James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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—Los artilleros antiaéreos japoneses —dijo Spruance.

—Esto es el ártico, almirante —dijo McClusky—. El sol sale por el sur, no por el este.

Por un momento, Spruance pareció confundido, luego esbozó una sonrisa de oreja a oreja que se equiparaba a la de Akagi.

—¡Eh, aprovechémonos de eso! ¡Ataquen por el sur y lancen un bombardeo en picado de mil demonios!

—¿Seguro que no quiere decir lancen un bombardeo planeando de mil demonios? —preguntó McClusky.

—¿Sus muchachos no saben bombardear en picado?

—No sabían en el 42, almirante. Hoy sí.

—Creo que deberían bombardear en picado, ¿usted no, comandante?

—Sí, almirante —dijo McClusky.

Spruance golpeó el costado derecho de Akagi con el puntero.

—¡Bien, muchachos, enseñémosles a combatir a esos cabrones de ojos rasgados!

A las 0720, el hombre guapo y dentudo que hacía de alférez Jack Reid condujo a Oliver, a Pembroke, a Flume y al actor corpulento que interpretaba al alférez Charles Eaton a la lancha y les transportó hasta el Fresa Once. Reid se sentó con cuidado en el asiento del piloto. Eaton asumió la posición del copiloto. Después de agacharse y meterse en las burbujas de las ametralladoras, Pembroke y Flume se cambiaron las parkas por chalecos antibalas malvas a juego, luego se pusieron los auriculares, abrieron un refrigerador de aluminio y empezaron a sacar la materia prima de un picnic: mantel a cuadros, servilletas de papel, tenedores de plástico, botellas de cerveza Rheingold añeja, recipientes Tupperware llenos de delicias de la cocina del Enterprise. A los pocos minutos, el hidroavión PBY se movía, subiendo hacia el diáfano sol de medianoche. Con los prismáticos en la mano, Oliver cruzó a gatas los compartimientos vacíos para acabar instalándose en el puesto del mecánico; era un espacio estrecho, manchado de óxido y de pintura desconchada («pobres Sidney y Albert —pensó—, nunca podrían recuperar los años cuarenta de verdad, sólo los restos, que se estaban desintegrando»), pero la ventana grande le ofrecía una vista amplia del mar y del cielo. Para bien o para mal, desde esa posición ventajosa también podía oír a los empresarios teatrales.

—Mira, el capitán Murray está situando a Enterprise contra el viento —le dijo Pembroke a Oliver mientras el portaaviones viraba poco a poco hacia el este.

—Es el procedimiento habitual para lanzar un escuadrón —explicó Flume—. Con una pista tan corta, tiene que haber mucho viento debajo de todas las alas.

El alférez Reid llevó el PBY a setecientos metros y luego lo enderezó y rizó un poco, dándoles a sus pasajeros una vista clara de la cubierta de vuelo. En anorak verde, el personal del mal tiempo corría de aquí para allá, partiendo el hielo con picos y tirando los fragmentos por la borda con palas para el carbón. Con traje amarillo, el personal encargado de la manguera acabó el trabajo, apuntando hacia la pista y soltando torrentes de descongelante líquido.

—Ya llega la sección Torpedo Seis —dijo Pembroke cuando, con las alas dobladas, dos Devastators subieron en sus respectivos ascensores a la cubierta de vuelo.

Procurando que la estela de las hélices no les lanzase por la borda, un cuarteto de manipuladores de aviones vestidos de azul corrieron al Devastator de proa, el 6-T-9, desbloquearon las ruedas y desplegaron las alas, con lo cual el piloto giró 180 grados y rodó por en medio del barco. Cuando el oficial encargado de las señales agitó los bastones, el piloto volvió a girar, aceleró el motor y recorrió la pista a toda velocidad, arrojando descongelante por las ruedas. Oliver casi esperaba que el avión se estrellase en el mar, pero en cambio, alguna ley creada por Dios se hizo cargo —el efecto Bernoulli, creía que se llamaba—, y alzó al 6-T-9 de la proa y lo elevó sobre las olas.

—Los Devastators necesitan que les den ventaja sobre los aviones de bombardeo en picado —explicó Pembroke cuando el 6-T-11 se unía a su gemelo, que ya había despegado. Los dos aviones volaron en círculos sobre el portaaviones, esperando al resto de la sección—. Son unos diablos lentos, esos Devastators. Ya estaban obsoletos incluso antes de que el primero saliera de la cadena de montaje.

