Pero la naturaleza humana subvirtió sus meticulosos planes.
Un miembro de la tripulación de bajo rango se ganaba una nota negativa. Podía ser una infracción menor con el uniforme o un episodio de clara insubordinación. En cualquier caso, el trasgresor podía limpiar su expediente sirviendo un tiempo extra en el casco. Miocene lo veía como una absolución, y de buena gana enviaba «arriba» unas cuantas almas. Pero hubo algunos capitanes que confundieron la obligación con un castigo, y durante el curso de unos cuantos siglos desterraron a miles de subordinados, a veces por poco más que una palabra malhumorada oída de pasada.
Hubo una mujer, un alma extraña llamada Wune, que subió al casco y se quedó allí. No solo aceptó sus obligaciones, las abrazó. Declaró que estaba viviendo una vida moral y pura, repleta de contemplación y un trabajo esencial. Con los talentos manipuladores de un profeta, encontró conversos a su fe recién nacida, conversos que se convirtieron en una población de filósofos, pequeña y unida, que se negó a abandonar el casco.
El término «rémora» comenzó como un insulto utilizado por los capitanes. Pero la inesperada cultura robó el insulto y se convirtió en un nombre que ostentaban con orgullo.
Un rémora jamás abandonaba su traje salvavidas. Desde su concepción hasta su muerte final, era un mundo en sí mismo; unos elaborados sistemas de reciclaje le proporcionaban agua, comida y oxígeno fresco; su traje pertenecía a su cuerpo y su dura genética se veía maltratada de forma constante por un flujo interminable de radiaciones. Las mutaciones eran comunes en el casco, y se conservaban con cariño. Es más, un verdadero rémora aprendía a dirigir sus mutaciones y desarrollaba a toda prisa nuevos tipos de ojos, órganos novedosos y bocas de todo tipo con formas de pesadilla.
Wune murió pronto, y murió como una heroína.
Pero la profeta dejó a su paso miles de creyentes. Inventaron formas de hacer niños, y con el tiempo su número alcanzó los millones y crearon sus propias ciudades, sus formas de arte y sus pasiones, y también, supuso Miocene, sus propios y extraños sueños. En algunos sentidos tenía que admirar su cultura, aunque no a los creyentes. Pero mientras contemplaba a Orleans pilotando el rayador, se preguntó (y no por vez primera) si este pueblo no era demasiado obstinado para el bien de la nave, y cómo podría amansarlos con un mínimo de fuerza y controversia.
Eso era lo que estaba pensando Miocene cuando llegó el mensaje codificado.
Todavía estaban a mil kilómetros de Puerto Erinidi y el mensaje tenía que ser un ejercicio. Nivel negro, ¿protocolos Alfa? ¡Por supuesto que era un ejercicio!
Y sin embargo, ella siguió los antiguos protocolos. Sin decir ni una sola palabra dejó a Orleans, caminó hasta la parte posterior de la cabina y cerró la puerta del lavabo, examinó las paredes y el techo, el suelo y las instalaciones, y se aseguró de que no hubiera presente siquiera una molécula oreja.
A través de un nexo de comunicación enterrado en su cerebro, Miocene descargó el breve mensaje y lo tradujo mentalmente. Su rostro no mostró ninguna emoción. No permitiría que se filtrara ninguna. Pero sus manos, muchísimo más honestas, se debatían en su largo regazo, dos oponentes igualados hasta extremos perfectos, incapaces de ganar aquella competición.
El rémora la llevó al puerto.
Miocene presintió la importancia del momento e intentó dejar a Orleans con unas cuantas palabras curativas.
—Lo siento —le mintió. Luego le colocó una mano en el traje salvavidas gris, cuyas pseudoneuronas transmitieron a la piel extraña la sensación de la palma cálida de la mujer. Después, en voz baja y con firmeza, añadió—: Has dado argumentos válidos. La próxima vez que me siente a la mesa de la maestra, haré algo más que mencionar la conversación de hoy. Te lo prometo.
—¿Es así como se llama? —dijeron las lenguas azules y la boca gomosa—. ¿Una promesa?
