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Kate Wilhelm: Donde solían cantar los dulces pájaros

Здесь есть возможность читать онлайн «Kate Wilhelm: Donde solían cantar los dulces pájaros» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1979, ISBN: 84-02-06211-3, издательство: Bruguera, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Kate Wilhelm Donde solían cantar los dulces pájaros

Donde solían cantar los dulces pájaros: краткое содержание, описание и аннотация

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La posibilidad de producir un gran número de individuos a partir de un mismo material genético (clonación) no es nueva ni en el campo de la investigación científica ni en el de la ciencia ficción. Pero faltaba una obra que hiciera con el tema de los clones lo que un Asimov y un Lem con la robótica o un Van Vogt y un Kuttner con la telepatía: llevar a cabo su sociología novelada, analizar con detalle la nueva cultura a la que podrían dar lugar. Y eso es precisamente lo que hace Kate Wilhelm en , premio Hugo a la mejor novela de 1977, y llamada a convertirse en un clásico del género, en la medida en que da cumplida expresión, consolidando, a uno de sus temas más inquietantes.

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— ¿David, cuántas personas hay en el norte del valle?

—Ahora, unas ciento diez —dijo. Y pensó: han muerto dos de cada tres, pero se lo calló.

— ¿Y el hospital? ¿Lo construyeron?

—Allí está. Walt lo dirige.

—David, mientras conduces, ahora que no puedes observar mis reacciones, ni nada, cuéntame como está todo. Qué ha pasado, quién está vivo, quién murió. Todo.

Cuando se detuvieron a comer, horas después, ella dijo:

—David, ¿haremos el amor ahora, antes de que empiece a llover de nuevo?

Se acostaron junto a un grupo de álamos amarillos, y las hojas susurraban sin cesar, aunque no había viento. Bajo los árboles susurrantes, sus propias voces se transformaron en murmullos. Ella estaba tan delgada y tan pálida, y dentro tan cálida y viva; su cuerpo se elevó para encontrar el de David y sus pechos parecían levantarse, buscar sus caricias, sus labios. Los dedos de Celia estaban en sus cabellos, en su espalda, apretaban sus flancos, fuertes ahora, relajados y temblorosos después, y él sintió sus uñas en la distancia, tuvo conciencia de que su espalda sufría, pero lejos, lejos. Y finalmente sólo quedó el susurro de las hojas y, de tanto en tanto, un largo suspiro.

—Estoy enamorado de ti desde hace veinte años, ¿te habías dado cuenta? —dijo él después de un rato.

Ella rió.

— ¿Te acuerdas cuando te rompí el brazo?

Más tarde, de nuevo en el carro, la voz de Celia llegó desde atrás, suave, triste.

—Estamos liquidados, ¿verdad, David? Tú, yo, todos nosotros.

El pensó, a la mierda con Walt, a la mierda las promesas, a la mierda los secretos. Y le habló de los clones que crecían debajo de la montaña, en el laboratorio, en lo más profundo de la cueva.

CAPITULO V

Celia empezó a trabajar en el laboratorio una semana después de llegar a la granja.

—Es la única forma de poder verte alguna vez —dijo dulcemente cuando David protestó—. Prometí a Walt que sólo trabajaría cuatro horas diarias para empezar. ¿De acuerdo?

David la llevó al laboratorio a la mañana siguiente. La nueva entrada a la cueva estaba oculta en el cuarto de calderas, en el sótano del hospital. La puerta era de acero y estaba instalada en la misma roca. En cuanto la atravesaron el aire se volvió frío y David puso un abrigo sobre los hombros de Celia.

—Los dejamos siempre aquí —dijo, cogiendo un segundo abrigo de un perchero—. Dos veces vinieron inspectores del gobierno y parecería sospechoso que nos pusiésemos al abrigo para bajar al sótano. Pero no volverán.

El corredor estaba poco iluminado, el suelo era liso. Se prolongaba más de cien metros hasta una segunda puerta de acero. Esta se abría a la primera cámara de la cueva, una habitación grande de techo alto y abovedado. La habían dejado tal como la habían encontrado, con estalactitas y estalagmitas por todas partes; pero ahora había muchas literas, mesas plegables y bancos y una hilera de mesas de cocina.

—Es la habitación de emergencia, para las lluvias calientes —dijo David haciéndole atravesar a toda prisa la cámara llena de ecos. Después había otro pasillo, más estrecho y tosco que el primero. Al final del pasillo estaba la habitación donde se experimentaba con animales.

