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Orson Card: Las naves de la Tierra

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Orson Card Las naves de la Tierra

Las naves de la Tierra: краткое содержание, описание и аннотация

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El planeta Armonía, colonizado por humanos hace casi cuarenta millones de años, ha estado siempre bajo el cuidado de una inteligencia artificial: el Alma Suprema, el ordenador que todo lo sabe y todo lo protege. Pero el Alma Suprema ha envejecido y está debil. Debe volver a la lejana Tierra para recabar la ayuda del Guardián. Nafai y su familia, los elegidos del Alma Suprema, deben afrontar una larga travesía por el desierto y dirigirse, aun sin saberlo, hacia el viejo puerto espacial de Armonía que, tras cuarenta millones de años, espera, en silencio y abandonado, la orden que ha de lanzar de nuevo las viejas naves interestelares hacia su largo retorno a la Tierra. Pero no todos los expedicionarios han elegido o aceptado su exilio ni los designios del Alma Suprema. Los odios, las rivalidades y las luchas por el liderazgo hacen todavía más arduo un viaje ya de por si difícil. De nuevo Card se muestra como un maestro en la comprensión de la psicología de las personas y nos ofrece, como ya hiciera en El Juego de Ender, un interesante retrato del ser humano y de sus motivaciones. La lucha por el dominio de un pequeño grupo, los puntos de los diversos sexos, el difícil paso del matriarcado de Basílica a un patriarcado justificado por la dureza de la vida nómada son, en manos de Orson Scott Card, elementos más que suficientes para hacer de libro una narración que se recuerda con satisfacción y agradecimiento.

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—Conque sólo tú, yo, Hushidh y Madre deseamos internarnos en el desierto.

—Y Eiadh. Ella quiere ir adonde tú vayas.

Ambos rieron, pero Nafai comprendió que Luet necesitaba que él le confirmara que el deseo de Eiadh no era correspondido. Se lo confirmó con creces, y luego se durmieron.

Por la mañana, con los camellos preparados, Elemak los reunió a todos.

—Un par de cosas —dijo—. Primero, Rasa y Shedemei han hecho esta propuesta, y yo estoy de acuerdo. Mientras vivamos en el desierto, no podemos permitirnos la libertad sexual que teníamos en Basílica. Sólo causaría resentimiento y deslealtad, y eso es una sentencia de muerte para una caravana. Mientras permanezcamos en el desierto (y eso incluye el campamento de Padre, y cualquier otra parte donde nuestra población consista únicamente en nosotros y los tres que nos esperan) ésta es la ley: nadie podrá dormir con nadie excepto su propio marido o mujer, y todos los matrimonios actuales serán permanentes.

Se oyeron suspiros de consternación. Luet miró en derredor y vio que los más contrariados eran los previsibles: Kokor, Obring y Mebbekew.

—No tienes derecho a tomar semejante decisión —objetó Vas—. Todos somos basilicanos, y vivimos bajo la ley basilicana.

—Cuando estamos en Basílica vivimos bajo la ley basilicana —dijo Elemak—. Pero en el desierto se vive bajo la ley del desierto, y la ley del desierto declara que la palabra del jefe de la caravana es inapelable. Escucharé sugerencias hasta tomar una decisión, pero una vez que la decisión se haya tomado toda resistencia equivaldrá a motín, ¿comprendido?

—Nadie me dice con quién debo dormir y con quién no —dijo Kokor.

Elemak se le acercó y la encaró; ella se veía frágil ante ese cuerpo alto y musculoso.

—Y yo te digo que en el desierto no toleraré que nadie se escabulla de tienda en tienda. Eso conduciría al homicidio, y en vez de permitirte que improvises las muertes, te lo diré sin rodeos: si alguien es sorprendido en una situación que aparente un enredo sexual con alguien con quien no está casado, yo me encargaré personalmente de matar a la mujer en el acto.

—¡La mujer! —exclamó Kokor.

—Necesitamos hombres que ayuden a cargar los camellos —dijo Elemak—. Además, la idea no debería sorprenderte, Koya, pues tú tomaste la misma decisión la última vez que decidiste que alguien debía morir por el delito de adulterio.

Luet notó que Kokor y su hermana Sevet se tocaban el cuello, pues Kokor había golpeado a Sevet en la garganta; no había logrado matarla, pero la había dejado sin voz. El esposo de Kokor, Obring, que también retozaba alegremente cuando Kokor los sorprendió a ambos, estaba ileso. La observación de Elemak era insidiosa pero atinada, pues silenció por completo toda oposición a la nueva ley por parte de tres de las cuatro personas más propensas a resistirse. Kokor, Sevet y Obring ya no tenían nada que decir.

—No tienes derecho a tomar esa decisión —dijo Mebbekew. Él era el cuarto, por cierto, pero Luet sabía que Elemak no tardaría en ponerlo en cintura. Nunca le costaba dominar a Meb.