El muy capullo repugnante…
Aun así, Miocene le ofreció una inclinación pequeña y rígida en fingida señal de respeto y luego se escabulló con calma por el útil caos del puerto.
Los pasajeros iban entrando en un elevado coche cápsula. Eran una especie alienígena, cada uno más grande que una habitación de buen tamaño, y a juzgar por sus trajes salvavidas, autónomos y con ruedas, pertenecían a una especie de gravedad baja. Estuvo a punto de preguntar a sus nexos por aquella especie. Pero se lo pensó mejor, bajó la mirada y se movió con paso vivo y gesto distraído mientras se deslizaba entre dos de ellos sin apenas oír las voces que tanto se parecían al agua empujada por una cañería estrecha.
—Una maestra adjunta —dijo el traductor que llevaba implantado.
—¡Mira, oye!
—¡Tan elegante como la que más, esa!
—¡Poderosa!
—¡Mira, oye!
El coche cápsula privado de Miocene esperaba cerca. Pasó a su lado sin mirarlo siquiera y entró en uno de los coches públicos que habían traído a los alienígenas hasta Puerto Erinidi. Era una máquina inmensa, vacía y perfecta. Le dio un destino y alquiló su fidelidad con créditos anónimos. Una vez en marcha, Miocene se quitó la gorra y el uniforme. La fuerza de la costumbre hizo que lo posara encima de un banco acolchado. No pudo evitar quedarse mirando el uniforme, examinando su propio reflejo: su rostro y su largo cuello tomaban prestados los pliegues y muescas de la tela espejada.
—¡Mira, oye! —susurró.
Accedió a unas cuentas de mando establecidas de antemano y que solo ella conocía. El sumiso coche cápsula se encontró con una serie de destinos nuevos y extrañas tareas. En un lugar concreto esperaba un pequeño armario de ropa corriente. Dejó la ropa sin tocar de momento. Durante la hora siguiente, y a lo largo de varios miles de kilómetros, recogió un par de paquetes sellados. El primero contenía una pequeña fortuna en créditos anónimos, mientras que el otro se abrió para revelar un robot parecido a un escorpión despojado de códigos de fabricante o de cualquier identificación oficial.
El robot saltó sobre la única pasajera.
Con un interés paciente, el coche preguntó:
—¿Ocurre algo, señora? ¿Necesita ayuda?
—No, no —respondió Miocene mientras intentaba quedarse quieta sobre un largo banco.
La cola del escorpión se estiró, se le metió en la boca y luego empujó con la fuerza suficiente para partir el hueso moderno. El cuerpo desnudo de Miocene se enderezó, conmocionado. Durante un instante, en cierto sentido, la maestra adjunta murió. Luego se despertaron los genes encargados de los desastres y arreglaron los daños con una eficacia tajante. Se reparó el hueso y varias conexiones neurológicas. Pero los nexos que habían estado enterrados en el interior de Miocene, que habían formado parte de ella durante más de cien milenios, los habían arrancado los ganchos de titanio de aquel robot con un diseño tan limitado.
El robot se comió los nexos y los digirió en un horno de plasma.
Luego hizo lo mismo con el elaborado uniforme de la maestra adjunta.
Tras eso, el horno se dio la vuelta y, con un destello de luz de color blanco violáceo, lo que era metal se convirtió en un charco que se fue enfriando, en un hedor persistente.
Había que quemar una diminuta cantidad de sangre derramada. Una vez terminada esa tarea, Miocene se vistió con una sencilla túnica marrón que podría haber pertenecido a cualquier turista humano, y de la mochila que la acompañaba sacó trozos de piel falsa que tembló entre sus dedos fríos, rogando por la oportunidad de cambiar la apariencia de aquel rostro tan importante.
El coche se detuvo tres veces más para su extraña pasajera.
Se paró dentro de un puesto arterial importante, luego en el centro de una cueva repleta de unos árboles amarillentos e inclinados y un viento perpetuo. Y, por fin, aparcó en un barrio tranquilo de apartamentos acomodados; los humanos y alienígenas residentes estaban entre las entidades más acaudaladas de la galaxia, y cada uno poseía al menos un kilómetro cúbico de la gran nave.
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