Robert Silverberg - Regreso a Belzagor

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Regreso a Belzagor: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando los humanos abandonan el planeta Belzagor, siguiendo la política de descolonización consistente en dar independencia a todos los alienígenas con cultura propia, el administrador imperial Gundersen retorna para emprender un viaje etnológico-sentimental-místico-iniciático… donde hallará o no hallará lo que esperaba, pero en todo caso no retornará el mismo que se puso en camino… como tampoco el lector volverá a ser el mismo después del viaje maravilloso que esta novela propone.

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Gundersen se levantó a buscarla. Tuvo que pasar junto a varios sulidores. Su coloquio con Cullen había sido tan intenso y personal que olvidó por completo que la choza estaba llena de sulidores: sus dos guías, los guardianes de Cullen y, como mínimo, media docena más. Encontró el vino y lo llevó hasta el jergón. A pesar de todo, Cullen no derramó una sola gota con su mano temblorosa. Después de beber, le ofreció la botella a Gundersen y le invitó con tanta insistencia que no pudo rechazar el ofrecimiento. El vino era tibio y dulce.

—¿Queda acordado que no intentarás sacarme de esta aldea? —preguntó Cullen—. Sé que nunca pensarías entregarme a los nildores, pero quizá decidieras sacarme de aquí para salvarme la vida. Tampoco lo hagas, ya que el resultado sería el mismo: los nildores me cogerían. Me quedo aquí. ¿De acuerdo?

Gundersen guardó silencio unos instantes.

—De acuerdo —replicó por último.

Cullen parecía aliviado. Se recostó con la cara hacia la pared y agregó:

—Me has hecho gastar muchas energías en este asunto. Tenemos que hablar de muchas cosas y ahora no tengo fuerzas.

—Volveré más tarde. Ahora descansa.

—No, quédate aquí y háblame. Cuéntame dónde has pasado todos estos años, por qué has regresado, a quién has visto, qué has hecho. Relátame toda la historia. Descansaré mientras te escucho. Y después… y después…

La voz de Cullen se apagó. A Gundersen le pareció que había perdido el conocimiento o quizá sólo dormía. Cullen tenía los ojos cerrados y su respiración era lenta y dificultosa. Gundersen permaneció callado. Caminó inquieto por la choza y estudió los pellejos sujetos a las paredes, los toscos muebles, los restos de comidas anteriores. Los sulidores le ignoraron. Ahora había ocho en la choza y guardaban cierta distancia del agonizante pero, a la vez, concentraban toda su atención en él. Gundersen se sintió momentáneamente alterado en presencia de aquellas gigantescas bestias bípedas, esos seres de pesadilla con colmillos, garras, cola gruesa y hocico caído que iban de un lado a otro y se movían como si él significara menos que nada para ellos. Bebió más vino, a pesar de que la textura y el sabor le resultaban desagradables.

Cullen dijo con los ojos cerrados:

—Estoy esperando. Cuéntame cosas.

Gundersen comenzó a hablar. Se refirió a sus ocho años en la Tierra y los resumió en seis frases concisas. Habló de la inquietud que se había apoderado de él en la Tierra, de su ansiedad tétrica y confusa por regresar a Belzagor, del sentido de la necesidad de encontrar una nueva estructura para su vida ahora que había perdido el andamiaje que la Compañía significó para él. Mencionó su viaje por el bosque hasta el campamento de la orilla del lago, contó cómo había avanzado entre los nildores y de qué modo le arrancaron la relativa promesa de llevarles a Cullen. Se refirió a Dykstra y a su mujer en las ruinas del bosque y alteró algo el relato por respeto al estado de Cullen, aunque sospechaba que dicha caridad era innecesaria. Contó que había vuelto a estar con Seena durante la Noche de las Cinco Lunas. Habló de Kurtz y de lo que había cambiado a través del renacimiento. Aludió a su propia peregrinación a la región de las brumas. En tres ocasiones tuvo la certeza de que Cullen se había dormido y una vez pensó que el enfermo había dejado de respirar por completo. Sin embargo, cada vez que Gundersen se detenía Cullen emitía algún débil indicio —una crispación de la boca, un chasquido de las puntas de los dedos— de que debía continuar. Al final, cuando no le quedó nada que decir, Gundersen permaneció en silencio largo rato a la espera de una señal de Cullen y por último éste preguntó débilmente:

—¿Y después?

—Después vine aquí.

