James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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Guerra

—Dame pantalones que valgan millones —cantaba Albert Flume mientras metía a Oliver, a Barclay y a Winston en el ascensor oxidado de pasajeros del Enterprise como si fueran ganado.

—Con hombros Gibraltar, brillantes como un altar. —Sidney Pembroke apretó el botón en el que ponía CUBIERTA DEL HANGAR.

—Una capa frenética —dijo Flume.

—De la clase estética —rimó Pembroke.

—Póntela.

—Suéltala.

—Ondéala.

—¡Ponte de gala!

—¿Código de la Marina? —preguntó Barclay mientras la cabina destartalada bajaba al casco.

—Argot de caballeros con trajes a rayas —respondió Pembroke—. Jolines, cómo echo de menos los años cuarenta.

—Ni siquiera estabas vivo en los años cuarenta —dijo Barclay.

—No. Jolines, cómo los echo de menos.

En la nave del hangar de proa hacía un calor asombroso, un fenómeno que evidentemente se debía a siete estufas de queroseno que rugían y resoplaban a lo largo del tabique de contención de en medio del barco. A Oliver se le llenó la frente de sudor, que le corrió hacia abajo y le picó en los ojos. Por instinto, se desvistió, se quitó la parka del Karakorum, la bufanda de cachemir, los guantes de piel de vaca y la gorra de punto de la Marina.

—Táctica. —Quitándose la cazadora de aviador del Memphis Belle, Pembroke recorrió la nave cavernosa con el brazo desnudo.

—Exacto. —Flume se sacó el suéter azul de cuello redondo—. La estrategia es el alma de la guerra, pero nunca menospreciéis el poder de la táctica.

La nave estaba atestada hasta las paredes, había montones de aviones, uno contra otro, las alas dobladas como los brazos de unos soldados de infantería derrotados y agachados para rendirse. En pantalones cortos y camiseta, la tripulación de mantenimiento iba de aquí para allá, bloqueando ruedas, sacando tableros de mandos, husmeando dentro de los motores. A unos cuantos metros dos marineros de aspecto nervioso corrieron la puerta de acero de la santabárbara, cogieron con cuidado una bomba destructora de doscientos kilos y la pusieron en un carrito sin motor.

—Los aviones de los portaaviones estadounidenses se guardan tradicionalmente en la cubierta de vuelo —dijo Pembroke.

—A diferencia de la convención japonesa de guardarlos en la cubierta del hangar —añadió Flume.

—Al llevar los dos escuadrones abajo, el almirante Spruance ha descongelado todos los timones, alerones y cables de combustible.

—En cuanto amanezca, pondrá todos los motores en marcha aquí abajo. Imaginaos: poner en marcha los motores en las naves del hangar, ¡qué táctica tan brillante!

Los manipuladores de la bomba transportaron la carga en el carrito de un lado a otro de la nave y, como si volvieran a poner a un bebé en la matriz, la metieron en el fuselaje de un Dauntless SBD-2.

—Oye, vosotros tenéis intención de venir, ¿no? —preguntó Flume.

—¿Venir? —dijo Oliver.

—A la batalla. El alférez Reid ha aceptado llevarnos en el avión Fresa Once.

—Este tipo de cosas no me va —dijo Barclay.

—Pero tenéis que venir —dijo Pembroke.

—A Marx nunca le han gustado las batallas —dijo Winston—. A mí tampoco me parecen nada especial.

El presidente de la Liga de la Ilustración se sacó el pañuelo de lino con monograma y se secó el sudor de la frente. Si se hubiera esforzado, le habría sido fácil desanimarse, pensando en fantasías del Fresa Once estrellándose contra un iceberg o volando en pedazos por una bomba destructora perdida. Sin embargo, la verdad era que quería poder decirle a Cassandra que estaba allí, allí mismo, cuando el Cadáver de todos los Cadáveres se hundió en la Dorsal de Mohns.

—No me lo perdería por nada del mundo.

