había otro sitio donde guarecerme que un contenedor de basura repleto. Agarré la tapa y le di la vuelta.

Justo a tiempo. Otra piedra se estampó en la tapa y quebró el plástico en vez de lastimarme el pecho. Alguien me la tenía jurada.

Unos momentos antes, el callejón parecía un buen sitio para esconderse y recuperar el aliento. Pero ahora su fría oscuridad me traicionaba. Incluso un ídem desprende algo de calor corporal. Beta y su banda no llevan armas en esta parte de la ciudad (no se atreverían), pero sus hondas están equipadas con visores infrarrojos.

Tenía que huir de la traicionera oscuridad. Así que mientras el tirador recargaba, alcé mi improvisado escudo y corrí hacia las brillantes luces del Distrito Odeón.

Fue un movimiento arriesgado.

El lugar estaba atestado de archis cenando en los cafés o paseando por los alrededores de los teatros de buen gusto. Las parejas caminaban tomadas del brazo por el embarcadero, disfrutando de la brisa de la ribera del río. Sólo se podía ver a unos cuantos coloreados como yo, la mayoría sirviendo a sus superiores de piel blanda en mesas bajo toldos.

No iba a ser bienvenido en esta zona, donde acuden los propietarios a disfrutar de sus largas y sensuales vidas. Pero si me quedaba en los callejones me convertiría en comida para peces por obra y gracia de mi propia especie. Así que corrí el riesgo.

«Maldición, está abarrotado», pensé mientras atravesaba la plaza, evitando rozarme con alguno de los archis.

Aunque mi expresión era seria (como si tuviera un motivo legítimo para estar allí), debía destacar como un pato entre cisnes, y no sólo por el color de mi piel. Mi ropa de papel rasgada llamaba la atención. En cualquier caso, es difícil moverse delicadamente mientras colocas la tapa de un contenedor de basura entre tus órganos vitales y el callejón que tienes a la espalda.

Un brusco golpe alcanzó de nuevo el plástico. Al mirar atrás, vi a una figura amarillenta bajar su honda para cargar otra piedra. Formas furtivas asomaban desde las sombras, debatiendo cómo alcanzarme.

Me interné en la multitud. ¿Seguirían disparando y se arriesgarían a alcanzar a una persona real?

Un instinto ancestral (impreso en mi cuerpo de barro por aquel que me creó) me gritaba que corriera. Pero ahora me enfrentaba a otros peligros, surgidos de los seres humanos arquetipo que me rodeaban. Así que traté de comportarme con toda la cortesía estándar, inclinándome y dejando paso a las parejas que no querían apartarse o aminorar el paso para un simple ídem.

Tuve un minuto o dos de falsas esperanzas. Las mujeres, sobre todo, miraban más allá de mí, como si no existiera. La mayoría de los hombres se mostraban más asombrados que hostiles. Un tipo sorprendido incluso me dejó paso, como si yo fuera real. Le devolví la sonrisa. «Haré lo mismo por tu ídem algún día, amigo.»

Pero el tipo siguiente no se quedó satisfecho cuando le di prioridad de paso. Su codo me golpeó con fuerza, al pasar, y sus ojos claros chispearon, desafiándome a quejarme.

Encogiéndome, forcé una sonrisa de disculpa y me aparté para que el archi continuara su camino mientras intentaba concentrarme en un recuerdo agradable. «Piensa en el desayuno, Albea.» Los agradables aromas del café y los panecillos recién horneados. Simples placeres que tal vez volviera a disfrutar, si sobrevivía a la noche.

«Los volveré a probar —dijo una voz interior—. Aunque este cuerpo no lo consiga.»

«Sí —fue la respuesta—. Pero ése no seré yo. No exactamente.» Me sacudí la vieja duda existencial. De todas formas, un rox utilitario barato como yo no tiene olfato. En ese momento, apenas podía comprender el concepto.

El tipo de los ojos azules se encogió de hombros y se dio la vuelta. Pero un segundo después, algo golpeó el pavimento cerca de mi pie izquierdo y rebotó por toda la plaza.

¡Beta tenía que estar desesperado para lanzarme piedras en medio de una multitud de ciudadanos reales! La gente miró. Algunos ojos se centraron en mí.

«Y pensar que esta mañana empezó tan bien.»

Traté de darme prisa, y conseguí avanzar unos cuantos metros más antes de que me detuviera un trío de archis jóvenes y bien vestidos que me bloquearon adrede el paso.

— ¿Habéis visto a este mulo? —dijo el alto.

Otro, con piel translúcida a la moda y ojos rojizos, me señaló con un dedo.

— ¡Eh, ídem! ¿A qué tanta prisa? ¡No puedes seguir creyendo todavía en la otra vida! ¿Quién va a querer que vuelvas, con esa pinta que llevas?

Sabía el aspecto que debía tener. La banda de Beta me había dado una buena antes de que consiguiera escapar. De todas formas, sólo me quedaban una hora o dos para la expiración y mi pseudocarne resquebrajada mostraba claros signos de deterioro enzimático. El albino se rió de la tapa que yo usaba como escudo. Olisqueó con fuerza, arrugando la nariz.

—Además huele mal. Como a basura. Me está quitando el apetito. ¡Eh! A lo mejor tenemos motivos suficientes para presentar una demanda civil, ¿no os parece?

—Sí. ¿Qué te parece, golem? —se mofó el alto—. Danos el código de tu dueño. ¡Nos va a pagar la cena!

Yo alcé una mano, intentando aplacarlos.

—Vamos, amigos. Estoy haciendo un recado urgente para mi original. Tengo que llegar a casa, de verdad. Estoy seguro de que os fastidia que vuestros ídems estén lejos de vosotros.

Más allá del trío, pude ver el bullicio y el ruido de la calle Upas. Si conseguía llegar a la parada de taxis, o incluso al puesto de policía de la avenida Defense… Por una pequeña tarifa proporcionaban asilo refrigerado, hasta que mi dueño viniera por mí.

—Urgente, ¿eh? —dijo el alto—. Si tu amo todavía te quiere en este estado, apuesto a que pagará por recuperarte, ¿eh?

El último adolescente, un tipo fornido de piel marrón oscuro y el pelo muy corto, parecía más compasivo.

—Ah, dejad en paz al pobre verde. Se le notan las ganas que tiene de llegar a casa y desembuchar. Si lo detenemos, su dueño puede demandarnos a nosotros.

Una amenaza inquietante. Incluso el albino vaciló, como si estuviera a punto de echarse atrás.

Entonces el tirador de Beta volvió a disparar desde el callejón, golpeándome en el muslo por debajo de la tapa de plástico.

Todo el que ha duplado y cargado sabe que la pseudocarne puede sentir dolor. Una feroz agonía me hizo chocar contra uno de los jóvenes, que me empujó a su vez, gritando.

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