—Así que todo se reduce a Akma y a mis hijos —dijo Motiak.
—No —respuso Chebeya—, todo se reduce a Akma. Esos hijos tuyos no harían esto, Motiak, de no ser por Akma.
—Ese era el sentido del sueño que me envió el Guardián —dijo Akmaro—. Todo se reduce a Akma, y ninguno de nosotros tiene poder para llegar a él. Todos lo hemos intentado-bien, Pabul no pudo, porque Akma no le permitía acercarse. Pero los demás lo hemos intentado, y no podemos disuadirlo, y mientras no podamos detener a Akma, no podemos despertar la decencia en la gente.
—No estarás sugiriendo que ordene el asesinato de tu propio hijo —dijo Motiak.
—¡No! —exclamó ella—. ¿Ves que te planteas el poder como una cuestión de armas, Motiak? Y para ti, Akmaro, son palabras, palabras, enseñar, hablar, eso significa el poder para ti. Pero este problema trasciende lo que podéis resolver con vuestras herramientas habituales.
—¿Y entonces qué? —dijo Shedemei—. ¿Qué herramientas debemos usar?
—¡Ninguna! —exclamó Chebeya—. ¡No sirven! Shedemei extendió las manos abiertas.
—Aquí me tienes —dijo—. Estoy desarmada, y mis manos están vacías. ¡Llénalas! Muéstrame qué hacer y lo haré. ¡Cualquiera de nosotros lo hará!
—No puedo mostrártelo porque no lo sé. No puedo darte herramientas porque no hay herramientas. ¿No lo ves? Lo que Akma está destruyendo… no es nuestro plan.
—Si estás diciendo que debemos dejarlo en manos del Guardián —dijo Akmaro—, ¿de que sirve todo? Binaro lo dijo: somos las manos y bocas del Guardián en este mundo.
—Sí, cuando el Guardián necesita acción o palabras, somos nosotros los encargados de actuar y de hablar. Pero no es lo que se necesita ahora.
Akmaro cogió las manos de su esposa entre las suyas.
—Estás diciendo que no debemos dejar las cosas en manos del Guardián. Estás diciendo que debemos exigir del Guardián que haga algo o que nos muestre qué hacer.
—El Guardián lo sabe —dijo Shedemei—. No necesita que nosotros le digamos lo obvio.
—Tal vez necesita que admitamos que todo está en sus manos —dijo Chebeya—. Tal vez necesita que le digamos que aceptaremos cualquier decisión que tome. Tal vez es hora de que el padre de Akma le diga al Guardián: «Basta. Detén a mi hijo.»
—¿Te crees que no he implorado respuestas? —preguntó Akmaro, ofendido.
—Exacto. Te he oído hablar con el Guardián, diciendo: «Muéstrame qué hacer. ¿Cómo puedo salvar a mi hijo? ¿Cómo puedo desviarlo de este mal camino?» ¿No has pensado que el único motivo por el cual el Guardián no ha detenido a Akma eres tú?
—Pero yo quiero que se detenga.
—Exacto —exclamó Chebeya—. Tú quieres que se detenga. Eso es lo que suplicas, una y otra vez. He visto el vínculo que hay entre ambos. Aunque existe furia de su parte y dolorida frustración de la tuya, los vínculos de amor entre ambos son los más fuertes que jamás he visto entre dos personas. Piensa en lo que eso significa… En todas tus súplicas, en el fondo, le pides al Guardián que perdone a tu hijo.
—También es hijo tuyo —murmuró Akmaro.
—He derramado las mismas lágrimas que tú, Akmaro. He elevado las mismas plegarias al Guardián. Pero es hora de recitar una nueva plegaria. Es hora de que le digamos al Guardián que valoramos a sus hijos más que al nuestro. Es hora de que supliques al Guardián de la Tierra que detenga a nuestro hijo. Que libere al pueblo de Darakemba de su maligna influencia.
Motiak no entendía adonde quería llegar.
—Acabo de enviar a Edhadeya para avisar a mis muchachos de que corren peligro. ¿Quieres decir que debí enviar soldados a matar a Akma?
—No —dijo Akmaro, respondiendo por Chebeya, para que ella no llorase de frustración—. No, ella quiere decir que todo lo que podamos hacer a estas alturas es inútil. Si alguien causara daño a alguno de estos muchachos, serían mártires y nosotros seríamos los culpables. No está en nuestro poder. Eso dice Chebeya.
