—A este paso, usted mañana será un inútil. No; vamos a descargar este vagón, lo llevamos hasta el final de la línea y terminamos.
No terminamos nada, tal como se presentaron las cosas. Cuando mandamos el vagón hasta el final de la línea, Malchuskin puso a los hombres a llenar el último tramo de vía con toda la tierra que pudimos encontrar. Los cascotes y el ripio estaban esparcidos en un área de veinte metros.
Le pregunté a Malchuskin el motivo.
Él señaló con un gesto de la cabeza en dirección al riel más cercano, el de la izquierda, interior, al final del cual había una enorme valla de hormigón, afirmada sólidamente en la tierra.
—¿Prefiere levantar una de esas, en cambio? —dijo.
—¿Qué es?
—Un amortiguador. Suponiendo que los cables se cortaran todos a un mismo tiempo... la ciudad se saldría de los rieles. Los amortiguadores no ofrecerían mucha resistencia, pero es lo único que podemos hacer.
—¿Alguna vez la ciudad se salió de las vías?
—Sí, una vez.
Malchuskin me dio la opción de regresar a mi pieza, en la ciudad, o quedarme con él en la cabaña. Por el modo en que lo dijo, no me dejó mucha alternativa. Era evidente que tenía en poca estima a la gente de la ciudad, y me contó que él rara vez iba allí.
—Es una vida cómoda —dijo—. La mitad de los que viven en la ciudad no saben lo que ocurre aquí, y supongo que si lo supieran, tampoco les interesaría.
—¿Por qué tendrían que saberlo? Al fin y al cabo, si podemos seguir trabajando bien, no es asunto de ellos.
—Lo sé, lo sé. Pero yo no tendría que emplear a estos malditos lugareños si vinieran más personas de la ciudad.
En las cabañas aledañas, los hombres hablaban ruidosamente. Algunos cantaban.
—¿Usted no se mete con ellos?
—Los uso, nada más. Incumbe a la gente de Tráfico ocuparse de ellos. Si se echan a perder, los despido y Tráfico me manda otros en su lugar. Nunca es difícil. Hay mucha demanda de trabajo en esta región.
—¿Dónde estamos?
—No me lo pregunte... eso es asunto de su padre y del gremio. Yo me limito a extraer viejos rieles de la tierra.
Me dio la impresión de que Malchuskin era mucho menos ajeno a la ciudad de lo que él creía. Pensé que su vida relativamente aislada le hacía sentir un cierto desprecio por los que residían en la ciudad, pero por lo que pude ver, él que tenía que quedarse ahí, en ese rancho. Los obreros podían ser haraganes —y en este momento, ruidosos—, pero parecían trabajar ordenadamente. Malchuskin no intentaba supervisarlos cuando no había trabajo por hacer, así que podía haberse ido a la ciudad, si hubiese querido.
—Su primer día de salida, ¿no? —preguntó, de pronto.
—Eso es.
—¿Quiere ver la puesta del sol?
—No... ¿Por qué?
—Generalmente los aprendices quieren verla.
—Bueno.
Casi para complacerlo, salí de la cabaña y miré a lo lejos, detrás de la ciudad, en dirección al Noreste. Malchuskin se me acercó por atrás.
El sol estaba cerca del horizonte y ya se sentía el viento frío en la espalda. Las nubes de la noche anterior no habían regresado, y el cielo estaba límpido y azul. Contemplé el sol; pude mirarlo de frente sin que me hiriera la vista ahora que los rayos se veían difusos por la densidad de la atmósfera. Tenía la forma de un ancho disco color naranja, levemente inclinado hacia nosotros. Arriba y abajo, grandes haces de luz se elevaban desde el centro del disco. Presenciamos cómo se hundía lentamente en el horizonte. El extremo superior de luz fue lo último en desaparecer.
—Si usted duerme en la ciudad, nunca llega a ver esto —dijo Malchuskin.
—Es muy hermoso.
—¿Vio el amanecer, esta mañana?
—Sí.
Malchuskin asintió con la cabeza.
—Eso es lo que hacen. Una vez que aceptan a un chico en un gremio, lo lanzan al vacío. Sin ninguna explicación, ¿verdad? En las tinieblas, hasta que sale el sol.
—¿Por qué lo hacen?