Oliver espiró intensamente, empañando la ventana del mecánico.

—¿Obsoletos? ¿Ah, sí?

—Eh, no te preocupes, chico —dijo Pembroke.

—Tu golem está casi muerto —dijo Flume.

—Y en el peor de los casos, siempre tenemos el Plan de Operación 29-67.

—Exacto. El Plan de Operación 29-67.

—¿Qué es el Plan de Operación 29-67? —preguntó Oliver.

—Ya verás.

—Te encantará.

De dos en dos, los Devastators siguieron llegando, rodando, acelerando, despegando. A las 0815 toda la sección del primer ataque Torpedo Seis estaba en el aire, quince aviones que se agruparon en tres formaciones con forma de V. Una deliciosa sensación de inevitabilidad flotaba en el aire, una sensación de Rubicones cruzados y puentes quemados, como nada que Oliver hubiera experimentado desde que él y Sally Morgenthau se hubieron liberado mutuamente de sus respectivas virginidades después de un concierto de Grateful Dead en 1970. «Dios mío —había pensado entonces—, Dios mío, si lo estamos haciendo.»

—Pongámonos en marcha, alférez —gritó Flume por el micrófono del interfono—. No debemos llegar tarde al baile.

Girando la palanca de mando treinta grados, el intérprete de Jack Reid empujó la válvula de control. Oliver, con el pulso que le latía aceleradamente (lo estamos haciendo, lo estamos haciendo), se puso los auriculares. Pembroke hojeaba un ejemplar de Stars and Stripes de la época de la guerra. Flume abrió una fiambrera Tupperware y sacó un sandwich de fiambre de cerdo con cebolla. Por el interfono, el intérprete del alférez Eaton silbaba Embraceable You. El Fresa Once volaba junto al sol, planeando a setenta nudos sobre la cadena de icebergs colosales mientras perseguía al valiente escuadrón del capitán de corbeta Lindsey hacia el este por el Mar de Noruega.

En su corta pero ajetreada carrera de marinero preferente, Neil Weisinger había gobernado todo tipo de barco mercante imaginable, desde buques frigoríficos hasta cargueros de los Grandes Lagos, desde bulkcarriers hasta ro-ros, pero nunca había tomado el timón de algo tan raro como el vapor Carpco Maracaibo.

—A la derecha, cero-dos-cero —ordenó el oficial de guardia, Mick Katsakos, un cretense moreno con pantalones acampanados blancos, una parka manchada de aceite y una gorra griega de pescador.

—Derecha, cero-dos-cero —repitió Neil, girando el timón.

Desde luego, había oído hablar de barcos como ése, petroleros del Golfo Pérsico equipados teniendo en cuenta las realidades políticas del Oriente Medio. Cuando estaba lleno hasta la línea de carga, un petrolero del Golfo sólo llevaba la mitad de la carga de un transportador de crudo ultra grande convencional y, sin embargo, desplazaba un tercio más de agua. Una sola mirada a la silueta del Maracaibo bastaba para explicar esa disparidad. Había tres cañones Phalanx de 20 mm sobre el castillo de proa; seis cañones Meroka de 12 tubos sobresalían de popa; cincuenta cargas de profundidad Westland Lynx Mk-15 estaban pegadas a las amuradas. En cuanto a misiles, el Maracaibo conseguía el ideal elusivo del multiculturalismo: Crotales de Francia, Aspides de Italia, Sea Darts de Gran Bretaña, Homing Hawks de Israel. Desde que añadiera doce petroleros del Golfo Pérsico a su flota de navegación, las acciones de Carpco habían subido once puntos.

—Rumbo franco —dijo Katsakos.

—Rumbo franco —repitió Neil.

Era la hostia de peligroso, este asunto de maniobrar a alta velocidad a través de los icebergs y de los témpanos de hielo del Mar de Noruega. A pesar de su categoría de segundo oficial, Katsakos no parecía un marino especialmente listo o experimentado (el día anterior les había desviado seis leguas antes de darse cuenta de su error), y la verdad era que Neil no se fiaba de que pudiera guiar el petrolero sin peligro. El deseo ferviente de Neil era que el capitán mismo del Maracaibo apareciera en el puente y le relevara.

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