Dudagu se lo pensó un instante.
—Pues bien, si los cavadores se marchan, ¡que se marchen! Si se van todos, el problema está resuelto.
Motiak la miró en silencio, hasta que ella comprendió que algo andaba mal y vio su expresión glacial.
—¿He dicho algo malo? —jadeó.
—Cuando en mi reino alguien decide que algunos de mis ciudadanos no son bienvenidos, y los expulsa contra mi voluntad, no te atrevas a decirme que el problema se resuelve cuando todos se largan. Cada persona del suelo que se marcha de Darakemba hace de ésta una nación más perversa, y empiezo a detestar ser su rey.
—No me gusta que hables así. No cometerás la tontería de abdicar, ¿verdad?
—¿Y cederle el poder a Aronha años antes de lo previsto? ¿Tener que presenciar cómo convierte ese aberrante Antiguo Orden en la religión oficial del imperio? No le daría ese gusto. No, seré rey hasta exhalar el último aliento. Sólo espero tener fuerzas suficientes para no desear que mis hijos mueran antes que yo.
Dudagu saltó de la cama y se irguió ante él con mayestática furia.
—¡Nunca más digas semejante monstruosidad! Tres de ellos no son hijos míos, lo sé, y sé que me odian y creen que soy una inútil, pero aun así son tus hijos, y eso es lo más sagrado del mundo. Ningún hombre cabal desea que sus hijos mueran antes que él, aunque sea el rey y ellos sean pérfidos traidores, como ha resultado ser mi Khimin. —Rompió a llorar.
Él la devolvió a la cama.
—Vamos, no lo he dicho en serio. Ha sido sólo un arrebato de furia.
—También el mío, pero yo tengo derecho a estar furiosa.
—Claro que sí, y me disculpo. No lo he dicho en serio.
—Por favor, no vayas.
—Iré, porque es lo correcto. Y deja de insistir; no tengo por qué sentirme culpable de cumplir con mis obligaciones como rey.
—No dormiré mientras no estés. Tendrás suerte si no muero de debilidad y agotamiento.
—¿En tres días? Trata de permanecer viva tres días más.
—No te tomas mi enfermedad en serio, Tidaka.
—Me la tomo en serio —dijo Motiak—, pero nunca permitiré que me impida cumplir con mi deber. Es una de las tragedias de ser rey, Dudagu. Si mueres mientras yo estoy ausente, en cumplimiento de mi deber, lo lamentaré. Pero si dejo de cumplir con mi deber porque tú estás agonizando, me avergonzaría. En el bien de mi reino, prefiero que mi pueblo llore conmigo a que se avergüence de mí.
—No tienes corazón.
—Claro que tengo corazón, pero no siempre puedo hacer lo que me pide.
—Te odiaré siempre. Nunca te perdonaré.
—Pero yo te amaré —respondió Motiak. Y luego, cuando cerró la puerta y ella no podía oírle, murmuró—: Hasta podría perdonarte por hacer mi vida doméstica tan… agitada.
Se marchó en compañía de dos capitanes. Como dictaba la tradición, uno era un ángel, el otro un humano. Fuera aguardaban los espías y soldados. Sólo una docena de espías y una treintena de soldados, pero era mejor estar prevenido. En esa época tumultuosa, nadie sabía si una partida de elemaki podía penetrar en el corazón de Darakemba. Y el último tramo del viaje los llevaría río arriba, mucho más cerca de la frontera.
Mientras salían de la ciudad, se les unieron Akmaro, Chebeya, Edhadeya y Shedemei. Motiak saludó a su hija con un abrazo, y a Shedemei con lacónica cortesía. Le resultó fácil tratarla con cierta confianza, como si la conociera desde mucho tiempo atrás.
—Un día debes contarme de dónde vienes —dijo—. Muéstramelo sobre un mapa. Tengo los mapas originales que Nafai trazó de todo el Gornaya. Tal vez no conozca tu ciudad, pero puedo añadirla al mapa.
—No serviría de nada —dijo Shedemei—. Ahora ya no existe.
—Un dolor inimaginable —dijo Motiak.
