Kate Wilhelm - Donde solían cantar los dulces pájaros

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La posibilidad de producir un gran número de individuos a partir de un mismo material genético (clonación) no es nueva ni en el campo de la investigación científica ni en el de la ciencia ficción.
Pero faltaba una obra que hiciera con el tema de los clones lo que un Asimov y un Lem con la robótica o un Van Vogt y un Kuttner con la telepatía: llevar a cabo su sociología novelada, analizar con detalle la nueva cultura a la que podrían dar lugar.
Y eso es precisamente lo que hace Kate Wilhelm en
, premio Hugo a la mejor novela de 1977, y llamada a convertirse en un clásico del género, en la medida en que da cumplida expresión, consolidando, a uno de sus temas más inquietantes.

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Los nacimientos incruentos comenzaron a las seis menos cuarto, y a las doce y media tenían veinticinco niños. Cuatro murieron durante la primera hora, otro tres horas después y el resto prosperó. El único bebé que quedó en los tanques era el feto que sería Celia, nueve semanas más joven que los demás.

El primer visitante que entró en la sala fue Clarence, y después de eso no se habló más de destruir a los monstruos inhumanos.

Hubo una fiesta para celebrarlo y se sugirieron nombres y hubo una lotería para elegir once nombres femeninos y diez masculinos. En el libro de registro los niños figuraban como la generación R-1: Repoblación 1. Pero en la cabeza de David y en la de Walt los niños eran W-1, D-1 y, pronto, C-1…

Durante los meses siguientes no hubo escasez de enfermeros, varones o mujeres, ni faltaron voluntarios para todas las tareas que tan pocos habían realizado antes. Todos querían ser médicos o biólogos, gruñía Walt. Ahora dormía más y las marcas de fatiga se estaban borrando de su cara. Con frecuencia cogía a David y lo arrastraba lejos de la sala infantil, conduciéndolo hasta su cuarto en el hospital y ocupándose de que descansara una noche entera. Una noche, mientras volvían juntos a sus habitaciones, Walt dijo:

—Ahora comprendes lo que quería decir cuando te dije que era lo único que importaba, ¿verdad?

David comprendía. Y cada vez que miraba a la nueva Celia, menuda y sonrosada, comprendía mejor.

CAPITULO VII

Había sido un error, pensó David, mirando a los chicos desde la ventana de la oficina de Walt. Recuerdos vivientes, eso eran. Allí estaba Clarence, ya bastante regordete… dentro de tres o cuatro años sería gordo. Y un joven Walt, frunciendo el entrecejo, concentrado en un problema que no plantearía hasta no tener la solución. Robert, casi demasiado hermoso, pero decididamente varonil, siempre esforzándose más que los demás por resistir, por saltar más alto, correr más rápido, golpear con más fuerza. Y D-4, él mismo… Se volvió y consideró el futuro de los muchachos, todos de la misma edad: tíos, padres, abuelos, todos de la misma edad. De nuevo le dolía la cabeza.

—Son inhumanos, ¿no? —Dijo con amargura a Walt—. Van y vienen y no sabemos nada de ellos. ¿Qué piensan? ¿Por qué se mantienen tan unidos?

— ¿Recuerdas aquel viejo clisé sobre la incomprensión generacional? Supongo que es eso. —Walt había envejecido mucho. Estaba cansado y pocas veces trataba de disimularlo. Miró a David y dijo en voz baja—: Quizá sienten miedo de nosotros.

David asintió. Había pensado en eso.

—Ahora sé por qué Hilda hizo eso —dijo—. En el momento no lo entendí, pero ahora sí.

Hilda había estrangulado a la niñita que cada día se parecía más a ella.

—Yo también. —Walt volvió a abrir el cuaderno que había cerrado al entrar David—. Es un poco impresionante andar en medio de una multitud en la que todos son tú, en diversas etapas de crecimiento. Y es cierto que prefieren estar entre ellos.

Se puso a escribir y David se marchó.

Impresionante, pensó, y se desvió del camino al laboratorio, donde se dirigía en principio. Que los malditos embriones hicieran lo suyo sin él. Sabía que no quería entrar porque D-1 o D-2 estarían allí trabajando. La generación D-4, sin embargo, sería la que confirmaría o no el experimento. Si los Cuatro no lo lograban, lo más posible era que los Cinco tampoco lo hicieran. ¿Y entonces qué? Un error. Hoy me equivoqué. Lo siento.