A la mañana siguiente, a las 0600, los pilotos y artilleros de Spruance abarrotaron la sala de instrucciones del portaaviones, viciada y llena de humo. Oliver enseguida pensó en los oficios episcopalianos a los que sus padres le habían llevado periódicamente, y a su pesar, en su pueblo, Bala Cynwyd, Pensilvania; había el mismo silencio pesado, la misma veneración inquieta, el mismo ambiente de gente que se preparaba para que la pusieran al tanto de los asuntos de la vida y de la muerte. Los ciento treinta y dos recreadores de guerra estaban sentados rigurosamente firmes, con la mochila del paracaídas en equilibrio sobre la falda como un cantoral.

Muy erguido y con el pecho hinchado, el intérprete de Spruance se metió la pipa de brezo entre los dientes, subió al podio, cogió la cuerda de la persiana de guillotina y desplegó una vista aérea dibujada a mano del cuerpo en cuestión, con la sonrisa enigmática incluida.

—Nuestro objetivo, caballeros: el insidioso golem oriental. Nombre codificado: «Akagi». —El cadáver estaba dibujado con los brazos y las piernas extendidos, evocando el famoso Hombre según las proporciones de Vitrubio de Da Vinci—. La estrategia de Nimitz requiere una serie de ataques coordinados a dos blancos distintos. —Tras coger el puntero de la bandeja de la tiza, el almirante señaló la nuez con él—. Nuestro escuadrón torpedero se concentrará en esta zona de aquí, el Blanco A, bombardeando la región que hay entre la segunda y la tercera vértebra cervical y creando una ruptura que descienda desde la epidermis hasta el centro de la garganta. Si nuestros cálculos son correctos, Akagi empezará entonces a hacer agua, mucha de la cual fluirá por la tráquea hasta los pulmones. Mientras, el Bombardeo de Reconocimiento Seis lanzará sus cargas explosivas en el estómago, agrandando de forma sistemática esta depresión de aquí (el Blanco B, el ombligo) hasta que se haya abierto una brecha en la cavidad abdominal. —Sujetando el puntero bajo el brazo como una fusta, Spruance se volvió hacia el líder del grupo aéreo—. Atacaremos en oleadas alternas. Con este fin, usted, comandante McClusky, dividirá cada escuadrón en dos secciones. Mientras que una sección esté sobre el blanco que se le haya designado, la otra se reabastecerá de combustible y se rearmará aquí en Madre Oca. ¿Preguntas?

El teniente Lance Sharp, un hombre barrigón que se estaba quedando calvo y tenía una manchita diminuta de bigote castaño sobre el labio superior, alzó la mano.

—¿Qué clase de resistencia podemos esperar?

—Los PBY informan de que hay una ausencia total de aviones de combate y de artillería antiaérea tanto en el Valparaíso como en el golem. Sin embargo, no olvidemos quién construyó a ese mamotreto. Calculo que el enemigo lanzará una cobertura aérea de combate de entre unos veinte y treinta Ceros.

El capitán de corbeta E.E. Lindsey, un virginiano tenso que tenía un parecido extraordinario con Richard Widmark, fue el siguiente en hablar.

—¿Realmente lanzarán una cobertura aérea de combate?

—Es táctica básica de portaaviones, señor.

—Pero, ¿de verdad lo harán?

—Lanzaron una cobertura aérea de combate de padre y muy señor mío el 4 de junio de 1942, ¿no? —Spruance mordisqueó la pipa—. Bueno, no, en realidad no lanzarán una cobertura aérea de combate —añadió, más que un poco fastidiado.

—Una pregunta sobre técnica, almirante —inquirió Wade McClusky—. ¿Bombardeamos en picado o es mejor hacerlo planeando?

—Yo de usted, dada la falta de experiencia de los pilotos, optaría por bombardear planeando.

—Mis pilotos no son inexpertos. Son muy capaces de bombardear en picado.

—Eran inexpertos en el 42. —Spruance deslizó el puntero por el pecho izquierdo—. Y asegúrense de entrar por el este. De ese modo, los artilleros antiaéreos quedarán cegados por el sol.

—¿Qué artilleros antiaéreos? —preguntó Lindsey.

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