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Robert Silverberg: Regreso a Belzagor

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Robert Silverberg Regreso a Belzagor

Regreso a Belzagor: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando los humanos abandonan el planeta Belzagor, siguiendo la política de descolonización consistente en dar independencia a todos los alienígenas con cultura propia, el administrador imperial Gundersen retorna para emprender un viaje etnológico-sentimental-místico-iniciático… donde hallará o no hallará lo que esperaba, pero en todo caso no retornará el mismo que se puso en camino… como tampoco el lector volverá a ser el mismo después del viaje maravilloso que esta novela propone.

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—Al norte del hotel hay una presa automática. Atrapa a los peces y los traslada directamente a la cocina. Dios sabe quién prepararía la comida si no tuviésemos máquinas.

—¿Quién recoge las frutas? ¿Las máquinas?

—Los sulidores se ocupan de eso —respondió Van Beneker.

—¿Cuándo comenzaron a trabajar como criados de este planeta los sulidores?

—Hace alrededor de cinco años. Quizá seis. Supongo que los nildores tomaron la idea de nosotros. Si nosotros podíamos convertirlos a ellos en porteadores y en rasadores vivientes, ellos podían convertir a los sulidores en botones. Al fin y al cabo, los sulidores constituyen la especie inferior.

—Pero siempre fueron dueños de sí mismos. ¿Por qué accedieron? ¿Qué significa esto para ellos?

—Lo ignoro —repuso Van Beneker—. ¿Entendió alguien alguna vez a los sulidores?

Es verdad, pensó Gundersen. Hasta el momento, nadie había logrado dar sentido a la relación de las dos especies inteligentes de ese planeta. En primer lugar, la presencia de dos especies inteligentes contrariaba la lógica evolutiva general del universo. Tanto los nildores como los sulidores merecían una clasificación autónoma, con niveles de percepción mayores que los de los primates homínidos superiores; un sulidor era notoriamente más inteligente que un chimpancé y un nildor mucho más. Aunque allí no hubiese habido nildores, la presencia de los sulidores habría bastado para obligar a la Compañía a renunciar a la posesión del planeta cuando el movimiento de descolonización alcanzó su punto culminante. Pero se desconocía el motivo por el cual esas dos especies habían alcanzado un acuerdo tácito y extraño: los sulidores, bípedos y carnívoros, gobernaban la región de las brumas, y los nildores, cuadrúpedos y herbívoros, dominaban los trópicos. ¿Cómo habían logrado modelar tan perfectamente ese mundo? ¿Por qué la división del poder se desbarataba, si es que era eso lo que realmente ocurría? Gundersen sabía que entre esos seres existían tratados antiguos, que imperaba un sistema de reivindicaciones y prerrogativas, que todos los nildores se dirigían a la región de las brumas cuando llegaba el momento de su renacimiento. Pero ignoraba qué papel jugaban realmente los sulidores en la vida y el renacimiento de los nildores. Nadie lo sabía. Reconoció que el influjo de ese misterio era uno de los motivos que lo hizo regresar al Planeta de Holman, a Belzagor, ahora que estaba libre de sus responsabilidades administrativas y podía arriesgar su vida dedicándose a satisfacer curiosidades personales. Sin embargo, el cambio en la relación nildores-sulidores que parecía producirse en torno al hotel le preocupaba; había sido bastante difícil comprender dicha relación cuando era estática. Obviamente, las costumbres de los seres extraños no eran asunto suyo. En los últimos tiempos, nada era asunto suyo. Cuando un hombre no tenía asuntos propios, debía asignarse algunos. Por eso estaba allí, aparentemente para investigar, es decir para curiosear y espiar. Planteado así, su retorno al planeta parecía más un acto voluntario y menos el haber cedido a un impulso irresistible que, según temía, le había dominado.

—… más complicados de lo que cualquiera haya imaginado —decía Van Beneker.

—Lo siento. Estaba distraído y no oí lo que decía.

—No tiene importancia. Los últimos cien que quedamos teorizamos mucho. ¿Cuándo iniciará su viaje al norte?

—Van, ¿tiene prisa por librarse de mí?

—Sólo intentaba hacer planes, señor —respondió, dolido, el hombrecillo—. Si se queda, necesitaremos alimentos para usted y…

—Me iré después del desayuno si me dice cómo llegar al campamento más cercano de nildores para solicitar un permiso de viaje.

—Está a veinte kilómetros al sudeste. Le llevaría en el coleóptero pero como comprenderá… los turistas…

—¿Podrá lograr que un nildor me lleve? —preguntó Gundersen—. Si es mucha molestia, supongo que podría caminar pero…

—Arreglaré todo —aseguró Van Beneker.