—¿Y adonde irás después?

—A la montaña del renacimiento —repuso Gundersen serenamente.

Cullen abrió los ojos. Pidió con un movimiento de la cabeza que le acomodara las almohadas, se irguió y entrelazó los dedos sobre el cobertor.

—¿Por qué quieres ir allí? —inquirió.

—Para averiguar qué es el renacimiento.

—¿Has visto a Kurtz?

—Sí.

—El también quería saber más cosas sobre el renacimiento —explicó Cullen—. Ya había comprendido la mecánica de la cuestión pero también necesitaba conocer su esencia. Probarlo por sí mismo. Obviamente, no sólo era por curiosidad. Kurtz tenía problemas espirituales. Buscaba la autoinmolación pues se había convencido a sí mismo de que necesitaba expiar toda su vida. Totalmente cierto. Totalmente cierto. De ahí que fuera en busca del renacimiento. Los sulidores le dieron el gusto. Bien, contempla al hombre. Le vi antes de venir al norte.

—Durante un tiempo, pensé que yo también podía probar el renacimiento —comentó Gundersen, cogido de sorpresa por las palabras que surgían de su mente—. Por los mismos motivos. Una mezcla de curiosidad y culpa. Pero creo que ahora he renunciado a esa idea. Iré a la montaña para ver qué hacen pero no creo que les pida que me lo hagan a mí.

—¿Debido al aspecto de Kurtz?

—En parte, pero también porque mis proyectos originales parecen demasiado… bueno, demasiado organizados. Demasiado carentes de espontaneidad. Una elección intelectual en lugar de un acto de fe. No puedes subir a la montaña y ofrecerte como voluntario para el renacimiento de un modo fríamente científico. Tienes que sentirte impulsado a ello.

—¿Como lo estaba Kurtz? —preguntó Cullen.

—Exactamente.

—¿Y tú no lo estás?

—Ya no lo sé —respondió Gundersen—. Creí que yo también estaba concienzado. Le dije a Seena que así era. Pero ahora que estoy tan cerca de la montaña, toda la búsqueda comienza a parecerme artificial.

—¿Estás seguro de que no se trata simplemente de miedo a someterte a la experiencia?

Gundersen se encogió de hombros.

—Kurtz no era una visión agradable.

—Hay renacimientos buenos y malos —dijo Cullen—. Tuvo un mal renacimiento. Tengo entendido que el resultado depende de la calidad del alma de cada uno y de otro montón de cosas. ¿Bebemos un poco más de vino?

Gundersen le ofreció la botella. Cullen, que al parecer recuperaba las fuerzas, bebió copiosamente.

—¿Has pasado por el renacimiento? —inquirió Gundersen.

—¿Yo? Jamás. Nunca sentí la tentación. Pero sé mucho sobre ese asunto. Desde luego, Kurtz no fue el primero en probarlo. Como mínimo, doce personas lo pasaron antes que él.

—¿Quiénes?

Cullen mencionó algunos nombres. Se trataba de hombres de la Compañía y todos figuraban en la lista de los que habían muerto mientras cumplían su servicio de campaña. Gundersen había conocido a algunos de ellos y los demás eran figuras del pasado lejano, anteriores a su llegada o a la de Cullen al Planeta de Holman.

—También hubo otros —agregó Cullen—. Kurtz los buscó en los archivos y los nildores le contaron el resto de la historia. Ninguno de ellos regresó de la región de las brumas. Cuatro o cinco se tornaron como Kurtz… se transformaron en monstruos.

—¿Y los otros?

—Supongo que en arcángeles. Los nildores fueron imprecisos en este sentido. Una especie de fusión trascendental con el universo, una evolución al nivel corporal siguiente, una ascensión sublime… ese tipo de cosas. Lo único cierto es que jamás regresaron al territorio de la Compañía. Kurtz esperaba un resultado semejante. Pero, por desgracia, Kurtz era Kurtz, mitad ángel y mitad demonio y así renació. Y eso es lo que Seena cuida. Gundy, en cierto sentido es una pena que hayas perdido tu impulso. Podría ser que tuvieras un buen renacimiento. ¿Puedes llamar a Hor-tenebor? Supongo que necesitaremos aire fresco si seguimos hablando largo y tendido. Hor-tenebor es el sulidor que está apoyado contra aquella pared. Es quien me cuida y quien acarrea de un lado a otro mis viejos huesos. Me llevará afuera.

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