Habían ahuecado una pared y allí habían instalado el ordenador, que parecía totalmente fuera de lugar en un muro de mármol rosa pálido. En el centro de la habitación había tanques y bateas y tuberías, todo de cristal y acero inoxidable. A ambos lados estaban los tanques que contenían los embriones de animales. Celia los miró fijamente y sin moverse durante unos instantes, y después se volvió a David con ojos asombrados.

— ¿Cuántos tanques tenéis?

—Los suficientes para clonar seiscientos animales de diferentes tamaños —dijo él—. Sacamos muchos y los pusimos en el laboratorio que está al otro lado, y no estamos usando todos los que hay aquí. Tenemos miedo de que se agoten nuestras reservas de productos químicos y, por ahora, no hemos encontrado alternativas que podamos obtener aquí.

Eddie Beauchamp llegó desde los tanques, anotando cifras en un bloc. Sonrió a David y Celia.

— ¿Visitando los barrios bajos? —preguntó. Comparó sus cifras con las de un dial, lo ajustó una fracción y siguió su recorrido, controlando los otros diales, deteniéndose una y otra vez para realizar ajustes menores.

Los ojos de Celia interrogaron a David y éste meneó la cabeza. Eddie no sabía qué estaban haciendo en el otro laboratorio. Pasaron junto a los tanques, hilera tras hilera, todos sellados; sólo unas agujas que se movían de vez en cuando y los diales a los lados indicaban que había algo dentro. Volvieron al pasillo. David la condujo por otra puerta y un corto pasaje hasta el segundo laboratorio, éste cerrado con llave.

Walt levantó la vista cuando entraron, saludó con la cabeza y volvió al escritorio donde estaba trabajando. Vlasic ni siquiera los miró. Sara sonrió, pasó apresuradamente junto a ellos, se sentó frente a la consola de un ordenador y comenzó a teclear. Otra mujer no parecía haberse dado cuenta de que había entrado alguien. Hilda. La tía de Celia. David miró a Celia, pero ésta miraba con los ojos muy abiertos a los tanques, y en esta habitación los tanques tenían una pared de cristal. Todos estaban llenos de un líquido pálido, de un amarillo tan pálido que el color parecía casi ilusorio. Dentro de los tanques, flotando en el líquido, había sacos, no mayores que un puño cerrado. Unos tubos delgados y transparentes conectaban los sacos con la parte superior de los tanques y cada uno tenía una tubería que llegaba hasta un gran aparato de acero inoxidable cubierto de diales.

Celia anduvo lentamente por el pasillo que había entre los tanques, se detuvo cuando llegó al centro y no volvió a moverse en mucho rato. David la tomó del brazo. Estaba temblando.

— ¿Estás bien?

Ella asintió.

—Es… es impresionante verlos. Yo… quizá en realidad no lo creía. —Su cara estaba cubierta de sudor.

—Es mejor que te quites el abrigo —dijo David—. Esto tiene que estar bastante caliente, y la forma más simple de mantener una temperatura adecuada para ellos es que nosotros tengamos calor. Es el precio que pagamos —dijo sonriendo ligeramente.

— ¿Tantas luces? ¿Calefacción? ¿El ordenador? ¿Podéis generar tanta electricidad?

El asintió.

—Eso es lo que veremos mañana. Como todas las cosas aquí, el sistema generador tiene pegas. Podemos almacenar energía para no más de seis horas, así que nunca lo desconectamos por más de seis horas. Punto.

—Seis horas es mucho. Si dejas de respirar seis minutos, estás muerto. —Con las manos cogidas a la espalda se acercó al brillante sistema de control en el fondo de la habitación—. Esto no es el ordenador. ¿Qué es?

—Es una terminal de ordenador. El ordenador controla la entrada de nutrientes y oxígeno y la salida de toxinas. La habitación de los animales está al otro lado de ese muro. Y estos tanques también están conectados a él. Sistemas separados, pero la maquinaria es la misma.

Atravesaron la habitación para los animales recién nacidos y después la de los seres humanos. Había una sala de disección, varias pequeñas oficinas donde los científicos podían retirarse a trabajar, los almacenes. En todas las habitaciones, salvo la que contenía a los clones humanos, había gente trabajando.

—Nunca habían usado un mechero Bunsen o una probeta, pero se han convertido en técnicos y en científicos de la noche a la mañana —dijo David—. Y demos gracias a Dios, porque si no, hubiese sido imposible. No sé qué piensan que estamos haciendo ahora, pero no lo preguntan. Hacen su trabajo.

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