Robert Sawyer - Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah…
Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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—Mi pierna —dijo ella en voz baja—. Dios mío, tendrías que haber oído el chasquido…

Él había aprendido primeros auxilios hacía años.

—¿Ésta? —preguntó, tocándole la pierna derecha.

—No. La otra.

Don le subió el vestido para ver la pierna. El cardenal y la hinchazón saltaban a la vista. Se la tocó torpemente y la oyó gemir. No había teléfono en la entrada: Sarah habría tenido que auparse los seis peldaños hasta el salón para llamarlo; pero no tenía ni equilibrio ni fuerza en la otra pierna para ir a la pata coja.

Don sacó su datacom.

—Nueveunouno —dijo, una cifra que se había convertido en un sustantivo en aquella época en la que ya no había números de teléfono.

—¿Bomberos, policía o ambulancia? —preguntó la operadora.

—Ambulancia —dijo Don—. ¡Por favor, dense prisa!

—Está usted llamando desde un aparato móvil —dijo la operadora—, pero tenemos las coordenadas GPS. Está usted en… —Le leyó la dirección—. ¿Correcto?

—Sí, sí.

—¿Qué ha pasado?

Él jadeó en busca de aire.

—Mi esposa… tiene ochenta y siete años, y se ha caído por las escaleras.

—He enviado una ambulancia —dijo la operadora—. El datacom desde el que llama está registrado a nombre de Donald R. Halifax; ¿es usted?

—Sí.

—¿Está consciente su esposa, señor Halifax?

—Sí. Pero tiene la pierna rota. Estoy seguro.

—No la mueva, entonces. No intente moverla.

—No lo haré. No lo he hecho.

—¿Está abierta la puerta de su casa?

Don se volvió. La puerta seguía abierta de par en par.

—Sí.

—Muy bien. No la deje sola.

Don tomó la mano de su esposa.

—No, no, no lo haré.

«Dios, ¿por qué no estaba aquí?» La miró a los ojos, que tenía inyectados en sangre y entrecerrados.

—No la dejaré. Juro que nunca la dejaré.

Terminó de hablar con la operadora y dejó el datacom en el suelo.

—Lo siento —le dijo a Sarah—. Lo siento mucho.

—No pasa nada —respondió ella, débilmente—. Sabía que volverías pronto, aunque…

No terminó la frase, pero sin duda pensaba que tendría que haber regresado antes.

—Lo siento —repitió Don, con un nudo en el estómago—. Lo siento, lo siento, lo siento…

—No pasa nada —insistió Sarah, y consiguió sonreír levemente—. Estoy segura de que no es irreparable. Después de todo, vivimos en la era de los milagros y las maravillas.

Estaba citando una canción de su juventud. [5] La canción «The boy in the bubble» de Paul Simón, en su disco Graceland. (N. del T.) Don la reconoció, pero cabeceó levemente y, al cabo de un momento, lo entendió: ella se estaba refiriendo a su nuevo aspecto, más joven. Ahora era ella quien le sostenía la mano, consolándolo.

—No pasa nada —dijo Sarah—. Todo saldrá bien.

Él no pudo mirarla a los ojos mientras esperaban y esperaban hasta que, por fin, la sirena de la ambulancia ahogó los pensamientos que lo estaban torturando y todo quedó bañado en un pulsante color rojo a través de la puerta abierta.

28

Por suerte, fue una fractura limpia. La traumatología había avanzado mucho desde que Don se había roto una pierna en 1977, durante un partido de fútbol en el instituto. Los trozos del fémur de Sarah fueron alineados, drenaron el fluido sobrante, le aplicaron en las piernas una infusión de calcio que habría recibido de todas formas si el proceso de rejuvenecimiento hubiera funcionado con ella, y pusieron un pequeño soporte externo alrededor de su pierna: sólo los huesos de los dinosaurios se escayolaban. El doctor dijo que estaría bien en dos meses, y, con el soporte, que tenía sus motorcitos propios, ni siquiera necesitaría muletas mientras se curaba, aunque le aconsejaban que usara bastón.