—No sólo tengo el derecho —declaró Elemak—, sino el deber. Es una ley necesaria para la supervivencia de nuestro pequeño grupo en el desierto, y será obedecida o impondré la única pena que puedo imponer aquí, a tantos kilómetros de la civilización. Si no entiendes esta idea, sin duda la dama Rasa podrá explicártela.

Se volvió hacia Rasa, exigiéndole en silencio que lo respaldara. Ella no lo defraudó.

—Me pasé toda la noche tratando de pensar otro modo de manejar esta situación —dijo—, pero no podemos vivir sin esta ley, y como dice Elya, en el desierto la única pena que tiene sentido es… la que él dijo. ¡Pero no una muerte directa! —añadió, con evidente disgusto—. Sólo amarraremos a la persona y la abandonaremos.

—¿Sólo? —dijo Elemak desdeñosamente—. Es sin duda la muerte más cruel.

—La deja en manos del Alma Suprema —dijo Rasa—. Con la posibilidad de rescate.

—Reza para que no sea así —dijo Elemak—. Los animales son más benignos que los salvadores que pueda encontrar aquí.

—El infractor debe ser atado y abandonado, no ejecutado —insistió Rasa.

Luet reflexionó: Teme que una hija suya sea la primera en desobedecer. En cuanto a la regla de Elemak, según la cual la muerte de la mujer contendría a los hombres, interpretaba las cosas al revés. Pocos hombres piensan en las consecuencias cuando los urge el deseo, pero una mujer puede postergar su deseo si el hombre que ama corre peligro.

—Como la dama desee —dijo Elemak—. La ley del desierto deja las opciones al jefe de la caravana. Normalmente yo escogería una muerte rápida y limpia con un disparo de pulsador, pero esperemos que no sea necesario tener que tomar esa decisión. —Miró al grupo, girando para incluir en su mirada a los que estaban a sus espaldas—. No pido vuestro consentimiento en esto. Sólo os digo que así serán las cosas. Ahora levantad la mano si entendéis la ley bajo la cual viviremos.

Todos alzaron la mano, aunque algunos no ocultaban su furia.

No, no todos.

—Meb —dijo Elemak—, alza la mano. Estás avergonzando a tu querida esposa Dol. Sin duda ella se pregunta quién es la mujer cuyo amor consideras tan deseable como para causar la muerte segura de una dama de virtud dudosa en tu afán de obtenerlo.

Meb alzó la mano.

—Así me gusta —dijo Elemak—. Pasemos ahora al otro asunto. Debemos tomar una decisión.

El sol aún no había despuntado, así que aún hacía mucho frío, sobre todo para los que habían colaborado poco en la tarea de sujetar las tiendas y cargas los camellos. Tal vez era el frío lo que hacía temblar la voz de Mebbekew cuando dijo:

—Creí que ahora tú tomabas todas las decisiones.

—Tomo todas las decisiones que conciernen a nuestra supervivencia y nuestra travesía —dijo Elemak—. Pero no me considero un tirano. Las decisiones que no conciernen a la supervivencia incumben a todo el grupo. No podemos sobrevivir a menos que permanezcamos unidos, así que no toleraré divisiones entre nosotros. Al mismo tiempo, no recuerdo que alguien haya decidido hacia dónde nos dirigíamos.

—Regresamos adonde Padre e Issib —dijo Nafai de inmediato—. Sabes que ellos esperan nuestro regreso.

—Ellos tienen agua en abundancia mientras se queden donde están. Necesitan que alguien vaya a buscarlos dentro de los próximos meses… Llegado el caso, tienen provisiones para años —dijo Elemak—. No transformemos esto en una cuestión de vida o muerte a menos que sea necesario. Si la mayoría desea continuar hasta reunirse con Volemak en el desierto, de acuerdo. Allí iremos todos.

—No podemos regresar a Basílica —dijo Luet—. Mi padre lo aclaró muy bien.

Su padre era Moozh, el gran general de los gorayni, aunque ella sólo se había enterado unos días atrás. Pero al recordar a los demás ese lazo familiar, esperaba infundir mayor peso a sus palabras.

Luet no era muy elocuente; siempre se había limitado a decir la verdad, y como las mujeres de Basílica sabían que era vidente, tomaban sus palabras en serio. Hablar ante un grupo que incluía hombres era algo nuevo. Pero Luet sabía que el prestigio familiar era un modo de salirse con la suya en Basílica, así que se valió de ese recurso.

—Sí —dijo Kokor—, tu tierno y amante padre, que trató de casarse con su propia hija y nos expulsó de la ciudad cuando no pudo.

—No fue así como sucedió —dijo Luet. Hushidh le tocó la mano para silenciarla.

—No lo intentes —susurró—. Kokor es mejor que tú en esto.

Nadie más oyó las palabras de Hushidh, pero cuando Luet guardó silencio todos entendieron qué le había dicho, y Kokor rió con sorna.

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