Robert Reed - Médula

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La Gran Nave lleva viajando por el espacio más tiempo del que su tripulación es capaz de recordar. Desde que, hace algunos milenios, entró en la Vía Láctea y fue colonizado por los humanos, este colosal vehículo del tamaño de un planeta ha vagado por la galaxia transportando a billones de hombres y miles de razas alienígenas que han conseguido la inmortalidad gracias a la alteración genética.Pero los pasajeros no viajan solos: en el interior de la nave duerme un secreto tan antiguo como el propio universo. Ahora está a punto de despertar…

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Washen abrazó al Hijo en sus sueños. Lo abrazó con ferocidad y tristeza. Pero cuando volvió a despertar, se dio cuenta de que no era al Hijo al que había sostenido en sus brazos soñados. Había sido a la propia nave. Había rodeado aquel magnífico y hermoso cuerpo de hiperfibra y metal, de piedra y maquinaria, y le había rogado que no la dejara. Sin razón alguna estaba tan dolida que el dolor era físico, y lloró, pero lloró como una capitana.

Pamir se incorporó en la cama y la contempló sin hacer ningún comentario. Una mirada más descuidada se habría perdido la empatía de los ojos masculinos y de sus labios apretados.

Pero Washen no era descuidada. Sorbió por la nariz y se limpió la cara con el dorso de las manos. Luego admitió con calma:

—Tengo que ir a un sitio. Ya debería estar allí, la verdad.

Pamir asintió. Luego, después de un suspiro profundo y vigorizante, preguntó:

—¿Cuánto tiempo llevaría?

—¿Llevaría qué?

—Si resulta que me entrego a la maestra, me inclino y le ruego que me perdone…, ¿cuánto tiempo me tendría encerrado… y cuándo podría volver a ser una especie de capitán?

En su imaginación, Washen vio al fénix rígido, más frío que la muerte.

Recordó el castigo y supo comprender el ánimo a veces quijotesco de la maestra, así que acarició los labios de su último amante.

—Hagas lo que hagas, eso no lo hagas —le dijo mientras lo empujaba.

—Me encerraría para siempre. ¿Es eso?

—No lo sé. Pero no pongamos a prueba a esa mujer, ¿de acuerdo? ¿Me lo prometes?

Pero Pamir era demasiado obstinado para ofrecerle siquiera una mentira de consuelo. Se limitó a alejarse de la mano de su amiga, sonrió a un punto lejano y luego le dijo a Washen, o a sí mismo:

—Todavía no he tomado una decisión. Y quizá no la tome nunca.

4

Había seis tanques de combustible primarios, cada uno tan grande como una luna de buen tamaño, colocados con una configuración equilibrada en lo más profundo de la nave, esferas de hiperfibra y aislamiento de vacío moldeado situadas muy por debajo del casco y los distritos habitados, por debajo incluso de las plantas depuradoras, los reactores gigantescos y los estómagos más profundos de los grandes motores.

Cada tanque era un desierto.

Solo los visitaba algún que otro equipo de mantenimiento, o algún aventurero. En botes tallados en aerogeles surcaban el hidrógeno líquido, nada que ver salvo sus propias luces frías, el océano helado y vítreo, y más allá una noche sin costuras y capaz de quemar el alma, un paisaje que producía en la mayor parte de los visitantes una sensación de profunda incomodidad.

Algunos alienígenas pedían permiso de vez en cuando para vivir dentro de uno de los tanques de combustible.

Las sanguijuelas eran una especie oscura. Ascéticas y reservadas hasta un extremo casi patológico, habían construido su asentamiento allí donde podían estar solas. Entretejieron gruesos plásticos e hilos de diamante y colgaron su hogar del techo del tanque. Era una estructura grande, pero, siguiendo la lógica de las sanguijuelas, el interior era una sala única. La habitación se extendía hasta el infinito en dos dimensiones, mientras que el techo gris y reluciente estaba lo bastante cerca como para poder tocarlo. Que era lo que Washen hacía de vez en cuando. Dejaba de caminar y apoyaba ambas manos en la sorprendente calidez del plástico, luego respiraba hondo y se desprendía de lo peor de su claustrofobia.

Unas voces la impelían a continuar.