Por fortuna, su plan provincial de salud se lo cubriría todo. La mayoría de las crisis de la sanidad canadiense habían pasado. Sí, hubo una época, cuando la biotecnología empezaba, en que los costes se habían disparado, pero todas las tecnologías bajan de precio con el tiempo, incluso las médicas. Tratamientos que costaban centenares de miles de dólares cuando Don era joven ya costaban una milésima parte. Incluso el desarrollo y la producción de sofisticados productos farmacéuticos eran tan baratos que los gobiernos podían regalarlos al Tercer Mundo. Tal vez incluso algún día la magia del rejuvenecimiento estuviera al alcance de todos aquellos que lo quisieran.

Cuando volvieron a casa del hospital, Don ayudó a Sarah a prepararse para irse a la cama. Minutos después de acostarse, ella cayó en brazos de Morfeo con la ayuda, no cabía duda, de los analgésicos que el médico le había prescrito.

Don, sin embargo, no pudo dormir. Se quedó allí tendido de espaldas, contemplando el techo en la oscuridad y la ocasional franja de luz de un coche al pasar.

Amaba a Sarah. La había amado durante la mayor parte de su vida adulta. Y no había querido hacerle daño nunca, nunca. Pero cuando ella lo había necesitado, no había estado allí para ayudarla.

Oyó una sirena en la distancia: alguien con su propia crisis, como la que ellos habían afrontado.

No. No, no la habían afrontado juntos. Lo había hecho Sarah: boca abajo en el duro suelo de madera, esperando hora tras hora a que regresara mientras él se tiraba a una mujer que tenía menos de la mitad (¡Cristo, menos de la tercera parte!) de su edad.

Se puso de costado, de espaldas a Sarah, que dormía, y encogió el cuerpo en posición fetal, abrazándose a sí mismo. Fijó los ojos en el suave brillo azul de los números del reloj digital de la mesilla de noche y dejó que se arrastraran los minutos.

Por primera vez en años, Sarah estaba reclinada en el sillón. Era, dijo, más fácil y más cómodo tener estirada la pierna rota.

A pesar de haber dormido mal toda la noche, Don era incapaz de descansar: se movía de un lado a otro. Sarah una vez había comentado que se habían enamorado de aquella casa a primera vista: ella por la chimenea, él por el largo y estrecho salón que pedía a gritos que alguien lo recorriera de una punta a otra.

—¿Qué vas a hacer hoy? —le preguntó Sarah. Los dígitos de un palmo de altura del monitor de pared marcaban las 9.22 de la mañana. Las ventanas situadas una a cada lado de la chimenea se habían polarizado, reduciendo la luz de agosto a un nivel tolerable.

Él se detuvo un instante y miró a su esposa.

—¿Hacer? —dijo—. Voy a quedarme aquí, cuidándote.

Pero ella negó con la cabeza.

—No puedes pasarte el resto de tu vida… el resto de mi vida enclaustrado. Veo toda la energía que tienes. ¡Mírate! No puedes estarte quieto.

—Sí, pero…

—Pero ¿qué? Estaré bien.

—No estuviste bien ayer —le respondió él, y volvió a caminar—. Y…

—¿Y qué?

Don no dijo nada, de espaldas a ella. Pero la gente que lleva tanto tiempo casada puede terminar las frases del otro, incluso cuando uno de ellos no quiere que el otro lo haga.

—Y esto sólo va a empeorar, ¿verdad? —dijo Sarah.

Don ladeó la cabeza, concediendo que ella había acertado. Miró la ventana teñida de marrón. Habían comprado la casa en 1988, justo después de casarse, y con la ayuda de sus padres y los de Sarah para el aval hipoteCarlo. Entonces, en la calle Betty Ann crecían unos cuantos árboles raquíticos dispersos y uno o dos grandes abetos azules. Aquellos árboles raquíticos, plantados gratis por la ciudad de North York, un municipio que ni siquiera existía ya, se habían convertido en altos y majestuosos arces y robles.

Se acercó a ella.

—Me necesitas aquí—dijo—, para que cuide de ti.

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