Robert Sawyer - Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah…
Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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Don dio un gran paso de lado y contempló el cielo oscuro.

—Eh, Dios, ten cuidado de adónde apuntas…

—No, en serio —dijo Sarah—. La tecnología le da a una especie el poder de impedir la vida, de crear la vida, de tomar la vida a escalas grandes y pequeñas; la tecnología nos da el poder para ser lo que nosotros llamaríamos dioses y, aunque nuestra definición de la ciencia sea ciega a eso, cabe la posibilidad de que lo que somos sea el resultado de la obra de algún otro ser que, por virtud de habernos creado, también merece ser considerado un dios. No significa que tengamos que adorarlo… pero sí que nosotros, y cualquier otra raza avanzada tecnológicamente, tendremos que afrontar dilemas éticos relacionados tanto con que nosotros somos potencialmente dioses como con que somos potencialmente hijos de dioses.

Cruzaron corriendo la calle, esquivando un coche que venía de frente.

—¿Así que los alienígenas de Sigma Drac nos han escrito pidiéndonos consejo? —preguntó Don. Sacudió la cabeza—. Entonces, que el ciclo los ayude.

26

Sarah siempre decía que uno de los atractivos de volver a ser joven sería tener tiempo para leer todos los grandes libros. Don no consideraba que fuera el caso del que estaba leyendo en esos momentos (una novela de intriga de esas que se vendían en los aeropuertos cuando era joven la primera vez), pero resultaba un placer poder leer durante horas sin sentir fatiga ocular y sin tener que ponerse las gafas. Sin embargo, al cabo de un rato se aburrió del libro, e hizo que su datacom repasara los programas de televisión en busca de algo que pudiera interesarle…

—Eh —dijo, alzando la cabeza de la lista que le había proporcionado el aparato—. En Discovery pasan ese viejo documental sobre el primer mensaje.

Sarah, sentada en el sofá, lo miró; él ocupaba el sillón.

—¿Qué viejo documental?

—Ya sabes —contestó él, un poco impaciente—, ese programa de una hora que hicieron cuando enviaste la respuesta inicial a Sigma Draconis.

—Oh —dijo Sarah—. Sí.

—¿No quieres verlo?

—No. Estoy segura de que tenemos una grabación por alguna parte.

—Sin duda en algún formato que ya no podemos leer. Voy a ponerlo.

—Preferiría que no lo hicieras —dijo ella.

—¡Oh, vamos! Será divertido.

Don miró el panel de la chimenea.

—Enciende la tele; Discovery Channel.

La imagen era nitidísima y los colores vibrantes. Don había olvidado que hiciera tanto tiempo que existía la televisión de alta definición: cada vez encontraba menos programas antiguos que merecieran la pena, porque habían sido grabados en baja resolución de vídeo.

El documental ya había empezado. Salían unas escenas aéreas del radiotelescopio de Arecibo y la voz de un actor canadiense (¿sería la de Maury Chaykin?) se encargaba de la narración. Pronto fue sustituido por un resumen de la historia del SETI: la ecuación Drake, el Proyecto OZMA, la placa del Pioneer 10, los archivos del Voyager… que, según se apresuraban a comentar, puesto que se trataba de la versión canadiense de Discovery Channel, habían sido diseñados por Jon Lomberg, natural de Toronto. Don había olvidado hasta qué punto el documental no trataba sobre Sarah y su trabajo. Tal vez debiera ir a la cocina a buscar algo de beber y…

Y de repente allí apareció ella, en pantalla, y…

Y él contempló a su esposa, sentada en el sofá, y luego volvió a mirar al monitor, y pasó la mirada de una a otra una vez más. Ella miraba fijamente la chimenea, según parecía, no el panel magfótico de encima, y su rostro estaba colorado, como si estuviera avergonzada, porque…

Porque parecía mucho más joven, mucho menos frágil, en el monitor. Después de todo, el programa había sido grabado hacía treinta y ocho años, cuando ella tenía cuarenta y cinco. Era una especie de vuelta atrás, el regreso a un estado más joven; oh, cierto, no tanto como había hecho él, pero seguía teniendo un regusto amargo a lo que podría haber sido.