Trepó al risco que había detrás del hospital, encima de la cueva, y se sentó en una roca fresca y suave. Los muchachos estaban limpiando otro campo. Trabajaban bien juntos; conversaban poco pero reían mucho, espontáneamente. Apareció una fila de chicas que venían de las cercanías del río; llevaban cestos de zarzamoras. Zarzamoras y pólvora, pensó de pronto, y recordó las antiguas fiestas del Cuatro de Julio, con manchas de zarzamora y fuegos de artificio, y azufre para los insectos. Y pájaros. Zorzales, alondras, currucas, martines pescadores.

Aparecieron tres Celias, balanceándose ágilmente por el peso de los cestos, una escalera de Celias. No debía pensar eso, se recordó severamente. No eran Celias; ninguna se llamaba así. Eran Mary, Ann y otro nombre. No podía recordar el nombre de la tercera y sabía que no importaba. Todas y cada una eran Celia. La del medio podía haberlo empujado ayer desde el granero; la de la derecha podría ser la que había rodado en salvaje combate con él por el barro.

Una vez, tres años antes, había tenido una fantasía en la que Celia-3 iba a él tímidamente y le pedía que la hiciera suya. En la fantasía lo había hecho, y en sus sueños, durante semanas, la había poseído una y otra y otra vez. Y había despertado llorando por su propia Celia. Incapaz de soportarlo más tiempo, había buscado a C-3 y le había preguntado, vacilante, si quería ir a su habitación con él. Ella había retrocedido rápida, involuntariamente, con el temor retratado demasiado claramente en su cara suave como para fingir que no lo sentía.

—David, perdóname, me has sorprendido…

Eran promiscuos; prácticamente se les exigía que fueran liberales en el amor. Nadie podía anticipar cuántos serían fértiles, ni cuál sería el porcentaje de varones con respecto al de mujeres. Walt podía hacer tests a los varones, pero como los tests de fertilidad femenina requerían conejos, que no tenían, dijo que el mejor test de fertilidad era un embarazo. Los chicos vivían juntos y la promiscuidad era la norma. Pero sólo entre ellos. Todos evitaban a los Mayores; David había sentido que sus ojos ardían mientras la chica hablaba, alejándose de él.

Se había dado la vuelta, alejándose abruptamente, y no le había vuelto a hablar en los años siguientes. A veces creía que ella lo observaba, cautelosamente, y cada vez le había lanzado una mirada furiosa y se había alejado.

C-1 había sido como su propia hija. Había observado su desarrollo, había observado cómo aprendía a andar, a hablar, a alimentarse sola. Su hija, suya y de Celia. C-2 había sido lo mismo; una melliza, un poco más pequeña, pero idéntica. Pero C-3 había sido diferente. No; se corrigió: su percepción de ella había sido diferente. Cuando la miraba, veía a Celia y sufría.

Se había enfriado en el risco y se dio cuenta de que el sol ya se había puesto y abajo habían encendido los faroles. La escena era bonita, como una tarjeta postal sentimental titulada “Vida rural”. La enorme granja con las ventanas iluminadas, el granero oscuro; más cerca, el hospital y el edificio del personal con sus alegres luces amarillas en las ventanas. Un poco rígido, volvió a bajar al valle. Se había perdido la cena, pero no sentía hambre.

— ¡David! —Uno de los chicos más jóvenes, un Cinco, lo llamaba. David no sabía de quién había sido clonado. Había personas a las que no había conocido cuando eran tan jóvenes. Se detuvo y el chico corrió hacia él y siguió adelante, gritando mientras corría—: El doctor Walt te necesita.

Walt estaba en su habitación en el hospital. En su escritorio y esparcidas sobre una mesa estaban las fichas de la generación Cuatro.

—He terminado —dijo Walt—. Por supuesto, tú tendrás que volver a revisarlo.

David leyó rápidamente las últimas líneas.

—H-4 y D-4. ¿Se lo has dicho a los muchachos?

—Se lo he dicho todo —dijo Walt restregándose los ojos—. Lo entienden. No tienen secretos entre sí. Entienden lo del período de ovulación de las chicas y la necesidad de llevar registros. Si alguna de esas chicas puede concebir, ellos lo harán.

Su voz casi reflejaba amargura cuando miró a David.

—Desde ahora se hacen cargo de todo.

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