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Kate Wilhelm: Donde solían cantar los dulces pájaros

Здесь есть возможность читать онлайн «Kate Wilhelm: Donde solían cantar los dulces pájaros» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1979, ISBN: 84-02-06211-3, издательство: Bruguera, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Kate Wilhelm Donde solían cantar los dulces pájaros

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La posibilidad de producir un gran número de individuos a partir de un mismo material genético (clonación) no es nueva ni en el campo de la investigación científica ni en el de la ciencia ficción. Pero faltaba una obra que hiciera con el tema de los clones lo que un Asimov y un Lem con la robótica o un Van Vogt y un Kuttner con la telepatía: llevar a cabo su sociología novelada, analizar con detalle la nueva cultura a la que podrían dar lugar. Y eso es precisamente lo que hace Kate Wilhelm en , premio Hugo a la mejor novela de 1977, y llamada a convertirse en un clásico del género, en la medida en que da cumplida expresión, consolidando, a uno de sus temas más inquietantes.

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Luego volvió a mirar a David.

—Por supuesto, habrás comprendido las otras implicaciones de tu trabajo.

David abrió los ojos y enfrentó la mirada de Vlasic. Asintió. Intrigado, Walt los miró a ambos. David se puso de pie y se desperezó.

—Tengo que dormir —dijo.

Pero tardó mucho en dormirse. Tenía una habitación individual en el hospital, más afortunado que la mayoría, que debía compartir las suyas. El hospital tenía más de doscientas camas, pero pocas habitaciones individuales. Las implicaciones, reflexionó. Había tenido conciencia de ellas desde el principio, aunque no se lo había admitido ni siquiera a sí mismo entonces, y ahora tampoco estaba dispuesto a discutirlo. Todavía no estaban seguros. Finalmente, tres de las mujeres estaban embarazadas, después de un año y medio de esterilidad. Margaret estaba cerca del final y por el momento el niño estaba vivo. Cinco semanas más, pensó. Cinco semanas más y quizá nunca tendría que discutir las implicaciones de su trabajo.

Pero Margaret no esperó cinco semanas. Dos semanas después, dio a luz un niño muerto. Zelda tuvo un aborto la semana siguiente y poco después May perdió a su hijo. Ese verano las lluvias no les permitieron plantar más que un pequeño cuadro de verduras.

Walt comenzó a comprobar la fertilidad de los hombres e informó a David y Vlasic que, en el valle, ningún hombre era fértil.

—De modo que —dijo suavemente Vlasic— ahora vemos la importancia del trabajo de David.

CAPITULO IV

El invierno llegó temprano, con cortinas de lluvia helada que seguían día tras día. El trabajo en los laboratorios aumentó y David bendijo a su abuelo por la compra del equipo de Selnick, que había venido acompañado por detalladas instrucciones para hacer placentas artificiales, además de trabajos casi completos para programar los ordenadores que regularían los fluidos amnióticos sintéticos. Cuando David había ido a hablar con Selnick acerca del equipo, éste había insistido —absurdamente, había pensado David en aquel momento— en que llevara todo o nada.

—Ya lo verás —había dicho, furioso—. Ya lo verás.

La semana siguiente se había ahorcado y el equipo viajaba hacia el valle de Virginia.

Trabajaban y dormían en el laboratorio, que sólo dejaban para comer. Las lluvias invernales dejaron paso a las lluvias de primavera y había una dulzura nueva en el aire.

David salía de la cafetería, con la cabeza en el laboratorio, cuando sintió que lo cogían de un brazo. Era su madre. Hacía semanas que no la veía y hubiera seguido de largo saludándola rápidamente si ella no lo hubiese detenido. Parecía extraña, infantil. Se volvió y miró por la ventana, esperando que soltara su brazo.

—Celia vuelve a casa —dijo suavemente—. Dice que está bien.

David quedó helado; siguió mirando por la ventana, sin ver nada.

— ¿Dónde está ahora? —Escuchó el crujido del papel barato y como parecía que su madre no iba a responderle se volvió—: “¿Dónde está?”.

—En Miami —dijo finalmente, después de revisar las dos páginas—. El matasellos es de Miami, me parece. Tiene más de dos semanas. Fechada el 28 de mayo. Nunca recibió nuestras cartas.

Puso la carta en la mano de David. Tenía los ojos llenos de lágrimas y siguió andando sin preocuparse por ellas.

David no leyó la carta hasta que su madre salió de la cafetería. “Estuve un tiempo en Colombia, ocho meses, creo. Y pesqué el bichito que nadie quiere nombrar”. La letra era alargada e insegura. Entonces, no estaba bien. Buscó a Walt.