—Lo fue por un tiempo. Pero estoy viva, y mi trabajo exige toda mi concentración.
—Aun así, me gustaría saber dónde estaba tu ciudad. Con frecuencia la gente reconstruye en el mismo lugar. Si hubo un motivo para construir una ciudad allí, otros volverán a tener en cuenta el mismo motivo.
Conversación intrascendente. Todos sabían en qué pensaba Motiak. Pero no tenía sentido hablar de ello continuamente, pues no podían hacer demasiado. Y el deber de Motiak era procurar que se sintieran tan cómodos como fuera posible. Era uno de los grandes inconvenientes de ser rey. Sin importar dónde estuviera, sin importar con quién estuviera, él siempre era el anfitrión, siempre el responsable del bienestar de los demás.
Cuando estuvieron en la carretera, el motivo de aquel viaje quedó inmediatamente a la vista. El campamento para cavadores emigrantes no era grande, pero tampoco era ésa la intención. Humanos y ángeles silenciosos atendían el puesto donde se distribuía comida y agua en recipientes con correas que permitirían a los cavadores alimentarse en el camino. También los identificarían como emigrantes, y quienes los vieran en la carretera sabrían que abandonaban Darakemba. Habían aceptado la invitación de los Antiguos; habían decidido vivir donde no los odiaran. Pero eso no les causaba alegría. Motiak no tenía demasiada experiencia con la gente del suelo, y no le resultaba fácil interpretar la expresión de aquellos rostros extraños. Pero no se necesitaba mucha experiencia para ver abatimiento en sus espaldas encorvadas, en el modo en que tendían a apoyar los brazos en el suelo, como si al haber sido tildados de animales descubrieran que era cierto y que necesitaban todas sus fuerzas simplemente para mantenerse erguidos, como esos antiguos antepasados que correteaban por los callejones de las ciudades humanas, buscando cosas comestibles u objetos húmedos o brillantes.
Motiak condujo a su gente camino arriba. Los cavadores se apartaron.
—No —dijo Motiak—. La carretera tiene suficiente anchura. Podemos compartirla.
Se quedaron inmóviles en la cuneta, mirándolo.
—Soy Motiak —dijo el rey—. ¿No comprendéis que sois ciudadanos? No tenéis que marcharos. He abierto las despensas públicas de todas las ciudades. Podéis esperar hasta que se calmen los ánimos.
Al fin uno de ellos habló:
—Cuando vamos allí, vemos el odio en sus ojos. Sabemos que tus intenciones eran buenas al liberarnos. No te odiamos a ti.
—No es por el hambre —dijo otro—. Sabes que no es por eso.
—Sí, es por el hambre —dijo una mujer, abrazando a tres chiquillos—. Y por las palizas. Tú no vivirás para siempre, señor.
—Aunque mis hijos hayan cometido muchos errores —dijo Motiak—, nunca consentirán la persecución.
—Vaya, conque nos matarán de hambre, pero no dejarán que nos golpeen —rezongó la mujer—. Levantaos —ordenó a los niños—. Éste es el rey, ¡esto es majestad!
El capitán ángel de Motiak se dispuso a castigarla por su impertinencia, pero Motiak lo contuvo con un gesto. La ironía de aquella mujer no podía superar la amargura que él sentía en el corazón. La mujer tenía razón al mofarse de su majestad. Un rey no tiene más poder que la obediencia voluntaria que le presta la gran masa del pueblo. Un rey que es peor que su pueblo es una serpiente venenosa; un rey que es mejor es la piel de serpiente del año pasado, desechada en la hierba.
Pabul estaba en la cabina de los Antiguos. Había solicitado ir porque en cierto modo se sentía responsable de los problemas que su decisión en el juicio de Shedemei había causado el año anterior.
—Estos Antiguos son detestables —dijo—, pero no están infringiendo ninguna ley. No ensucian el agua ni envenenan la comida. Es bastante fresca, y las raciones que entregan a la gente del suelo son las adecuadas para un día de viaje. —Titubeó, pero al fin se decidió a añadir—: Podrías prohibir que los cavadores se marchen. Motiak cabeceó.
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