Connie Willis - Tránsito

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Ocho premios Hugo, seis premios Nebula, y el John W. Campbell Memorial en unos diez años avalan la excepcional habilidad narrativa de la autora de
y
. Se trata de una de las mejores y más inteligentes voces de la narrativa modena, que esta vez nos sorprende e intriga con una emotiva y racional exploración del mundo de las ECM (Experiencias Cercanas a la Muerte) en una novela de implacable suspense.
Según diversos testigos, en una ECM parece haber varios elementos nucleares: experiencia extracorporal, sonido, un túnel de altas paredes, una luz al final del túnel, parientes fallecidos y un ángel de luz con resplandecientes túnicas blancas, una sensación de paz y amor, una revisión de la vida, una revelación del conocimiento universal y la orden de regreso final. ¿Es todo esto algo real, o se trata tan sólo de manifestaciones surgidas de la bioquímica de un cerebro moribundo?
En
, Joanna Lander es un psicóloga que investiga las ECM. Su encuentro con el neurólogo Richard Wright ha de permitirle simular clínicamente ese tipo de experiencias con el uso de drogas psicoactivas. Pero los sujetos del experimento del doctor Wright ven cosas completamente distintas de lo esperado, y Joanna decide someterse al experimento para conocer directamente una ECM. Y las sorpresas empiezan…
Novela finalista del premio Hugo 2002
Novela finalista del premio Nebula 2001
Novela finalista del John W. Campbell Memorial Award 2002

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—Pero no hay manera de conseguir una confirmación externa de una ECM —terminó Richard—. Aparte de los escáneres, que no nos dicen lo que vio el sujeto.

—Lo siento muchísimo. Todo lo que he hecho desde que me uní a este proyecto es diezmar tu lista de sujetos, cuando debería haber pillado…

—Lo pillaste —dijo Richard—. Eso es lo importante. Y lo hiciste a tiempo, antes de que publicáramos ningún resultado. No te preocupes por eso. Todavía nos quedan cinco sujetos. Es más que suficiente…

Se detuvo al ver la expresión de la cara de ella.

—Sólo tenemos cuatro —dijo Joanna apenada—. Llamó el señor Pearsall. Su padre ha muerto, y tiene que quedarse en Ohio para el funeral y resolver sus asuntos.

Cuatro. Y eso incluía al señor Sage, a quien ni siquiera Joanna podía sacarle nada. Y la señora Troudtheim.

—¿Y la señora Haighton? ¿Has podido concertar ya una entrevista?

Ella negó con la cabeza.

—Sigue posponiéndola. Creo que no deberíamos contar con ella. Sólo somos un punto en una lista muy larga de actividades sociales. ¿Cómo va la autorización para los nuevos voluntarios?

—Despacio. Me han dicho que seis semanas más, si el consejo vota continuar con el proyecto.

—¿Qué quieres decir? Creía que tenías subvención para seis meses.

—La tenía —dijo él—. Esta mañana me llamó el director del instituto. Parece que la señora Brightman le ha estado contando a todo el mundo las grandes esperanzas que tiene puestas en el proyecto, y que ya hemos encontrado signos de fenómenos sobrenaturales.

—El señor Mandrake —dijo Joanna con los dientes apretados.

—Bingo. Así que ahora el director del instituto quiere un informe de progresos que podamos utilizar para tranquilizar al consejo de que estamos haciendo una investigación legítima.

—¿No le dijiste…?

—¿Qué? ¿Que la mitad de nuestros sujetos resultaron ser lunáticos, espías y psíquicos? ¿Que al proceso le pasa algo que impide que nuestro mejor sujeto responda? —dijo él amargamente—. ¿O quieres que les hable del imaginativo señor Wojakowski? No sabía lo suyo cuando llamó el director.

—¿Cuánto tiempo tenemos antes de que haya que entregar ese informe de progresos?

—Seis semanas. Nada más.

—Tienes los escaneos de Amelia, y los del señor Sage, y uno del señor Pearsall. Tal vez no tarde mucho en resolver los asuntos pendientes de su padre.

Cierto, y después de acabar de enterrar a su padre, será clarísimamente un observador imparcial —dijo Richard, y entonces se sintió avergonzado de sí mismo. No era culpa de Joanna. Era él quien había aprobado una lista de gente poco de fiar.

—Lo siento.

El se pasó la mano por el pelo.

—Creo que… debería someterme al experimento.

—¿Qué? —dijo Joanna—. No puedes.

—¿Por qué no? Uno: nos dará un conjunto de escaneos más y una descripción más con la que contar. Como poco seré tan buen observador como el señor Sage —dijo él, contando los motivos con los dedos—. Dos: no soy ni un espía ni un lunático. Y tres: podría someterme ahora, hoy, en vez de esperar la autorización.

—¿Por qué no tendrías que tener autorización?

