—Este chico es lo mismo que tu hermano… —empezó a decir Roger. Y arrepentido de sus imprudentes palabras, agregó—: Lo siento.
—Es verdad — dijo Alan.
Quantrell abrió desmesuradamente los ojos y preguntó:
—¿De quién habláis?
.—De mi hermano gemelo, que tenía un desasosiego que no le dejaba vivir. Se marchó…
Quantrell, con un movimiento de cabeza, indicó que entendía la disposición de ánimo que había movido al pobre muchacho a escaparse.
—¡Triste mal es ése! Estaba, como yo, en contra de ciertas cosas. Le envidio. Quisiera tener el valor suficiente para marcharme. A cada día que paso aquí me digo que me iré al día siguiente. Y no lo hago nunca. Me quedo y sigo esperando.
Alan contempló la quieta calle calentada por el sol. Aquí y allí estaban sentados parejas de ancianos, contándose cosas de su juventud, una juventud de mil años atrás. Y pensó el mozo que el Recinto era lugar para viejos.
Pasearon un rato hasta que vieron los rótulos de neón de un teatro.
—Me voy al teatro —dijo Roger—. Me aburro. ¿Venís?
Alan miró a Quantrell, y éste hizo una mueca y dijo que no con la cabeza.
—Yo, no — contestó Alan.
—Yo, tampoco — dijo Quantrell.
Roger se encogió de hombros y replicó:—Pues yo voy a ir. Tengo ganas de ver una función. Hasta luego, Alan.
Después de haberse marchado Roger, Alan y Quantrell siguieron paseando por el Recinto.
Se dijo Alan que más le hubiera valido ir al teatro con Roger. A él también le deprimía el Recinto. En el teatro se distrae uno, no se piensa en las cosas que desagradan.
Pero Quantrell había despertado su curiosidad. No se le ofrecían muchas ocasiones de conversar con un chico de su edad, tripulante de otra nave.
—Como tú sabes, Quantrell, los astronautas llevamos una vida estúpida. No nos damos cuenta de ello hasta que estamos en el Recinto.
—Hace tiempo que lo sé — respondió Quantrell.
—¿Qué hacemos? Ir y venir por el espacio, para luego encerrarnos en el Recinto. No nos gusta esto, y nos esforzamos porque nos guste. Cuando estamos en el espacio, estamos deseando volver al Recinto, y cuando estamos en el Recinto, nos parece que nunca va a llegar la hora de salir de él. ¡Qué vida!
—¿Qué harías tú para remediarlo? Sin aflojar los lazos de amistad que unen a los que nos dedicamos a la navegación interestelar, se entiende.
—Lo resolvería por medio de la hiperpropulsión.
Quantrell se echó a reír.
—Eso es lo primero que hacéis, reíros —dijo Alan, malhumorado—. Os parece una idea descabellada. Ni siquiera pensáis en que, si nosotros no lo hacemos, menos lo harán los científicos terráqueos. Ellos están contentos con las cosas tal como están. No tienen que luchar con la Contracción de Fitzgerald.
—Tengo entendido que se estudia eso de la hiperpropulsión. Desde los tiempos de Cavour, si no voy errado.
—De vez en cuando. No se lo toman muy en serio, y así no llegaremos a ninguna parte. Si algunos hombres se hubiesen puesto a trabajar de veras en ello, ya no habría recintos ni Contracción de Fitzgerald. Podríamos vivir una vida normal.
—Y tu hermano estaría con vosotros.
—Naturalmente. Pero tú y otros, en vez de pensar, os reís.
Quantrell se mostraba pesaroso.
—Lo siento. Me parece que no he puesto bastante combustible en mi máquina de pensar esta vez. Pero la hiperpropulsión acabaría con el sistema de recintos, ¿no crees?
—¡Ni que decir tiene! Al volver del espacio podríamos llevar la vida normal que se lleva en la Tierra, en vez de vivir tan separados unos de otros como ahora.
Alan miró hacia las torres de la ciudad terrestre, que estaban fuera del Recinto, en la otra ribera del río; parecían estar tan lejos, que no se podía llegar hasta ellas. Allí tenía que estar Steve. Acaso habría allí alguien con quien se podría hablar de la hiperpropulsión, alguna persona de influencia que pudiera estimular las investigaciones que tan necesarias eran.