No podía contar todas las voces, y la confusión era demasiado grande para encontrarle sentido o decirle siquiera qué especie hablaba. Washen jamás había conocido a las sanguijuelas. No de forma directa, nunca.

Pero había formado parte de la delegación de capitanes que había hablado con los mejores diplomáticos de las sanguijuelas, nada entre los dos grupos salvo una plancha de hiperfibra sin ventanas. Los alienígenas hablaban con chasquidos y chillidos, ninguno de los cuales oía ahora. Pero si no eran las sanguijuelas, ¿quién era? Se despertó un tenue recuerdo. En una de las cenas anuales de la maestra (¿hacía ya cuántos años?) algún compañero había mencionado de pasada que las sanguijuelas habían abandonado su hábitat.

¿Por qué?

De momento no recordó ninguna razón, ni siquiera recordó si la había preguntado.

Washen esperaba que las sanguijuelas hubieran llegado a su destino, que hubieran desembarcado sin incidentes. O quizá solo fuera que habían encontrado un hogar más aislado, si es que eso era posible. Pero siempre existía la triste posibilidad de que se hubiera producido un gran desastre y los pobres exófobos hubieran perecido.

Las extinciones a bordo de la nave eran más comunes de lo que los capitanes admitían en público, o siquiera ante sí mismos. Algunos pasajeros resultaban ser demasiado frágiles para soportar los largos viajes. Los suicidios en masa y las guerras privadas se llevaban a otros. Pero como a Washen le gustaba recordar, por cada invitado fallido había cien especies que prosperaban, o que al menos se las arreglaban para aferrarse a la vida en algún pequeño lugar de aquella gloriosa máquina.

Para sí, en un susurro, preguntó:

—¿Quiénes sois?

Había pasado una hora desde que saliera del sencillo ascensor. Había comenzado a andar por el centro del hábitat tras pasar primero por una serie de cámaras limpiadoras cuya función eran purificar a los recién llegados. No funcionaba ninguna de las cámaras, y todas las puertas estaban abiertas y apuntaladas o desmanteladas. Era obvio que alguien había estado allí. Pero no había instrucciones, ni siquiera una nota escrita a mano clavada a la última puerta. Washen había cubierto ocho o nueve kilómetros de aquella gravedad subterráquea que estaba poco más allá del centro de la única pared circular del hábitat.

Volvió a detenerse y apoyó las dos manos en el techo, y luego, tras ladear la cabeza, juzgó de dónde venían las voces. La acústica era excelente.

Después echó a correr con paso ligero.

El único mobiliario de la sala eran unas duras almohadas grises. El aire era cálido y rancio, olía a polvo viejo y feromonas duraderas. Los colores parecían estar prohibidos. Hasta la chillona ropa de turista de Washen parecía ir haciéndose más gris a cada momento que pasaba.

Poco a poco fueron oyéndose cada vez más voces, hasta que se convirtieron en sonidos familiares. Se dio cuenta de que eran voces humanas. Y al poco rato incluso supo quiénes eran. No por lo que decían, que seguía siendo una maraña desastrada, sino por el tono. Por la prepotencia. Eran voces destinadas a dar órdenes y a ser obedecidas al instante, sin preguntas ni pesares.

Se detuvo y entrecerró los ojos.

Destacaba sobre aquel ambiente gris algo más oscuro todavía. Un punto, una imperfección. Casi nada a esa distancia. Los llamó.

—¿Hola?

Luego esperó lo que le pareció tiempo suficiente y decidió que nadie había oído su voz, y cuando empezaba a gritar otra vez «hola» le llegó el sonido de varias voces que le decían «hola», y «por aquí» y «¡bienvenida, casi llegas tarde!»

Y así era.

Las órdenes de la maestra le habían dado dos semanas para bajar sin que nadie la viera hasta aquel extraño lugar. Washen se había despedido de Pamir con tiempo de sobra, pero después, mientras esperaba un coche cápsula en un pequeño puesto secundario, se había tropezado con tropas de seguridad que habían examinado su identificación falsa y su genética donada, y luego la habían dejado irse. Después de eso, solo para asegurarse de que no había nadie oculto entre las sombras, había vagado otro día entero antes de emprender el camino hacia ese lugar.

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