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Robert Silverberg: Regreso a Belzagor

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Silverberg: Regreso a Belzagor» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Madrid, год выпуска: 1981, ISBN: 84-270-0681-0, издательство: Martínez Roca, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Silverberg Regreso a Belzagor

Regreso a Belzagor: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando los humanos abandonan el planeta Belzagor, siguiendo la política de descolonización consistente en dar independencia a todos los alienígenas con cultura propia, el administrador imperial Gundersen retorna para emprender un viaje etnológico-sentimental-místico-iniciático… donde hallará o no hallará lo que esperaba, pero en todo caso no retornará el mismo que se puso en camino… como tampoco el lector volverá a ser el mismo después del viaje maravilloso que esta novela propone.

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La bruma cayó a mediodía. La visibilidad se redujo hasta que Gundersen sólo vio a ocho o diez metros de distancia. Los árboles gigantescos se convirtieron en serios obstáculos: ahora sus raíces nudosas y sus apoyos retorcidos eran trampas para los pies incautos. Caminaba con cuidado. Entró en una región en la que grandes piedras de punta chata sobresalían en ángulo del suelo: eran losas lustrosas y resbaladizas a causa de la niebla que formaban escalones. Tuvo que avanzar reptando, tanteando a ciegas el camino y sin saber de qué altura sería la caída que probablemente encontraría al extremo de cada pedrejón. Saltar era un acto de fe; una de las caídas resultó ser de unos cuatro metros y cayó violentamente, por lo que durante quince minutos le hormiguearon los tobillos. Sintió que las primeras fatigas del día se extendían por sus muslos y rodillas. Pero el estado de éxtasis controlado, sobrio y jubiloso a la vez, seguía dominándole.

Almorzó tarde junto a una laguna pequeña e impecablemente circular, brillante como un espejo, rodeada por árboles altos y de tronco estrecho y cercada por una cerrada faja de bruma. Gozó de la intimidad, de lo recoleto del lugar: parecía una habitación esférica de paredes de algodón, dentro de la cual estaba totalmente aislado de un universo de perplejidades. Allí podía liberarse de las tensiones de la caminata, después de tantas semanas de viajar con nildores y sulidores y de preocuparse constantemente por si los ofendía de un modo desconocido pero imperdonable. Era reacio a partir.

Mientras recogía sus pertenencias, un ruido desagradable rompió su aislamiento: el zumbido de un motor a poca altura. Protegió sus ojos del resplandor de la bruma, alzó la mirada y un momento después divisó un coleóptero aerotransportado que volaba por debajo de la capa de nubes. El pequeño y chato vehículo trazaba un círculo cerrado, como si buscase algo. ¿A mí?, se preguntó Gundersen. Con celeridad, se ocultó detrás de un árbol aunque sabía que al piloto le resultaría imposible verlo aunque estuviese al raso. Instantes después el coleóptero desapareció en dirección oeste, fundiéndose en un banco de bruma. Pero el encanto de la tarde estaba destruido. Ese horrible zumbido mecánico en el cielo aún retumbaba en la mente de Gundersen y dio al traste con su paz recién hallada.

Después de una hora de marcha y al pasar por un bosque de árboles delgados con corteza roja de aspecto gomoso, Gundersen se topó con tres sulidores, los primeros que veía desde que esa mañana se despidiera de Yi-gartigok y Se-holomir. El encuentro inquietó a Gundersen. ¿Le permitirían entrar libremente en esa zona? Era evidente que los tres formaban una partida de caza que regresaba a una aldea cercana. Dos de ellos portaban, amarrado a un largo palo que apoyaban en los hombros, el cadáver empaquetado de un voluminoso cuadrúpedo apacentador de piel negra aterciopelada y cuernos largos encorvados hacia abajo. Sintió un fugaz e instintivo temor al ver a los tres seres gigantescos que avanzaban hacia él entre los árboles; para sorpresa de Gundersen, el temor desapareció casi tan pronto como surgió. A pesar de su semblante feroz, los sulidores no suponían una amenaza. Es verdad que podían matarlo de un golpe, pero ¿para qué? No tenían motivos para atacarle del mismo modo que él no los tenía para quemarles con su antorcha. Y allí, en su hábitat natural, ni siquiera parecían bestiales o salvajes. Grandes sí, por supuesto. Y poderosos. Potentes con sus colmillos y garras. Pero naturales, adecuados, correctos y no tan aterradores.

—¿Viaja cómodo el caminante? —preguntó el sulidor más adelantado, el único que no soportaba parte de la carga de la matanza. Habló con tono suave y cortés, utilizando el idioma de los nildores.