Le parecía que la ciudad terrestre lo llamaba. Era una voz que no se podía desoír. Y él quería; ahogar la voz de su conciencia, el hilo de voz que le decía: «No hagas eso». Se volvió y se puso a mirar los feos edificios del Recinto. Luego miró a Quantrell.
—Has dicho que te gustaría tener más libertad. Quisieras salir del Recinto, ¿verdad, Kevin?
—Sí.
Alan experimentaba una sensación extraña, algo así como si le estuvieran dando golpes en la boca del estómago.
—¿Te gustaría salir conmigo para ir a ver esa ciudad?
—¿Dejando que partan las naves sin nosotros?
—No —respondió Alan, pensando en la cara que puso su padre cuando él le dijo que no volvería Steve—. Mi propósito es pasar en la ciudad un, par de días, para cambiar de aires. La Valhalla no saldrá hasta dentro de cinco días y la Encounter se ha de quedar más tiempo aún. En dos días podremos ver cómo es la ciudad.
—¿Dos días nada más? —preguntó éste al fin—. Si sólo son dos días, bueno.
Tornó a enmudecer, Alan observó que resbalaban las gotas de sudor por la mejilla de Quantrell. Él estaba tranquilo y ello le sorprendía.
Quantrell se sonrió luego y su atezado rostro volvió a mostrar el aire de confianza que el muchacho solía tener.
—Si es así, no lo pienso más. ¡Vamos!
Pero Rata, cuando Alan volvió a su cuarto a buscarla, estuvo la mar de burlona.
—Tú no hablas en serio, Alan. ¿De veras quieres ir a visitar esa ciudad?
Alan asintió con la cabeza e hizo señas al ser extraterrestre para que se subiera en su hombro. Y preguntó, burlón:
—¿Crees que no voy a cumplir mi palabra, Rata ? Cuando digo que voy a hacer una cosa, la hago.
Se abrochó la chaqueta, manipuló el interruptor que controlaba los paneles fluorescentes y añadió:
—Pero si tú quieres quedarte, eres muy dueño de hacerlo.
—No, hombre; te acompaño.
Y Rata se subió en el hombro del joven.
Kevin Quantrell los estaba esperando delante del edificio. Dijo Rata, al salir Alan:
—¿Me dejas que te haga una pregunta, Alan?
—Hazla.
—¿Piensas volver o vas a hacer lo que hizo Steve?
—Tendrías que conocerme mejor. Tengo razones para salir, pero nos las que tenía Steve.
—Quiero creerlo.
Parecióle a Alan que en la sonrisa de Quantrell había algo poco convincente. El chico estaba nervioso. Se preguntó Alan si él también lo estaría.
—¿Estás dispuesto? — preguntó Quantrell.
—Siempre lo he estado. ¡Andando!
Alan miró en torno suyo para ver si alguien los observaba. No se veía a nadie por allí cerca. Quantrell echó a andar. Alan siguió detrás de él.
—Supongo que sabrás por donde hemos de pasar, porque yo no lo sé — dijo Alan.
—Bajaremos por esta calle; al llegar al final de ella nos dirigiremos a la derecha y por el Paseo de Carnhill iremos hasta el puente. La ciudad está al otro lado del río.
—Bien.
Llegaron al Paseo de Carnhill. Lo primero que vio Alan fue la majestuosa curva flotante del puente. Luego contempló la ciudad terrestre, que era un montón —alto como una torre— de metal y ladrillo, el cual parecía subir hasta el cielo.
—¿Hemos de cruzar el puente? — preguntó Alan.
Pero Quantrell se detuvo. Estaba con la boca abierta, mirando hacia la ciudad.
—¡La ciudad! — dijo en voz baja.
—Sí. Entremos en ella.
Alan estaba impaciente. Echó a andar para» cruzar el puente. Después de haber caminado tres o cuatro pasos se dio cuenta de que no le seguía Quantrell. Volvióse y vio que el otro astronauta estaba plantado donde se habían detenido, contemplando la ciudad terrestre como si estuviera bajo los efectos de un narcótico.
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