—Es el sistema de los gremios. Ellos creen que éste es el modo más rápido para que un aprendiz entienda que el sol no es igual que el que le enseñaron.
—¿Acaso no lo es? —pregunté.
—¿Qué le enseñaron?
—Que el sol es redondo.
—Así que siguen enseñando lo mismo. Bueno, ahora vio que no lo es. ¿Entiende algo?
—No.
—Píenselo. Vamos a comer.
Regresamos a la cabaña, y Malchuskin me indicó que calentara la comida, mientras él atornillaba otra litera sobre los soportes verticales de la suya. Sacó mantas del aparador y las arrojó en la litera.
—Usted duerme aquí —dijo, señalando la cama de arriba—. ¿Tiene sueño inquieto?
—Creo que no.
—Vamos a probar una noche. Si se mueve mucho cambiamos de lugar. No me gusta que me molesten.
Pensé que sería muy improbable que lo molestara. Tan cansado estaba, que podía haber dormido en la ladera de un acantilado. Comimos juntos esa comida insulsa y luego Malchuskin habló de su trabajo en los rieles. Le presté escasa atención, y unos minutos más tarde me tendí en mi litera, fingiendo escucharlo. Me dormí casi enseguida.
A la mañana siguiente me despertó el movimiento de Malchuskin por la cabaña, haciendo ruido con los platos de la noche anterior, intente levantarme de la cama cuando hube recuperado totalmente la conciencia, pero me paralizó una puntada intensa en la espalda. Suspire.
Malchuskin me miró, sonriendo.
—¿Tieso? —preguntó.
Giré sobre un costado y traté de flexionar las piernas. Estaban rígidas y me dolían, pero con gran esfuerzo conseguí sentarme. Me quedé quieto un momento, confiando en que el dolor no fuese más que un entumecimiento y que pasaría pronto.
—Siempre ocurre lo mismo con los chicos de la ciudad —comentó Malchuskin, sin malicia—. Vienen aquí y reconozco que son inteligentes. Un día de trabajo y se quedan rígidos, de modo que ya no sirven. ¿No hacen nada de ejercicio en la ciudad?
—Sólo en el gimnasio.
—Bueno... baje y vamos a desayunar. Después, le conviene volver a la ciudad, darse un baño caliente y ver si alguien le da masajes. Luego se presenta aquí de nuevo.
Asentí agradecido y descendí penosamente de la litera. No me resultó nada fácil debido a que tenía el cuello y los hombros tan tiesos como el resto del cuerpo.
Me fui apresuradamente media hora más tarde, justo cuando Malchuskin despertaba a los hombres a los alaridos. Me encaminé a la ciudad, cojeando lentamente.
Era la primera vez que me dejaban hacer lo que quisiera, fuera de la ciudad. Cuando uno está acompañado nunca ve tanto como cuando está solo. La ciudad quedaba a unos quinientos metros de la cabaña de Malchuskin, distancia adecuada para darme una idea general de su tamaño y apariencia. Sin embargo, durante todo el día anterior sólo le había podido echar una rápida ojeada. Era, simplemente, una mole grande, gris, que dominaba el panorama.
Ahora, rengueando solitario mientras atravesaba el campo que me separaba de ella, pude inspeccionarla con más minuciosidad.
En mi limitada experiencia en el interior de la ciudad, nunca me había preocupado demasiado por saber que aspecto tendría por fuera. Siempre la había considerado grande, pero en realidad era mucho más chica que lo que me había imaginado. Su punto más alto, en el lado Norte, mediría aproximadamente sesenta metros. El resto era una masa confusa de cubos y rectángulos que formaban un diseño irregular de diferentes alturas, de un color gris o marrón apagado proveniente, de diversos tipos de madera. Al parecer no habían utilizado hormigón ni metales, y nada estaba pintado. La fachada contrastaba intensamente, con el interior —o al menos con las partes que yo había conocido—, que era limpio y decorado en tonos brillantes. Dado que la cañada de Malchuskin quedaba al Oeste de la ciudad, me resultaba imposible calcular su ancho mientras me acercaba caminando, aunque deduje que de largo tendría unos dos mil metros. Me sorprendió lo fea que era y lo vieja que parecía ser. Había mucho movimiento, sobre todo en el lado Norte.
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