Nadie había identificado jamás a la galaxia madre.
Si se volvía la vista atrás y se examinaba la trayectoria de la nave, no se podía encontrar siquiera una oscura galaxia enana que pareciera una madre probable.
Y también estaba el persistente tema de la edad de la nave.
Cinco mil millones de años era el veredicto oficial. Un lapso de tiempo inmenso, pero de una inmensidad cómoda que no exigía una gran reescritura de la primera historia del universo.
El problema era que la roca madre podía tener más de cinco mil millones de años. Antes de solidificarse, se manipularon el granito y el basalto. Los radionúclidos reveladores se habían cosechado por medio de sistemas hipereficientes. ¿Para enmascarar su edad o con algún propósito menos intrigante? En cualquier caso dejaba la roca fría y dura, y era solo uno de los medios que habían utilizado los constructores de la nave para legar un buen rompecabezas a los científicos de hoy.
Había personas entusiastas e imaginativas, atiborradas de cócteles y drogas más desafiantes, a las que les gustaba afirmar que ocho, diez o doce mil millones de años era una edad más probable para la nave. Y doce mil millones de años tampoco era el cálculo más elevado. Disfrutaban de los imponderables y argumentaban que aquella nave indigente procedía de aquella hermosa y lejana salpicadura de pequeñas galaxias azules que cubrían los cielos más remotos, todas nacidas en los albores del tiempo. Cómo era posible que los humanoides, o lo que fuera, hubieran evolucionado tan pronto era una pregunta que quedaba sin respuesta. Pero dado que el misterio era su pasión, resultaba que todo aquel asunto era más embriagador que cualquier copa.
A Miocene no le gustaban las preguntas inmensas ni las respuestas ridículas, sobre todo cuando ninguna era necesaria.
Ella veía una explicación más sencilla: la nave era una jovencita de cinco mil millones de años, y en algún lugar entre las galaxias, es probable que poco después de su nacimiento, su rumbo había quedado desviado por un agujero negro invisible o por alguna masa de materia oscura que no figuraba en ningún mapa. Eso explicaba por qué era huérfana en todos los sentidos. Pensar otra cosa era pensar demasiado y equivocarse siempre.
Aquella nave se había quedado huérfana, era una indigente y luego unos seres humanos la habían encontrado.
Y ahora era suya; de Miocene, al menos en parte.
Mientras caminaba por aquella avenida tan larga, olió cien mundos diferentes. Humanoides y alienígenas de otras formas disfrutaban del falso cielo azul, y la mayor parte disfrutaba de los demás. Oía palabras y canciones y olía los potentes almizcles de los chismorreos, de las feromonas, y de vez en cuando, cuando se le antojaba, se metía en una de las diminutas tiendas a curiosear como cualquiera que no tuviera a donde ir.
No, no era tan imaginativa como otras personas.
En cualquier otra circunstancia Miocene hacía esa confesión sin dudarlo. Pero acto seguido, añadía siempre que tenía imaginación suficiente para gozar de la majestuosidad de la nave y de su cosmopolita atractivo, y la creatividad suficiente para ayudar a gobernar aquella sociedad tan original y valiosa.
Mientras mecía su bien merecido orgullo, se abrió paso por la avenida.
Los productos alienígenas superaban en número a los humanos, incluso en las tiendas de estos. Al cruzar cualquier puerta siempre esperaba que notaran su presencia, y cuando no era así Miocene recordaba que ya no era maestra adjunta. Sin uniforme, libre de responsabilidades, era dueña de un anonimato que parecía una sorpresa interminable.
A una inteligencia mecánica con patas de araña le compró una enciclopedia escrita exclusivamente sobre la Gran Nave.
En una diminuta tienda de comestibles adquirió una fruta del pecado de tarambana, con las proteínas y extraños azúcares reconfigurados para adaptarlos a los estómagos humanos.
Mientras se comía una compra hojeaba la otra.
Había un delgado artículo de cien terabits sobre ella. Leyó secciones, sonrió la mayor parte del tiempo y tomó notas mentales sobre el medio centenar de puntos que debería corregir el autor.
A un simiesco dependiente yik yik le compró una droga suave.
Luego, más tarde, se pensó mejor la necesidad de este lujo y se la vendió con cierto beneficio a un varón humano que la llamó «dama» y la dejó con un consejo:
—Parece cansada. Que le echen un polvo, y luego duerma un buen rato.
Parecía estar ofreciéndole un servicio del que Miocene decidió hacer caso omiso.
Después vio otro equipo de seguridad. Humanos y tarambanas iban disfrazados de pasajeros. ¿Pero qué hay más obvio que un policía de servicio? Ningún pasajero va tan atento, jamás. Pero no llegaron a verla cuando se deslizó por uno de los estrechos y oscuros callejones que llevaban a una avenida paralela.
Unas puertas automáticas invisibles le hicieron cosquillas en la piel. La maestra adjunta se adentró en un clima más frío en el que el aire tenía la deliciosa pobreza de las montañas.
Otra máquina con patas de araña alquilaba sueños y habitaciones para utilizarlos. Miocene cogió uno de cada y luego durmió doce horas seguidas, soñando con la nave cuando se descubrió y estaba vacía, y con su yo soñado paseando por esas avenidas oscurecidas, sus ojos los primeros en ver las paredes pulidas del color verde del olivino que pronto estarían repletas de salas que se convertirían, en un abrir y cerrar de ojos geológico, en prósperas tiendas.
Era el sueño alquilado, al principio.
Luego, los recuerdos de Miocene comenzaron a construir imágenes. ¿Cuántos túneles y salas había visto al principio? Nadie lo sabía. Ni el autor de la enciclopedia ni la propia Miocene. Y eso le provocó una alegría persistente que le hizo sonreír a la mañana siguiente mientras sorbía el café con hielo y desayunaba las tartaletas picantes de grasa de ballena.
Sus órdenes secretas incluían un destino.
Y un vago programa.
Era de suponer que allí contestarían a sus preguntas. Pero algunas veces, sobre todo en momentos tranquilos y alegres como aquel, Miocene se preguntaba si este asunto no era más que una forma inteligente que tenía la maestra de dar a su maestra adjunta favorita un buen descanso.
Unas vacaciones: una explicación sencilla y aburrida.
Y atractiva.
¡Por supuesto que eran unas vacaciones!
Miocene se puso en pie, mil rostros al alcance de sus ojos, y comenzó a buscar al muchacho del día anterior mientras razonaba:
Mis primeras vacaciones después de mil siglos de devoción. ¿Por qué no?
Era un vegetal caro, sobre todo cuando lo que pagabas era la calidad. Pero Washen conocía a su público. Estaba segura de que su viejo amigo valoraría las voces que se elevaban de las muchas bocas de la planta, las voces que llenaban la cavidad vacía, casi oscurecida, con una melodía serena, digna del espacio profundo que a su oído en concreto le parecería preciosa. Su amigo no estaba allí ahora mismo.
Pero allí donde estuviera, su amigo oiría cantar a la llanovibra por encima de la negrura, el vacío y el frío glorioso que hay entre las galaxias.
En otra vida su amigo cultivaba llanovibras como afición, dominaba la compleja genética de la especie, manipulaba sus elaborados genes hasta que cantaban melodías incluso más serenas que aquel espécimen, y que en el mercado abierto resultaban infinitamente más valiosas.
Pero nunca quiso vender a sus compañeras.
Luego, su vida y sus peculiares intereses se movieron en direcciones más extrañas todavía y a él dejó de interesarle lo que en otro tiempo había sido su preciada afición.
Con el tiempo, perdió su puesto de capitán en alza.
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