Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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El intento de aquel día era de lo más típico. Estaba haciendo una de las visitas rituales por el casco exterior. Su guía, un anciano con mala fama, ladino y encantador llamado Orleans, pilotaba el rayador por la cara principal de la nave, pasando al lado de tantos postes, estatuas y diminutos monumentos conmemorativos como era físicamente posible. Lo hacía sin sutilezas ni disculpas. Lo que pasaba por boca sonreía sin cesar a la maestra adjunta, y una mano enguantada señalaba cada lugar mientras la voz húmeda y profunda le informaba de cuántos habían muerto en ese sitio y cuántos de ellos habían sido buenos amigos suyos o miembros de su enorme y gruñona familia.

Miocene no hacía ningún comentario.

El rostro enjuto de la mujer lucía una expresión que podría confundirse con la compasión mientras sus pensamientos se centraban en aquellos asuntos en los que podría llegar a lograr de verdad algún bien legítimo.

—Doce murieron aquí —informaba Orleans.

Luego, más tarde:

—Quince aquí. Incluyendo un bisnieto mío.

Miocene no era tonta. Sabía que los rémoras tenían una existencia dura. Sentía cierta simpatía por sus problemas. Pero había muchas y muy buenas razones para no desperdiciar ni un momento llorando por aquellos supuestos héroes.

—Y aquí —pregonó Orleans—, la Nebulosa Negra mató a tres equipos enteros. Cincuenta y tres muertos, en el espacio de un solo año.

El casco que tenían debajo estaba en buen estado. Amplias extensiones de hiperfibra nueva formaban una superficie brillante, casi espejada, que reflejaba el torbellino de colores de los escudos de la nave. Los tres monumentos conmemorativos eran agujas del color del hueso de no más de veinte metros de altura, visibles durante un instante y desaparecidas en cuanto la lanzadera pasó como un rayo a su lado en un abrir y cerrar de ojos.

—Nos acercamos demasiado a esa nebulosa —le participó Orleans.

Miocene mostró sus sentimientos cerrando los ojos.

Descarado como todos los rémoras, su guía hizo caso omiso de la sencilla advertencia.

—Conozco todas las razones —gruñó—. Hay un montón de mundos ricos cerca de esa nebulosa, y dentro. Teníamos que pasar lo bastante cerca como para atraer a nuevos clientes. Después de todo, hemos hecho una quinta parte de nuestro gran viaje y todavía tenemos puntos de atraque vacíos y hay cuotas que cumplir…

—No —lo interrumpió Miocene. Luego, poco a poco, con un suspiro de desprecio, abrió los ojos y los clavó en Orleans mientras le decía—: No existe el monstruo ese de las cuotas. Ni de forma oficial ni de cualquier otra forma.

—Culpa mía —dijo Orleans—. Perdón.

Pero la expresión del hombre parecía dubitativa.

Desdeñosa, incluso.

¿Pero qué significaba el rostro de un rémora? Lo que ella veía era espantoso e intencionado: la frente era amplia, de un color ceroso con gruesas cuentas de grasa alineadas en pulcras filas. Allí donde unos ojos humanos debieran devolverle la mirada, había pozos gemelos llenos de pelo; cada cabello, asumió Miocene, era fotosensible, y todos juntos formaban una especie de ojo compuesto. Si había una nariz estaba oculta, pero la boca era una cosa grande y gomosa que nunca podía cerrarse del todo. Ahora colgaba abierta, tan amplia que Miocene podía contar los grandes pseudodientes y las dos lenguas azules, y en la parte posterior de aquel bostezo quedaba bien a la vista lo que parecía ser la imagen blanca de una anticuada calavera humana.

El resto del cuerpo del rémora quedaba oculto dentro de su traje salvavidas.

Su aspecto era un misterio sin solución. Los rémoras no se quitaban jamás los trajes, ni siquiera cuando estaban solos con otro rémora.

Y sin embargo, Orleans era humano. Por ley se trataba de un miembro muy apreciado de la tripulación, y de acuerdo con su posición, a este varón humano le confiaban trabajos que exigían habilidad y espíritu de sacrificio.