Una hora después del desayuno apareció un joven nildor macho para trasladar a Gundersen hasta el campamento. En una época anterior, Gundersen se habría limitado a montar sobre su espalda, pero ahora sintió la necesidad de presentarse. Uno no le pide a un ser autónomo e inteligente que lo traslade veinte kilómetros por la selva sin tratar de intercambiar unas atenciones elementales, pensó.

—Soy Edmund Gundersen, del primer nacimiento —dijo—, y te deseo la alegría de muchos renacimientos, amigo de mi viaje.

—Soy Srin'gahar, del primer nacimiento —respondió el nildor con suavidad—, y agradezco tu deseo, amigo de mi viaje. Te sirvo por libre elección y espero tus órdenes.

—He de hablar con un nacido muchas veces y obtener permiso para viajar al norte. El hombre de aquí dice que me llevarás ante él.

—Así se hará. ¿Ahora?

—Ahora.

Gundersen tenía una maleta. La dejó en el amplio trasero del nildor y Srin'gahar curvó instantáneamente la cola para colocarla en su sitio. Después se arrodilló y Gundersen llevó a cabo el ritual de montar. Varias toneladas de potente carne se alzaron y avanzaron obedientemente hacia el linde del bosque. Casi parecía que nada había cambiado.

Recorrieron el primer kilómetro en silencio, atravesando un grupo cada vez más tupido de árboles de frutas amargas. Gradualmente, Gundersen llegó a la conclusión de que el nildor no hablaría si no le dirigía la palabra e inició una conversación diciendo que había vivido diez años en Belzagor. Srin'gahar repuso que lo sabía y que recordaba a Gundersen de los tiempos del dominio de la Compañía. La naturaleza del sistema vocal de los nildores anulaba todos los matices y las implicaciones emocionales. Se trataba de un gruñido llano, nasal y mugiente, que no revelaba si el nildor le recordaba con afecto, con amargura o indiferencia. Gundersen pudo obtener indicios de los movimientos del copete craneano de Srin'gahar, pero era imposible para alguien sentado en el lomo de un nildor detectar dichos movimientos, salvo los más amplios. El complejo sistema nildor de comunicación complementaria no verbal no había evolucionado para conveniencia de los pasajeros. De todos modos, Gundersen sólo conoció unos pocos gestos complementarios de la serie casi infinita que existía y, además, olvidó la mayoría de ellos. Pero el nildor parecía bastante respetuoso.

Gundersen aprovechó la cabalgada para practicar su nildororu. Hasta ese momento le había ido bien, pero en la entrevista con un nacido muchas veces necesitaría de todas las habilidades verbales que pudiese utilizar. Repitió una y otra vez:

—Lo dije correctamente, ¿no? Corrígeme si me equivoco.

—Hablas muy bien —insistió Srin'gahar.

A decir verdad, no era un idioma difícil. Era de corto alcance y de gramática sencilla. El nildororu no se acentuaba; las palabras se aglutinaban, apilando sílaba sobre sílaba de modo que un concepto complejo como «el ex lugar de apacentamiento del clan de mi compañero» surgía como un gruñido de sonido prolongado y refunfuñante no interrumpido ni siquiera por la más mínima pausa. El habla de los nildores era lenta e impasible y exigía amplios tonos que hacían vibrar la lengua y que un terráqueo debía emitir desde el comienzo de las fosas nasales; cuando pasaba del nildororu a cualquier lenguaje terráqueo Gundersen se sentía súbitamente entusiasmado, como un acróbata de circo transportado instantáneamente de Júpiter a Mercurio.

Srin'gahar había escogido un sendero de los nildores en lugar de uno de los viejos caminos de la Compañía. Gundersen tuvo que esquivar las ramas bajas y en una ocasión una temblorosa enredadera de nicalanga descendió para cogerle el cuello en un abrazo delicado, fresco, rápidamente interrumpido y atemorizante a la vez. Al volverse, vio la enredadera inflamada de excitación, enrojecida e hinchada por el placer de acariciar la piel de un terráqueo. Poco después la humedad de la selva llegó al máximo y el nivel de condensación rozó el de la lluvia; la atmósfera era tan húmeda que Gundersen tuvo dificultades para respirar y torrentes de sudor recorrían su cuerpo. Superó ese momento pegajoso. Minutos más tarde, cruzaron un camino de la Compañía. Se trataba de una ruta estrecha y desdibujada que se internaba en la selva, prácticamente cubierta de vegetación. En un año desaparecería.

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