—Pero creí que ella te decía que…
—Es preciso detener a Akma, pero el único modo efectivo de detenerle es que todos vean que lo detuvo no el poder de ningún hombre o mujer, ángel, humano o cavador sino, simple y llanamente, el poder del Guardián de la Tierra. Está diciendo que yo, sin darme cuenta, exigía al Guardián un modo de salvar a mi hijo. Ahora sólo me resta no formular esa plegaria. Al parecer, el Guardián me ha confiado sus planes para esta nación, así que no hará nada sin mi consentimiento. Y sin darme cuenta, hasta ahora me he negado a permitir que el Guardián hiciera lo único que nos habría ayudado a todos. Lo hemos intentado todo, pero ahora es tiempo de que yo pida al Guardián que haga lo que se hizo ya en una ocasión, cuando Sherem amenazó con oponerse a las enseñanzas de Oykib.
—¿Quieres que el Guardián fulmine a tu hijo? —preguntó Pabul, incrédulo.
—No, no quiero —exclamó Akmaro, y Chebeya rompió a llorar—. No, no quiero —repitió Akmaro en un murmullo—. Quiero que mi hijo viva. Pero ante todo quiero que la gente de este mundo viva unida; todos somos hijos del Guardián. Quiero eso, más que salvar la vida de mi hijo. Es hora de que ruegue al Guardián que haga lo que debe hacer para salvar al pueblo de Darakemba… sin que importe el precio. —También él tenía los ojos llenos de lágrimas—. Está sucediendo de nuevo, tal como sucedió cuando decidí, Pabul, enseñaros a tus hermanos y a ti a amar al Guardián y a rechazar la conducta de vuestro padre. Sabía que tenía que hacerlo, por el bien de mi pueblo, por vuestro bien, aunque veía que con ello desgarraba a mi muchacho, que me ganaba su odio. Sabía que lo estaba perdiendo. Y ahora tengo que consentirlo una vez más.
—¿También yo? —preguntó Motiak con un hilo de voz.
—No —dijo Shedemei—. Tus hijos volverán a sus cabales en cuanto cese la influencia de Akma. Y la paz de este reino depende de una sucesión ordenada. Tus hijos no deben morir.
—Pero un padre pidiendo al Guardián que fulmine a su hijo… —murmuró Motiak.
—No pediré eso —dijo Akmaro—. No soy lo suficientemente sabio para indicar al Guardián cómo hacer su trabajo, sólo lo suficiente para escuchar a mi esposa y no pedir más al Guardián que permita vivir a mi hijo.
—Esto es insoportable —masculló Pabul—. Padre Akmaro, ojalá hubiera muerto en Chelem, antes que ser causa de este día para ti.
—Nadie me ha traído este día —dijo Akmaro—. Akma trajo este día sobre sí mismo. La única esperanza de misericordia para este pueblo es que el Guardián haga justicia con mi hijo. Eso es lo que pediré. —Se incorporó, suspirando—. Eso es lo que pediré con todo mi corazón. Justicia para mi hijo. Espero que él sea capaz de mirar al Guardián cara a cara.
Akmaro se alejó del claro y se dirigió hacia la arboleda que bordeaba las orillas del Tsidorek.
—No sé qué desear —dijo Motiak.
—No importa lo que nosotros deseemos —dijo Shedemei—. Akmaro y Chebeya han tenido el coraje de afrontar lo que debían afrontar. Ahora tengo que regresar a la ciudad y ver si puedo hacer lo mismo, a mi modesta manera.
Sabían que era inútil preguntarle qué se proponía.
—Yo te acompaño —dijo Pabul.
—No —replicó Shedemei—. Quédate aquí. Akmaro te necesitará. Chebeya te necesitará. Yo no te necesito. —Su tono no admitía réplica. Echó a andar por la carretera, sin ni siquiera llevarse una cantimplora.
—¿Estará bien? —preguntó Motiak—. ¿Debo enviar espías para protegerla?
—Ella estará bien —dijo Chebeya—. No creo que quiera compañía. Y aún menos observadores.
Era de noche cuando la lanzadera se elevó en silencio sobre las aguas del Tsidorek y se detuvo en el aire, a un paso de la orilla. Shedemei dio ese paso y entró en la pequeña nave. Pequeña en comparación con Basílica; enorme comparada con cualquier otro vehículo de la Tierra. La nave se elevó sin necesidad de órdenes; el Alma Suprema sabía qué era preciso, y la llevó a un jardín que Shedemei mantenía en un oculto valle elevado por encima de las tierras habitadas de Darakemba. Durante el viaje, el Alma Suprema le habló.
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