Una vez más, y con intencionada seriedad, Miocene dijo a su subordinado:

—Las cuotas no existen.

—Culpa mía —respondió él—. Desde luego, y siempre.

La gran boca pareció sonreír. ¿O era una mueca llena de dientes?

—Y había consideraciones futuras en juego —continuó la maestra adjunta—. Es mejor correr un breve peligro ahora que correr otro más lejano y prolongado. ¿No te parece?

Los cabellos de cada uno de los ojos se juntaron, como si los entrecerrara. Luego la voz profunda dijo:

—No, con franqueza. No estoy de acuerdo.

Miocene no dijo nada y esperó.

—Lo que sería mejor —le informó Orleans— sería que saliéramos cagando leches de este brazo de la espiral y que nos alejáramos de todos los puñeteros obstáculos. Eso sería lo mejor, señora. Si no le importa que se lo diga.

A ella no le importaba, no. Por definición, es fácil hacer caso omiso de un sonido sin trascendencia.

Pero este rémora la presionaba más de lo que permitía la tradición y más de lo que la naturaleza de Miocene podía consentir. Contempló el insulso paisaje de hiperfibra, el horizonte tan lejano y plano, el cielo lleno de torbellinos púrpuras y magentas, con el estallido ocasional de algún láser que se hacía visible al atravesar los escudos de la nave. Luego, con una rabia sorda y calculada, dijo al rémora lo que él ya sabía.

—Tú decidiste vivir aquí arriba. —Y añadió también—: Es tu vocación y tu cultura. Eres rémora por elección, si mal no recuerdo, y si no quieres aceptar la responsabilidad de tus propias decisiones, quizá debería ser yo la que tomara posesión de tu vida. ¿Es eso lo que quieres, Orleans?

Los peludos ojos se unieron y convirtieron en pequeños y duros mechones. Una voz oscura preguntó:

—¿Y si se lo permitiera, señora? ¿Qué me haría?

—Te llevaría abajo y te arrancaría del traje salvavidas. Eso para empezar. Rehabilitaría tu cuerpo y tu mutilada genética hasta que pudieras hacerte pasar por humano. Y luego, para hacerte especialmente desgraciado, te convertiría en capitán. Te daría mi uniforme y un poco de autoridad de verdad, además de mis inmensas responsabilidades. Incluyendo estas visitas ocasionales al casco.

La espantosa cara estaba furiosa.

—Es cierto lo que dicen —aseguró con voz indignada—. Tiene usted el alma más horrible de todos ellos.

—Ya está bien —dijo Miocene en tono bajo y furioso. Luego procedió a informar a Orleans.

—Esta visita ha terminado. Llévame de vuelta a Puerto Erinidi. Y esta vez en línea recta. Si veo un monumento conmemorativo más, te juro que te arranco ese traje en persona. Aquí y ahora.

Había ocurrido sin querer, pero los rémoras eran una creación de Miocene.

Siglos atrás, cuando la Gran Nave alcanzó el borde polvoriento de la Vía Láctea, hubo una necesidad crítica de reparar el achacoso casco y protegerlo de impactos futuros. El trabajo abrumaba a la maquinaria que tenían disponible, nacida en la nave y construida por manos humanas. Fue Miocene la que sugirió que se enviara al casco a miembros humanos de la tripulación. Los peligros eran obvios e inconstantes. Después de miles de millones de años de descuido, los escudos electromagnéticos y los láseres estaban hechos pedazos; los equipos de reparación no podían esperar ninguna protección de los impactos, y dispondrían de un tiempo de aviso tan precioso como breve. Pero Miocene creó un sistema por el que a nadie se le pedía que corriera más riesgos que a los demás. Los ingenieros de más talento y los capitanes de más rango cumplían el servicio obligatorio y morían con una loable regularidad. Miocene esperaba remendar los cráteres más profundos en un único empujón bélico, y luego los ingenieros supervivientes automatizarían todos los sistemas, haciendo innecesario que las personas tuvieran que volver a recorrer el casco.

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