Robert Sawyer - Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah…
Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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Sarah asintió.

—Otra admirable tendencia que tienes.

—Mientras hemos estado hablando, he accedido a la red para buscar información sobre estas cosas. Confieso que no lo comprendo todo, pero… ¿no está usted enfadada?

—Oh, sí. Pero no mucho, no con Don.

—No lo comprendo.

—Estoy enfadada con… las circunstancias.

—¿Se refiere a que la vuelta atrás no funcionó para usted?

Sarah apartó de nuevo la mirada. Pasado un momento, habló en voz baja pero clara.

—No me molestó que no funcionara conmigo —dijo—. Me molestó que funcionara con Don. —Se volvió a mirar al Mozo—. ¿No es horrible que me irrite que la persona que más amo en el mundo vaya a vivir otros setenta años o más? —Sacudió la cabeza, sorprendida de lo que había sido capaz de sentir—. Pero ¿sabes?, fue porque yo sabía que esto iba a pasar. Sabía que él me dejaría.

Gunter ladeó su cabeza esférica.

—Pero no lo ha hecho.

—No. Y, bueno, no creo que vaya a hacerlo.

El robot reflexionó un momento antes de añadir:

—Estoy de acuerdo.

Sarah se encogió levemente de hombros.

—Y por eso tengo que perdonarlo —dijo, en voz baja y ausente—. Porque, verás, sé en el fondo que, si hubiera sido a la inversa, yo lo habría dejado a él.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Petra Jones, la doctora de Rejuvenex, que había ido a hacerle el último chequeo a Don. Sarah ya nunca estaba presente: le resultaba demasiado difícil soportarlo.

Don sabía que pecaba de orgullo y testarudez. Cuando su madre agonizaba, lentamente, dolorosamente, hacía tantos años, lo había superado. Cuando Sarah libraba su batalla contra el cáncer, había mantenido la barbilla alta, ocultado su dolor y su miedo lo mejor que podía tanto a ella como a los niños. Era hijo de su padre, lo sabía: pedir ayuda era un síntoma de debilidad. Pero en aquellos momentos necesitaba ayuda.

—Yo… no lo sé —dijo en voz baja.

Estaba sentado en un extremo del sofá; Petra, con un traje ajustado de color naranja y aspecto caro, ocupaba el otro.

—¿Algo va mal? —preguntó, inclinándose hacia delante, y las cuentas de sus rastas tintinearon suavemente.

Don ladeó la cabeza. Apenas podía oír a Sarah y Gunter charlando, en el estudio de arriba.

—Yo, bueno, no me he estado sintiendo como de costumbre.

—¿En qué sentido? —preguntó Petra, con su leve acento de Georgia.

Él inspiró profundamente.

—He estado haciendo… cosas impropias de mí. Cosas que nunca pensé que pudiera hacer.

—¿Como qué?

Don apartó la mirada.

—Yo…

Petra asintió.

—¿Su libido está alta?

Don la miró y no dijo nada.

Ella volvió a asentir.

—Es normal. Los niveles de testosterona del hombre caen con la edad, pero la vuelta atrás los restaura. Eso puede afectar a la conducta.

«Dímelo a mí», pensó Don.

—Pero no recuerdo que fuera así la primera vez. Claro que entonces…

Guardó silencio.

—Era mucho más grande cuando tenía de verdad veinticinco años.

Petra parpadeó.

—¿Más alto?

—Más gordo. Probablemente pesaba veinte kilos más que ahora.

—Ah, bueno, sí, eso podría ser un factor determinante de la gravedad del desequilibrio hormonal. Pero podemos hacer algunos ajustes. ¿Ha advertido algo más?

—Bueno, no es que me sienta… —Probablemente había una palabra más adecuada, menos vulgar, pero no se le ocurrió—. Cachondo. Es que me siento romántico.

—Las hormonas, una vez más —contestó Petra—. Es común mientras el cuerpo se ajusta a la vuelta atrás. ¿Algún otro problema digno de mención?

—No —dijo él. Ya había sido bastante difícil aludir a lo que le había sucedido con Lenore; dar salida a eso sería…

—¿No hay depresión? —dijo Petra—. ¿Ningún pensamiento suicida?

