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Robert Silverberg: Regreso a Belzagor

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Silverberg: Regreso a Belzagor» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Madrid, год выпуска: 1981, ISBN: 84-270-0681-0, издательство: Martínez Roca, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Silverberg Regreso a Belzagor

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Cuando los humanos abandonan el planeta Belzagor, siguiendo la política de descolonización consistente en dar independencia a todos los alienígenas con cultura propia, el administrador imperial Gundersen retorna para emprender un viaje etnológico-sentimental-místico-iniciático… donde hallará o no hallará lo que esperaba, pero en todo caso no retornará el mismo que se puso en camino… como tampoco el lector volverá a ser el mismo después del viaje maravilloso que esta novela propone.

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—No les molesta —explicó Van Beneker—. Les gusta hacernos favores. Así se sienten superiores. De todas maneras, apenas notan que llevan un peso encima. Y no creen en que haya algo vergonzoso en permitir que las personas los monten.

—Mientras estuve aquí, tuve la impresión de que eso los ofendía —dijo Gundersen.

—Desde la retirada se toman todo con más calma. De todas maneras, ¿cómo puede estar seguro de lo que pensaban? Me refiero a lo que pensaban realmente.

Los turistas se alarmaron ligeramente ante la idea de montar a los nildores. Van Beneker intentó serenarles y les explicó que era una parte importante de la experiencia en Belzagor. Además, agregó, las máquinas se desmoronaban y apenas quedaban coleópteros que funcionaran. En beneficio de los temerosos recién llegados, Gundersen mostró cómo se debía montar. Golpeó el colmillo izquierdo del nildor y éste se arrodilló con su estilo mastodóntico, dobló pesadamente las rodillas delanteras y después las traseras. El nildor sacudió los hombros, los dislocó para formar la profunda depresión redondeada en la que una persona podía montar cómodamente y Gundersen subió, cogiendo los cortos cuernos curvados hacia atrás como si fueran pomos. La cresta erizada de púas que recorría el centro del ancho cráneo del nildor comenzó a crisparse. Gundersen reconoció en ese movimiento un gesto de bienvenida; los nildores poseían un rico lenguaje gestual, que no sólo hacía uso de las púas sino también de sus trompas largas y pegajosas y de sus orejas de muchos pliegues.

¡Sssukh! —dijo Gundersen y el nildor se levantó.

—¿Estás bien sentado? —preguntó el nildor en su propio idioma.

—Perfectamente —respondió Gundersen y sintió una oleada de placer cuando el lenguaje no olvidado surgió de sus labios.

A su manera torpe y vacilante, los ocho turistas repitieron sus movimientos y la caravana emprendió el camino del río hacia el hotel. Las polillas nocturnas emitían un leve resplandor bajo el dosel de los árboles. Una tercera luna había aparecido en el cielo y las luces mezcladas penetraban a través del follaje, mostrando el río oleoso y veloz que corría a la izquierda de ellos. Gundersen se colocó en la retaguardia del cortejo ante la eventualidad de que algún turista sufriera un accidente. Sin embargo, sólo hubo un momento difícil, cuando uno de los nildores se detuvo y abandonó la fila. Hundió las puntas triples de sus colmillos en la orilla del río para desenterrar un bocado y después volvió a su sitio. Gundersen sabía que otrora eso no habría sucedido. Entonces no se permitía que los nildores tuviesen caprichos.

Disfrutó de la cabalgada. El vaivén producido por el veloz trotecillo resultaba placentero y no fatigaba a los pasajeros. Qué buenas bestias son los nildores, pensó Gundersen. Fuertes, dóciles e inteligentes. Estuvo a punto de estirarse para acariciar las púas de su montura pero en el último momento llegó a la conclusión de que parecería un movimiento protector. Los nildores no son elefantes estrafalarios, se recordó. Son seres inteligentes, la forma de vida dominante de su planeta, un pueblo, y será mejor que no lo olvides.

Poco después Gundersen percibió el estrépito del oleaje. Se acercaban al hotel.