—Tengo que ir a buscarla. No puedo dejar que se enfrente con la pandilla que está en la granja Wiston. —Sabes que ahora no puedes marcharte. —No se trata de poder o no poder. Tengo que ir. Walt lo estudió un momento y después se encogió de hombros.

— ¿Y cómo irás, cómo volverás? No hay gasolina. Sabes que sólo la utilizamos para la cosecha.

—Lo sé —dijo David impaciente—. Me llevaré a Mike y el carro. Con Mike puedo ir por los caminos vecinales.

Sabía que Walt estaba calculando, como había hecho él, el tiempo necesario y sintió que su cara se endurecía y sus puños se apretaban. Walt se limitó a asentir.

—Saldré mañana, en cuanto amanezca. —Walt asintió de nuevo—. Gracias —dijo David. Quería decir, por no discutir con él, por no subrayar lo que ambos sabían… que no había forma de saber cuánto tendría que esperar a Celia, que quizá ella no llegara a la granja.

A cuatro kilómetros de la granja Wiston, David desenganchó el carro y lo ocultó entre los matorrales. Borró las huellas que había dejado en el camino de tierra y luego llevó a Mike hasta el bosque. El aire estaba caliente y amenazaba lluvia; a su izquierda escuchaba el rugido del arroyo Crooked, que se salía de su cauce. La tierra estaba esponjosa y anduvo con cuidado; no quería hundirse hasta las rodillas en el traicionero barro de las tierras bajas. La granja Wiston siempre había tenido facilidad para anegarse; eso enriquecía la tierra, afirmaba el abuelo Wiston, no queriendo culpar a la naturaleza por sus periódicos desmanes.

—Dios no se propuso que estas tierras tuvieran que dar fruto año tras año —decía—. Llega el momento en que la tierra quiere reposar. Dejaremos que lo haga este año y le daremos un poco de trébol cuando se seque.

David empezó a subir, conduciendo a Mike, que de vez en cuando relinchaba suavemente.

—Sólo hasta el alto, muchacho —dijo David en voz baja—. Entonces podrás descansar y comer hierba de la pradera hasta que llegue ella.

El abuelo Wiston lo había llevado una vez hasta el alto, cuando David tenía doce años. Recordaba aquel día, caluroso y tranquilo como éste, pensó, y el abuelo Wiston fuerte y erguido. En el alto, su abuelo se había detenido y había tocado el enorme tronco de un roble blanco.

—Este árbol vio a los indios en ese valle, David, y a los primeros colonos, y a mi bisabuelo, cuando llegó. Es amigo nuestro, David. Sabe todos los secretos de la familia.

— ¿Aquí estamos todavía en tus tierras, abuelo?

—Llegan hasta este árbol, lo incluyen, hijo. Al otro lado empieza el bosque del estado, pero este árbol está en nuestras tierras. Son tuyas también, David. Un día vendrás aquí arriba y apoyarás la mano en este árbol y sabrás que es tu amigo tal como ha sido mi amigo, durante toda mi vida. Dios nos ayude si un día alguien lo ataca con el hacha.

Aquel día habían seguido, bajando hacia el otro lado, y volviendo a subir, más lejos y más alto hasta que, de nuevo, su abuelo se detuvo un momento, la mano en el hombro de David.

—Así era la tierra hace un millón de años, David. —El tiempo había cambiado súbitamente para el chico; un millón de años, cien millones, todo era el mismo pasado distante e imaginó las huellas de los reptiles gigantescos. Imaginó que olía el aliento fétido de un tiranosaurio. Estaba fresco y húmedo debajo de los grandes árboles y a su sombra crecían los renuevos, con las ramas extendidas horizontalmente, como para atrapar cualquier rayito de sol perdido que atravesara el alto dosel. Donde el sol encontraba un sendero era dorado y suave, el sol de otros tiempos. En sombras aún más espesas crecían matorrales y arbustos, y debajo de todo había musgo, líquenes y helechos. Las raíces gruesas y arqueadas de los árboles estaban vestidas con plantas verde esmeralda.

David tropezó y, recuperando el equilibrio, se apoyó contra el roble gigantesco que, de algún modo, era su amigo. Apretó la mejilla un momento contra la áspera corteza y después se alejó y miró hacia arriba a través de las lujuriosas ramas; no pudo ver el cielo. Cuando lloviera el árbol lo resguardaría de la fuerza de la tormenta, pero necesitaba protegerse de las gotas pequeñas que se abrirían camino entre las hojas para caer silenciosamente en el absorbente terreno.

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