Robert Sawyer - Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah…
Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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—¿Por qué no? Mejor alguien nacido en este siglo, en este milenio, que un viejo fósil reseco.

Don miró su botella de cerveza medio vacía, tratando de recordar si era la segunda o la tercera.

—Estás siendo injusto —dijo, sin alzar la cabeza.

—Mira, Dan —dijo Makoto—, no es tu campo. No sabes de lo que estás hablando.

—Es Don —lo corrigió Lenore—, y tal vez debería decirte quién…

—Sé de lo que estoy hablando, —dijo Don—. He estado en Arecibo. He estado en el Alien.

Makoto parpadeó.

—Estás diciendo chorradas. No eres astrónomo.

«Maldición.»

—Olvídalo.

Se levantó y su silla dio un golpe fuerte contra la mesa de detrás. Lenore lo miró horrorizada. Seguramente pensaba que iba a darle un puñetazo a Makoto, y éste tenía en la cara la expresión típica de «atrévete». Pero Don simplemente dijo:

—Voy al cuarto de baño.

Y se abrió paso entre Halina y Phyllis camino de la escalera que conducía al sótano.

Tardó un rato en orinar, cosa que probablemente fue lo mejor: eso le permitió calmarse. Por el amor de Dios, ¿por qué no podía tener cerrada la boca? Y sabía qué estarían diciendo allá arriba en el condenado rinconcito:

—Mierda, Lenore, ese amigo tuyo es un…

Y Makoto usaría cualquiera que fuese el término que los chicos usaban para decir «quisquilloso» o «loco».

«Los chicos de hoy.» El urinario descargó la cisterna mientras se daba la vuelta y se acercaba al lavabo. Se lavó las manos, evitando mirar su reflejo en el espejo, y volvió a subir la escalera. Cuando se sentó, Lenore miró expectante a Makoto.

—Mira, tío, lo siento —dijo Makoto—. No sabía que era tu abuela.

—Sí—dijo Phyllis—. Lo sentimos.

Don no fue capaz de responder con palabras, así que simplemente asintió.

Siguieron conversando, aunque Don no dijo mucho, y comieron un montón de alitas de pollo; poder desgarrar con los dientes la carne del hueso le ayudó a calmarse. Finalmente, llegó la factura. Después de pagar su parte, Makoto dijo:

—Tengo que irme.

Miró a Don.

—Encantado de conocerte.

Don consiguió responder con calma.

—Lo mismo digo.

—Yo también debería irme —dijo Phyllis—. Tengo una reunión con mi supervisor a primera hora de la mañana. ¿Vienes, Halina?

—Sí —dijo ésta, la única palabra que Don le escuchó decir en toda la tarde.

Cuando se quedaron solos, miró a Lenore.

—Lo siento.

Pero ella alzó sus cejas de color cobre.

—¿Por qué? ¿Por defender a tu abuela que no estaba aquí delante para hacerlo por sí misma? Eres un buen hombre, Donald Halifax.

—Te he fastidiado la diversión. Lamento que tus amigos no me aprecien y…

—Oh, sí que lo hacen. Bueno, tal vez Makoto no. Pero mientras estabas en el cuarto de baño, Phyllis dijo que eras galante.

Don se quedó boquiabierto. «Galante» no era el tipo de palabra que normalmente se aplicaba a un hombre de veinticinco años.

—Supongo que también debería marcharme —dijo.

—Sí. Yo también.

Salieron del pub. Don cargaba sus dos bolsas de plástico llenas de clasificadores. Para su sorpresa, ya estaba oscuro: no se había dado cuenta del tiempo que habían pasado en el pub.

—Bueno, ha sido divertido, gracias, pero…

Lenore también parecía sorprendida de que se hubiera hecho de noche.

—¿Me acompañas a casa? —le preguntó—. Está sólo a unas cuantas manzanas, pero mi barrio es un poquito peligroso.

Don volvió a mirar su reloj.

—Hum, claro. Bien.

Ella tomó una de las bolsas y echaron a andar. Lenore charlaba animadamente. Todavía hacía calor y el aire era pegajoso cuando llegaron a la avenida Euclid, una alameda llena de casas antiguas medio en ruinas. Dos hombretones pasaron de largo. Uno, con una cabeza afeitada que brillaba a la luz de las farolas, tenía un tatuaje animado de la muerte en los abultados bíceps de su brazo derecho. El otro, unas cicatrices láser en la cara y los brazos que podría haberse borrado fácilmente; lo más probable era que las llevara como marcas de honor. Lenore clavó la mirada en la acera resquebrajada y rota, y Don hizo lo mismo.