—Porque es mi proyecto, así que sería considerado autoexperimentación. Como Louis Pasteur. O el doctor Werner Forssman…

—O el doctor Jekyll —dijo Joanna—. Eso sí que pondría en peligro la credibilidad del proyecto. El doctor Foxx experimentó consigo mismo, ¿no?

—No voy a anunciar de pronto que he descubierto el alma —dijo Richard—, y hay una tradición larga y legítima de autoexperimentación: Walter Reed, Jean Borel, el investigador de trasplantes, J. S. Haldane. Todos ellos experimentaron consigo mismos exactamente por el mismo motivo, porque no pudieron encontrar sujetos dispuestos y cualificados.

—¿Pero quién supervisaría la consola? Tendrías que entrenar a alguien para que controlara la dosis y los escaneos. Tish no puede hacerlo.

—Tú podrías…

—Ni hablar. ¿Y si algo sale mal? Es una idea terrible.

—Es mejor que quedarnos sentados durante las próximas seis semanas intentando sacarle dos palabras al señor Sage y esperando a que nos corten el presupuesto. ¿O tienes una idea mejor?

—No —dijo ella con tristeza—. Sí. Podrías experimentar conmigo.

—¿Contigo? —dijo él, asombrado.

—Sí. Si uno de nosotros va a someterse al experimento, yo soy la elección lógica. Uno: no voy a necesitar autorización tampoco, porque soy parte del experimento. Dos: no voy a ver una luz brillante y a asumir que es Jesús. Tres: el señor Mandrake no puede convertirme —dijo ella, contando los motivos con los dedos igual que había hecho él.

Cuatro: no soy indispensable durante las sesiones como lo eres tú. Lo único que hago es acercar mi grabadora. Puedo conectarla fácilmente antes de someterme a la prueba. O podría hacerlo Tish. O tú mismo.

—Pero ¿y después? La entrevista…

—Cinco —ella mostró el pulgar—, no necesito que me entreviste nadie. Ya sé lo que quiero saber. Y estoy segura de que puedo hacerlo mejor que “estaba oscuro” o “me sentí en paz”. Podría describir lo que viera, las sensaciones que experimentara.

—Podrías ser más específica —dijo él, pensativo. Era una idea tentadora. En vez de sonsacar respuestas a observadores no formados, Joanna sabría qué había que buscar, cómo describirlo. Podría decirle si lo que veía eran visiones superpuestas o una alucinación y lo que querían decir los sujetos cuando insistían en que no era un sueño.

Más que eso, reconocería las sensaciones por lo que eran. Sabría que ciertos efectos eran debidos a la estimulación del lóbulo temporal o a las endorfinas, y podría suministrar una valiosa información sobre el proceso que causaba las sensaciones. Sabría…

Y ése era el problema.

—No funcionará —dijo él—. Tú misma dijiste que un sujeto no debería tener ideas preconcebidas sobre lo que va a experimentar. Has entrevistado a más de cien personas. Has leído todos los libros. ¿Cómo sabes que tu experiencia no estará totalmente deformada por ellos?

—Es una posibilidad. Por otro lado, tendría la ventaja de estar en guardia. Si me encontrara en un lugar cerrado y oscuro no supondría automáticamente que es un túnel, y si viera una figura irradiando luz, decididamente no daría por supuesto que es un ángel. La miraría, la miraría con atención, y luego te diría lo que he visto, sin tener que esperar a que me preguntaras.

Richard alzó las manos, rindiéndose.

—Me has convencido. Si uno de nosotros fuera a someterse a la prueba, tú eres la mejor, pero ninguno de nosotros va a hacerlo. Todavía nos quedan cuatro voluntarios, y lo que deberíamos estar haciendo es concentrándonos en cómo hacer que sean más efectivos.

—O presentes.

—Exacto. Quiero que llames a la señora Haighton y la traigas para una sesión.

—Ni siquiera la he entrevistado todavía —dijo Joanna, vacilante.

—Hazlo por teléfono si es necesario. Dile cuánto la necesitamos. Mientras tanto, yo trabajaré con la señora Troudtheim.

—¿Qué hay del señor Sage?

—Conseguiremos una palanca —dijo él, y le sonrió.

Joanna salió para llamar a la señora Haighton, y él volvió a comparar los datos de la señora Troudtheim con los escaneos de otros sujetos justo antes del estado ECM, buscando diferencias, pero eran idénticos. Joanna había dicho que algunos pacientes no tenían ECM. Se preguntó cuáles.

Bajó a su despacho a preguntárselo. Ella salía, con el abrigo puesto.

—¿Adónde vas?

—Al Club de Campo de Wilshire —dijo con aire afectado y aristocrático—. No pude conseguir que la señora Haighton se pusiera al teléfono, pero su criada me dijo que iba al Rastrillo de Primavera de la Hermandad Juvenil, sea lo que demonios sea, así que voy a ver si la pillo allí.

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