—Lo siento, cariño —dijo Don en voz baja, y luego, más fuerte, al aire—: Apaga la tele.

Ella lo miró con el rostro inexpresivo.

—Yo también lo siento —dijo.

Más tarde Sarah subió a la antigua habitación de Carl para trabajar en el gigantesco montón de papeles que Don le había traído de la universidad.

Él, mientras tanto, bajó al sótano. Habían dejado de utilizarlo como sala de recreo a medida que se habían ido haciendo viejos. Las escaleras eran bastante empinadas y sólo había un pasamanos en el lado de la pared. Pero Don no tenía ningún problema para bajar y, en aquellos calurosos días de verano, era el lugar más fresco de la casa.

Por no mencionar el más privado.

Se sentó en el viejo sofá que había allí, y echó un vistazo alrededor, sintiendo un aleteo en el estómago. En aquel sitio se había hecho historia. Allí mismo, Sarah había descubierto el meollo del mensaje original. Y la historia volvería a escribirse en aquella casa si podía descifrar la última transmisión de los draconianos. Tal vez algún día habría una placa en el jardín de la entrada.

Don sostenía con fuerza el datacom en la mano. La carcasa de plástico estaba húmeda de sudor. Aunque había fantaseado con volver a ver a Lenore, sabía que eso no podía suceder nunca más. Pero ella le había hecho prometerle que la llamaría y no podía ignorarla, no podía dejarla colgada. Eso hubiera sido mezquino, perverso. No, tenía que llamarla y despedirse adecuadamente. Le diría la verdad, le diría que era otra persona.

Inspiró profundamente, dejó escapar el aire muy despacio, abrió el datacom, lo cerró de inmediato, y luego, por fin, lo abrió una vez más, con torpeza, como si levantara la tapa de un ataúd.

Y le habló al pequeño aparato, diciéndole con quién quería contactar y…

Llamadas. Un campanilleo y luego…

Una voz aguda.

—¿Diga?

—Hola, Lenore —dijo él, con el corazón desbocado—. Soy Don.

Silencio.

—Ya sabes, Don Halifax.

—Hola —contestó Lenore, en un tono helado.

—Mira, siento no haberte llamado, pero…

—Han pasado tres días.

—Sí, lo sé, lo sé y lo siento. De verdad que quería llamarte. No quería que pensaras que soy uno de esos tipos que… bueno, ya sabes, uno de esos tipos que no llaman.

—Podía estar engañada —dijo ella.

El sintió un escalofrío por dentro.

—Lo siento. Te mereces algo mejor…

—Sí que me lo merezco.

—Lo sé. Pero, mira, yo…

—¿No te lo pasaste bien?

—Me lo pasé estupendamente —dijo él. Y así había sido: la única vez que había sido feliz desde hacía semanas. No sólo por el sexo, sino por el hecho de estar con alguien que estuviera a su nivel y…

Lenore pareció aliviada.

—Bien. Porque yo también me lo pasé fenomenal. Tú… tienes algo.

—Vaya, gracias. Tú también. Pero, hum…

—Mira —dijo ella, dejando claro por su tono que estaba haciendo una dispensa especial—. Ahora mismo estoy ocupada en el banco de comida. Pero estoy libre el domingo. ¿Podríamos vernos entonces?

«No», pensó Don.

—¿Qué tienes pensado? —preguntó, sorprendido de oírse pronunciar esas palabras.

—Han dicho que va a hacer un tiempo maravilloso. ¿Por qué no vamos a Centre Island?

«No puedo hacer esto —pensó él—. No lo haré.»

—¿Don? —dijo Lenore, en medio de un incómodo silencio.

El cerró los ojos.

—Claro —contestó—. Claro, ¿por qué no?

Don había llegado al embarcadero del transbordador, situado en el extremo de la calle Bay, unos diez minutos antes, y no paraba de estudiar a la multitud buscando a…

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