El sendero se ensanchó hasta convertirse en un claro. Más adelante, una de las turistas señaló con el dedo hacia el monte; su marido se encogió de hombros y meneó la cabeza. Cuando llegó a ese sitio Gundersen vio qué era lo que les preocupaba. Unas sombras negras se agazapaban entre los árboles y las oscuras figuras se movían lentamente de un lado a otro. Apenas resultaban visibles en la penumbra. Cuando el nildor de Gundersen pasó por allí, dos de las formas difusas se asomaron y se detuvieron al borde del sendero. Eran bípedos fornidos, de cerca de tres metros de altura, y estaban cubiertos por una espesa capa de pelo de color rojo oscuro. Agitaban lentamente sus impresionantes colas en medio de la penumbra verdosa. Sus ojos encapuchados, apenas abiertos a pesar de la poca luz, observaban el cortejo. Los hocicos caídos y elásticos, largos como los de un tapir, olfateaban audiblemente.

Una mujer se volvió cautelosamente y preguntó a Gundersen:

—¿Qué son?

—Sulidores, la especie secundaria. Provienen de la región de las brumas. Éstos son norteños.

—¿Son peligrosos?

—Yo diría que no.

—Si son animales norteños, ¿por qué están aquí? —inquirió e marido.

—No lo sé con certeza —replicó Gundersen. Preguntó a su montura y supo la respuesta—. Trabajan en el hotel —gritó a los que cabalgaban más adelante—. Botones, ayudantes de cocina.

Le pareció extraño que los nildores hubiesen convertido a los sulidores en criados domésticos de un hotel para terráqueos. Los sulidores no fueron utilizados como criados ni siquiera antes de la retirada. Claro que entonces habían contado con suficientes robots. El hotel se alzaba al frente. Estaba en la costa: una brillante cúpula geodésica que no mostraba señales exteriores de decadencia. Antes de la retirada, había sido un elegante balneario para uso exclusivo de los altos ejecutivos de la Compañía. Gundersen había pasado allí muchas horas felices. Desmontó y en unión de Van Beneker se dispuso a ayudar a los turistas. En la entrada del hotel se encontraban tres sulidores. Van Beneker hizo unos gestos enérgicos en dirección a ellos y los bípedos comenzaron a retirar el equipaje de la bodega de almacenamiento del coleóptero.

En el interior del hotel, Gundersen percibió de inmediato los síntomas de decadencia. Una alfombra de musgo atigrado había rebasado una franja de jardín decorativo para deslizarse a lo largo de la pared del vestíbulo y ya llegaba a las hermosas losas negras del suelo del salón principal; vio las boquitas dentonas que chasqueaban esperanzadas a medida que caminaba. Sin duda alguna, otrora los robots de mantenimiento del hotel fueron programados para mantener el musgo decorativo en la jardinera, pero el programa debió alterarse sutilmente con el paso de los años y ahora el musgo también penetraba en el interior del edificio. Probablemente los robots habían desaparecido y los sulidores que los reemplazaron eran negligentes en la tarea de la poda. También percibió otros indicios de que el control se estaba perdiendo.

—Los muchachos les mostrarán las habitaciones —dijo Van Beneker—. Pueden bajar a tomar un cóctel cuando les apetezca. La cena se servirá dentro de hora y media.

Un sulidor altísimo condujo a Gundersen hasta una habitación del tercer piso con vista al mar. Los reflejos condicionados le llevaron a ofrecer una moneda a la enorme criatura pero el sulidor se limitó a mirarlo estúpidamente y no se atrevió a cogerla. Gundersen creyó notar una tensión reprimida en el sulidor, una furia interior, pero quizá sólo existía en su imaginación. En épocas pasadas, los sulidores rara vez habían salido de la zona de las brumas y Gundersen no se sentía cómodo en su presencia.

Le preguntó en lenguaje nildororu:

—¿Cuánto tiempo llevas en el hotel?

Pero el sulidor no respondió. Gundersen ignoraba el idioma de los sulidores, aunque sabía que supuestamente todos los sulidores hablaban con fluidez el nildororu y el sulidororu. Repitió la pregunta, enunciándola con más claridad. El sulidor se rascó el pellejo con las brillantes garras pero no dijo nada. Pasó junto a Gundersen, desempañó la pared-ventana, ajustó los filtros atmosféricos y se retiró solemnemente.

Gundersen frunció el ceño. Se desnudó rápidamente y se metió bajo la limpiadora. Un rápido zumbido vibrátil lo libró de la mugre de un día de viaje. Deshizo la maleta y se puso ropa de noche: túnica gris ceñida, botas lustradas y un espejo para la frente. Rebajó un tono el color de sus cabellos y lo pasó de rubio oscuro a castaño rojizo.

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