Robert Sawyer - Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah…
Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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—Guau —dijo Lenore—. Ningún hombre me había recitado nunca poesía.

—Ninguna chica me había desafiado al Scrabble.

—¡Y quiero la revancha!

El alzó las cejas.

—¿Ahora?

—No, ahora no, tonto. —Se acercó más a él—. Por la mañana.

—Yo… no puedo —dijo él. Sintió que se envaraba contra su cuerpo—. Yo… tengo un perro.

Ella se relajó.

—Oh. Oh, vale.

—Lo siento.

Él se refería a mentir, pero dejó que ella entendiera «no poder quedarme». Buscó un reloj en la habitación, vio uno y el corazón le dio un vuelco.

—Mira, hum, tengo que irme, de veras.

—Oh, está bien —dijo Lenore, aunque no parecía nada feliz—. Pero ¡llámame! Te daré mi número…

24

Don recordaba con cariño el viaje que Sarah y él hicieron a Nueva Zelanda en 1992. Carl fue concebido en ese viaje y su nacimiento les impidió volver a viajar juntos durante dos décadas; Sarah siguió acudiendo a todo tipo de lugares para asistir a conferencias, pero él se quedaba en casa. Le entristeció bastante no poder ir a París en 2003 para un simposio que tenía el curioso nombre de «Codificar el altruismo: el arte y la ciencia de la composición de mensajes interestelares». Pero consiguió ir con ella a Puerto Rico en 2010 para la transmisión de la respuesta oficial a Sigma Draconis. Su hermano Bill se quedó cuidando de Carl y Emily mientras estuvieron fuera.

La ciudad de Arecibo está a unos setenta y cinco minutos al oeste de San Juan, y el Observatorio de Arecibo a quince kilómetros al sur de la ciudad, aunque a Don le pareció que se encontraba mucho más lejos, porque tuvieron que recorrer carreteras montañosas llenas de curvas. El paisaje era de relieve cárstico, dijo el conductor: la piedra caliza al erosionarse había producido fisuras, corrientes subterráneas, cavernas y sumideros. Las cavernas del río Camuy, uno de los sistemas cavernosos más espectaculares del mundo, estaban al suroeste del observatorio. Y la gran antena del radiotelescopio se había construido allí porque la naturaleza había proporcionado amablemente un sumidero de trescientos metros de ancho perfecto para albergarla.

A Don le sorprendió ver que la antena no era sólida, sino que estaba hecha con placas perforadas de aluminio con aberturas intermedias, sujetas mediante soldaduras. Bajo ella, a la sombra parcial, había bastante vegetación, incluidos helechos, orquídeas y begonias. Alrededor de los terrenos del observatorio, vio mangostas, lagartos, sapos del tamaño de un puño, caracoles gigantescos y libélulas.

Sarah y él se alojaron en una VCV (vivienda para científicos visitantes), una cabaña de madera situada en una colina y elevada sobre diez columnas de cemento en ese terreno irregular. La cabaña tenía un pequeño porche (excelente, descubrieron, para ver las tormentas por la tarde), una cocina pequeña, un dormitorio pequeño, un cuarto de baño pequeño y un teléfono de disco. Bajo una ventana había un aparato de aire acondicionado; todas las ventanas tenían postigos de madera por la parte de fuera.

Además de un emplazamiento técnicamente bueno para enviar el mensaje, Arecibo era también un acierto desde el punto de vista simbólico. Frank Drake, de setenta y nueve años, estaba en la sala de control que daba a la gran antena cuando Sarah usó un cable USB para conectar al transmisor su ordenador portátil Dell, donde tenía la versión original de la respuesta. El mensaje de Drake a M13 (hasta ese momento, la emisión más famosa del SETI), había sido enviado desde allí treinta y seis años antes.

Como habían planeado, la respuesta contenía mil encuestas completas, elegidas al azar entre el 1.206.353 respuestas descargadas en la página web que Sarah había ayudado a crear. Bueno, lo cierto, a decir verdad, era que 999 encuestas habían sido elegidas al azar: la número mil era la de Sarah. No es que ella hubiera insistido. Cuando Don y Carl le habían sugerido la idea, la había expuesto en una reunión, y al responsable de las relaciones públicas del Instituto SETI le encantó. Dijo que era una historia de gran interés humano.