—Bueno, ya hemos llegado —dijo, un centenar de metros más adelante. Se encontraban ante una casa un tanto ruinosa con ventanas abuhardilladas.

—Bonito lugar —dijo él.

Ella se echó a reír.

—Es una porquería. Pero es barata.

Hizo una pausa y en su rostro se dibujó un gesto de preocupación.

—¡Mírate! Debes de estar sofocado con ese calor, y hay un buen trecho hasta el metro. Sube. Te daré una Coke Sin para que te la lleves por el camino.

Se acercaron a la casa, y un animal (una mofeta, tal vez) se alejó rápidamente. Ella abrió la puerta lateral y empezó a bajar por la escalera.

Don se preparó para que el lugar fuera un caos (recordaba sus días de estudiante), pero el apartamento estaba ordenado, aunque los muebles no armonizaban, probablemente porque los había comprado en un mercadillo familiar.

—Muy agradable —dijo—. Es…

Se encontró la boca de ella en la suya. Sintió su lengua presionando contra sus labios. Abrió la boca y su pene se endureció de repente. Entonces la mano de ella alcanzó su cremallera y («¡Oh, cielos!»), se puso de rodillas, lo tomó en su boca… pero sólo durante unos pocos segundos espectaculares. Se puso de pie, lo agarró de las manos y, caminando de espaldas, mirándolo, con una sonrisa lasciva en la cara, lo arrastró hacia el dormitorio.

Él la siguió.

A Don le aterraba correrse demasiado pronto. Después de todo, hacía años que no sentía tanta excitación. Pero el viejo compañero cumplió mientras Lenore y él jugueteaban (ahora él encima, luego ella), hasta que finalmente se corrió. Inmediatamente siguió trabajando hasta que, por fin, ella tuvo también un orgasmo estremecedor.

—Gracias —dijo, sonriéndole, mientras yacían el uno al lado del otro, mirándose.

El acarició la línea de su mejilla con el dedo índice.

—¿Por qué?

—Por, hum, asegurarte de que yo…

Don alzó las cejas.

—Naturalmente.

—Ya sabes, no a todos los tíos les…

Ella estaba completamente desnuda, y las luces de la habitación estaban encendidas. A él le encantó ver que tenía pecas por todas partes, y que su vello púbico tenía el mismo tono cobrizo que el pelo de su cabeza. Parecía completamente cómoda con su desnudez. Como habían terminado, él quiso esconderse bajo las sábanas. Pero el cuerpo de ella las sujetaba de un modo que le impedía hacerlo sin armar mucho jaleo. Pero mientras el dedo de ella jugueteaba con el vello de su pecho, Don se sintió incómodamente consciente de su escrutinio.

—No tienes cicatrices —dijo ella, ausente.

La regeneración dérmica había eliminado todas las antiguas cicatrices de su cuerpo.

—Supongo que tengo suerte.

—Bueno —dijo Lenore, dándole un golpecito juguetón en el brazo—, desde luego que has tenido suerte esta noche.

Y formó una gran O con la boca.

Él le sonrió. Había sido sorprendente. Tierno pero vivido, suave y vigoroso a la vez. No era como acostarse con una top model… pero valía. ¡Oh, sí, claro que valía!

Su mano encontró un pezón y lo retorció suavemente entre el pulgar y el índice.

—El pálido busto de Palas —dijo en voz baja, sonriéndole.

Ella abrió mucho los ojos.

—Eres el primer tipo que conozco que sabe algo más de ese poema que lo de «nunca más». No sabes lo que me molesta que la gente me diga «nunca más, nunca más».

El acarició su pecho suavemente y dijo:

Y el cuervo, sin moverse,
aún sigue posado, sigue posado
en el pálido busto de Palas
que hay encima de la puerta de mi cámara.
Y su mirada tiene toda la apariencia de la de un demonio que sueña,
y la luz de la lámpara que sobre él cae proyecta su sombra en el suelo.
Y mi alma, de esa sombra que yace flotando en el suelo
no se alzará… ¡nunca más!

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