—El caminante viaja cómodo —respondió Gundersen. Improvisó otro saludo—: ¿Es el bosque benévolo con los cazadores?

—Como ves, a los cazadores les ha ido bien. Si tu sendero toca nuestra aldea, te invitamos a compartir esta noche nuestra caza.

—Voy a la montaña del renacimiento.

—Nuestra aldea se encuentra en esa dirección. ¿Vendrás?

Aceptó la invitación porque caía la noche y un viento áspero se colaba a través de la fronda. La aldea de los sulidores era pequeña y se encontraba al pie de un escarpado acantilado a media hora de caminata hacia el noreste. Gundersen pasó una noche agradable allí. Los aldeanos se mostraron atentos si bien algo distantes, pero en modo alguno hostiles; le proporcionaron el rincón de una choza, alimento y bebida y le dejaron en paz. No tuvo la sensación de ser miembro de una despreciada raza de conquistadores expulsados, una raza ajena e indeseada. Al parecer, sólo le consideraban un caminante necesitado de refugio y no se mostraron interesados por su especie. Ello fue alentador. Obviamente, los sulidores no tenían los mismos motivos de resentimiento que los nildores, ya que la Compañía nunca había convertido realmente en esclavos a esos pobladores del bosque. De todos modos, siempre imaginó una furia hirviente y siseante en el interior de los sulidores y ahora su serena amabilidad fue una agradable superación de aquella imagen que, supuso Gundersen, quizá sólo fuera una proyección de sus propias culpas. Por la mañana le llevaron frutas y pescado y después se despidió.

El segundo día de viaje en solitario no fue tan gratificante como el primero. El clima era hostil, frío, húmedo y frecuentemente cargado de nieve mientras la densa bruma colgaba a poca altura casi en todo momento.

Perdió gran parte de la mañana atrapado en un camino sin salida, con una larga serranía a la derecha, otra a la izquierda e, inesperadamente, un extenso lago que intuyó imposible de atravesar. Cruzar a nado era impensable: tendría que permanecer varias horas en las aguas heladas y no sobreviviría. En consecuencia, tuvo que realizar un fatigante desvío hacia el este a través de la serranía más baja, la cual bordeaba el lago, por lo que, después de varias horas, estaba casi en el mismo punto que el día anterior. La visión de la montaña del renacimiento cubierta de nieve le animó a proseguir el camino y durante dos horas de la tarde tuvo la ilusión de que compensaba la demora de la mañana hasta que descubrió que un río rápido y ancho que corría de oeste a este —evidentemente el río que alimentaba el lago que antes le había cortado el paso— le impedía pasar. Tampoco se atrevió a cruzar a nado pues la corriente le arrastraría hasta las lejanas profundidades antes de que llegara a la otra orilla. Dedicó más de una hora a seguir río arriba hasta llegar a un sitio en el que quizá podría vadearlo. Allí era más ancho que aguas abajo, pero el lecho parecía mucho menos profundo y algún cataclismo geológico había desparramado de orilla a orilla una fila de piedras, formando una especie de gargantilla. Sobresalían algunas piedras y el agua blanca se arremolinaba a su alrededor; aunque sumergidas, las demás piedras se divisaban debajo del agua.

Gundersen inició el cruce. Logró saltar de la punta de un pedrejón a la del siguiente, manteniéndose seco hasta cubrir la tercera parte del camino. Luego se vio obligado a vadear con el agua hasta casi las rodillas, resbalando a cada momento. La bruma le rodeaba. Parecía estar solo en aquel planeta: nada hacia adelante salvo ondas de blancura, nada hacia atrás sino lo mismo. No veía los árboles ni la orilla, ni siquiera los pedrejones. Se concentró firmemente para no perder pie, pero pisó mal, resbaló y cayó de bruces, siendo abofeteado por la corriente y quedando tan mareado que durante unos instantes no logró levantarse. Consagró todas sus energías a aferrarse a la angulosa masa de piedra que tenía debajo. Pocos minutos después encontró fuerzas para levantarse y se tambaleó jadeante hasta un pedrejón cuya cara superior sobresalía medio metro del agua; se arrodilló en la piedra, congelado, empapado, aterido, tratando de secarse. Transcurrieron, tal vez, cinco minutos. Como la bruma estaba tan cerca no logró secarse, pero al menos había recuperado la respiración y siguió cruzando. Estiró la punta de la bota a modo de prueba y encontró otra piedra con la cara superior seca. Avanzó hacia ella. Después había otra. A continuación apareció otro pedrejón. Ahora era fácil: llegaría a la otra orilla sin un nuevo remojón. Aceleró el paso y saltó otros dos pedrejones. En ese momento, a través de una grieta de la bruma, logró divisar la orilla.

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