En la ceremonia de la transmisión se distribuyeron CD-ROM conmemorativos con copias del mensaje a importantes investigadores, pero las respuestas que la gente dio no se hicieron públicas. Como decía la petición de los draconianos, las respuestas debían ser mantenidas en secreto, de modo que los participantes no se vieran influidos por las respuestas de los demás.

El enlosado de la sala de control, en diagonal, formaba un tablero beige y marrón; a Don le mareó más que mirar por la ventana en ángulo el gigantesco plato de la antena y la plataforma triangular de seiscientas toneladas montada sobre ella.

Los científicos, la prensa y unos cuantos cónyuges ocupaban la sala de control. Todavía era por la mañana temprano, y aunque había ventiladores eléctricos colocados sobre piezas de equipo o atornillados a ellos, el calor resultaba opresivo. Don vio cómo Sarah se sentaba a la mesa central en forma de L y recuperaba la respuesta de su portátil. Le había sugerido que dijera una frase memorable (su propio discurso al estilo de «un pequeño paso…»), pero ella no quería; el mensaje importante era lo que iba a transmitirse, no lo que ella fuera a decir.

Y así, sin nada más que un «¡muy bien, allá vamos!», Sarah pulsó el botón de la pantalla y la palabra «transmitiendo» apareció en el portátil.

Hubo gritos de júbilo y sirvieron champán. Don se quedó aparte, disfrutando de la felicidad de Sarah. Pasado un rato, el grueso y canoso representante de la Unión Astronómica Internacional empezó a darle golpecitos a su copa de champán con una Mont Blanc hasta que todo el mundo le prestó atención.

—Sarah, tenemos algo para ti —dijo. Abrió una de las taquillas de metal adosadas a las paredes. Dentro había un trofeo con base de mármol, una columna central con lazos de seda azul y una Atenea alada con las manos extendidas hacia las estrellas en la parte superior.

El hombre se agachó, la recogió y la sostuvo ante sí en ángulo, como si estuviera apreciando una botella de buen vino. Luego, en voz alta y clara, leyó la inscripción de la placa para que todos lo oyeran:

—«Para Sarah Halifax, que lo descubrió todo…»

Don subió la escalera, dejando atrás el apartamento en el sótano de Lenore. Eran más de las once de la noche y, como había dicho ella, estaba en un barrio peligroso. Pero su corazón no latía más rápido por eso.

¿Qué había hecho?

Todo había sucedido muy rápido, aunque supuso que había sido un ingenuo por no darse cuenta de cómo esperaba Lenore que terminara la velada. Pero hacía sesenta años que él había tenido veinte, e incluso entonces la revolución sexual se le había escapado por una década. Había llegado un poco tarde al amor libre de la década de 1960; como Vietnam y el Watergate, eran cosas de las que sólo tenía vagos recuerdos de infancia y, desde luego, ninguna experiencia de primera mano.

Cuando, a los quince años, hizo sus pinitos en el tema de la sexualidad (al menos, con una compañera) la gente temía las enfermedades. Y una chica de su clase en Humberside se había quedado embarazada, lo que también fue un jarro de agua fría para la promiscuidad. Así que, aunque la moralidad del sexo no había sido tema de discusión entonces (todos en la generación de Don querían practicarlo, y pocos, al menos en el barrio de clase media de Toronto donde creció, pensaban que hubiera nada malo en hacerlo antes de casarse), el acto en sí era tratado como algo muy importante, aunque, visto lo que vendría una década más tarde, el temor a pillar gonorrea o sífilis resultaba más que pintoresco.

Pero ¿cómo rezaba el dicho? Todas las modas vuelven. El sida había sido vencido, gracias a Dios: casi todo el mundo de la edad de Don conocía a alguien que había muerto de aquella terrible plaga. La mayoría de las enfermedades de transmisión sexual habían sido erradicadas o eran fáciles de curar. Y en Canadá había medicamentos bastante seguros, prácticamente infalibles y legales, para controlar la natalidad, tanto para hombres como para mujeres. Eso, unido a una relajación general de las costumbres, había llevado a una segunda era de apertura sexual desconocida desde los tiempos gloriosos de Haight-Ashbury, el Rochdale College y, sí, los Beatles.

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