Él no pudo mirarla a los ojos.

—Bueno, yo…

—Los niveles de serotonina —dijo Petra—. También pueden ponerse por las nubes con todos los cambios a los que se somete su bioquímica durante la vuelta atrás.

—No es sólo algo químico —dijo Don—. Han pasado cosas verdaderamente terribles. Yo… he intentado encontrar trabajo, por ejemplo, pero nadie me quiere.

Petra alzó una mano.

—Que su depresión pueda ser situacional no significa que no deba ser tratada. ¿Le han prescrito alguna vez antidepresivos?

Don negó con la cabeza.

Ella se levantó y abrió su maletín de cuero.

—Muy bien. Tomemos una muestra de sangre; veremos exactamente cómo están sus niveles hormonales. Estoy segura de que podremos arreglarlo todo.

34

Don estaba en casa, acostado en la cama junto a Sarah, cuando despertó. Estaba soñando que Sarah y él se hallaban en lados opuestos de un enorme cañón y que la distancia entre ellos seguía aumentando con las fuerzas geológicas actuando en tiempo real y…

… y el teléfono estaba sonando. Tanteó en busca del auricular, y Sarah encontró el interruptor de la lámpara en su mesilla de noche.

—¿Diga?

—Don… ¿eres tú?

El frunció el ceño. Ya nadie reconocía su voz.

—Sí.

—Oh, Don, soy Pam.

Su cuñada, la esposa de Bill. Parecía ronca, agotada.

—Pam, ¿te encuentras bien?

A su lado, Sarah se debatió para sentarse, preocupada.

—Es Bill. Está… oh, Dios, Don, Bill ha muerto.

Don sintió que el corazón le daba un vuelco.

—Cristo…

—¿Qué pasa? —preguntó Sarah—. ¿Algo va mal?

Don se volvió hacia ella y repitió las palabras que acababan de decirle, con voz de estupor.

—Bill ha muerto.

Sarah se llevó una mano a la boca. Don habló al teléfono.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé. Su corazón, supongo. Él… él… —Pam guardó silencio.

—¿Estás en casa? ¿Te encuentras bien?

—Sí, estoy en casa. Acabo de volver del hospital. Dicen que ingresó cadáver.

—¿Y Alex?

Alex era el hijo de Bill, de cincuenta y cinco años.

—Viene de camino.

—Dios, Pam, lo siento muchísimo.

—No sé qué voy a hacer sin él —dijo Pam.

—Me visto y voy para allá.

Bill y Pam normalmente pasaban el invierno en Florida, pero todavía no se habían marchado al sur aquel año.

—Alex y yo nos ocuparemos de todo.

—Mi pobre Bill —dijo Pam.

—Estaré allí pronto.

—Gracias, Don. Adiós.

—Adiós.

Don trató de poner el teléfono en la mesilla, pero se le cayó al suelo.

Sarah le tocó el brazo. Dios, no podía recordar la última vez que había visto a su hermano. Y entonces se dio cuenta…

No lo había visto desde antes. Normalmente sólo veía a Bill un par de veces al año, pero solían ir a ver un partido de los Jays cada verano, aunque Don se había escaqueado aquel año. Esa maldita manía de no llamar la atención, la absurda vergüenza de ver a gente que conocía, le había hecho perderse su última oportunidad de estar con su hermano.

Salió del dormitorio, entró en el cuarto de baño y empezó a arreglarse. Sarah le siguió lentamente. Don estaba a punto de decirle que no hacía falta que fuera con él, que podía pedirle a Gunter que condujera el coche. Pero la quería cerca: la necesitaba.

—Voy a echarlo de menos —dijo Sarah, de pie a su lado frente al lavabo.

Él miró brevemente el espejo, donde se reflejaban su rostro juvenil y el de ella, tan anciano.

—Yo también —dijo, con un hilo de voz.

—Sarah —dijo Pam, en la puerta del apartamento de Bill—, gracias por venir.

La cuñada de Don era una mujer delgada de setenta y tantos años, baja, de pómulos altos. Miró a Don y frunció el ceño. Probablemente había reconocido los rasgos Halifax, incluidas la nariz grande y la frente despejada, pero no el rostro en sí.

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