James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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Oliver tenía que reconocerlo: su gran cruzada estaba a punto de fracasar. A base de quedarse sentados sin hacer nada durante tres semanas, Pembroke y Flume habían acumulado lo suficiente en igualas para poner en escena un Día D de primera clase y, aunque la idea de hundir un golem japonés seguía atrayéndoles, estaban mucho más ansiosos por llegar a casa y localizar una maqueta a un precio razonable de Normandía. Además, incluso si Oliver lograba convencer de algún modo a todo el mundo para que se quedase en Point Luck hasta que un vuelo de reconocimiento de PBY divisara el Val, era bastante posible que, debido al terrible tiempo ártico, el almirante Spruance se negara a dar luz verde. Los alerones y los trenes de aterrizaje se pegaban durante los viajes rutinarios. Los cables de combustible se atascaban. La cubierta de vuelo se congelaba antes de que los hombres del capitán Murray pudieran despejarla: una placa de hielo intacta tan inmensa como el espejo del telescopio Hubble.

Oliver pasó esos días sombríos en el bar, garabateando al azar en su bloc de dibujo mientras intentaba pensar en razones por las que no importaba no destruir el Corpus Dei después de todo.

—Chicos, quiero haceros una pregunta —anunció, dando los últimos toques a una caricatura de Myron Kovitsky—. Esta campaña nuestra… ¿está justificada realmente?

—¿A qué te refieres? —preguntó Barclay, mezclando con destreza una baraja de cartas.

—Quizá habría que dejar el cuerpo en paz —dijo Oliver—. Quizá incluso habría que sacarlo a la luz, como insistía Sylvia Endicott el día que dimitió. —Giró sobre el taburete del bar y se colocó cara a cara frente a Winston—. Una revelación podría incluso desencadenar tu Verdadera Revolución, ¿no? Cuando todo el mundo sepa que Él la ha palmado, dejarán sus iglesias y empezarán a construir el paraíso de los trabajadores.

—No sabes mucho sobre el marxismo, ¿verdad? —Winston coloco dos docenas de tapones sueltos de Frydenlund formando un martillo y una hoz—. Hasta que les den algo mejor con qué sustituirla, las masas nunca abandonarán la religión, con cadáver o sin él. Por supuesto, una vez que la justicia social triunfe el mito de Dios desaparecerá —chasqueó los dedos—, así.

—Anda, no digas tonterías. —Barclay hizo que la reina de picas saltara del paquete como por arte de magia—. La religión siempre existirá, Winston.

—¿Por qué lo crees?

Al Jolson subió al escenario tambaleándose por la borrachera.

—Por una palabra —dijo Barclay—. Muerte. La religión la soluciona, la justicia social no. —Girándose hacia Oliver, hizo que la jota de corazones saltara a la falda de su amigo—. Pero qué más da, ¿no? Odio ser franco, Oliver, pero creo que es muy probable que el barco de Cassie se haya hundido.

Mientras Oliver se estremecía, Jolson empezó a cantar a capella:

Me encanta ver a Shirley hacer aguas menores,
sabe mear con un chorro tan chulo.
Sabe mear de todos los colores,
y el vapor no deja que le veas el culo.

Y en ese instante la voz cargada de interferencias del intérprete de Ray Spruance salió como una explosión de los altavoces.

—¡Atención, todo el mundo! ¡Les habla el almirante! ¡Buenas noticias, chicos! ¡Los primeros partes del mar del Coral indican que el Destacamento diecisiete ha dañado de gravedad los portaaviones japoneses Shohu y Shokaku, evitando así que el enemigo ocupara Port Moresby!

Un solo marinero aplaudió. Un piloto solitario dijo:

—Qué bien.

—Se está dejando unos cuantos detalles —dijo el intérprete de Wade McClusky, sentándose con los tres ateos en el bar—. Tiene miedo de mencionar que perdimos Lexington en esa batalla en concreto.

—La verdad: la primera víctima de la guerra —dijo Winston.

—¡Atención! —continuó Spruance—. ¡Atención! ¡Que todos los hombres adscritos al Destacamento diecisiete se presenten en el barco de inmediato! ¡Esto no es un ejercicio! ¡Todos los hombres de Bombardeo de Reconocimiento Seis, de Torpedo Seis y de Enterprise se presentarán de inmediato! —Spruance cambió de pronto a un tono jovial y campechano—. ¡Fresa Diez acaba de divisar al enemigo, muchachos! ¡Ese golem japonés está en aguas árticas y vamos a tenderle una emboscada a ese mamón!

—Eh, camaradas, ¿lo habéis oído? —chilló Winston.

—¡Lo conseguimos, tíos! —gritó Barclay—. ¡Tenemos a la irracionalidad cogida por los huevos!

Oliver abrazó el cuaderno de bocetos y besó la caricatura de Myron Kovitsky. ¡El Valparaíso se mantenía a flote! ¡Cassandra estaba viva! Se la imaginó de pie en una de las alas del puente del petrolero, escudriñando el cielo en busca de los escuadrones prometidos. «Voy para allá, cariño —pensó—. Aquí llega Oliver a salvar tu Weltanschauung».

McClusky se acercó resuelto al Victrola de Pembroke y, tras separar el enorme altavoz cónico, se lo llevó a la boca como un megáfono.

—¡Bueno, muchachos, ya habéis oído al almirante! ¡En marcha, a demostrar a esos japos que no tienen derecho a meterse con el orden natural de las cosas!

Así que ya había llegado, la coyuntura agridulce que cada hombre había esperado con paciencia suprema, el momento en que debía buscar a su cabaretera favorita y decirle au revoir. Conteniendo lágrimas medio de cocodrilo, medio verdaderas, el marinero que Oliver tenía más cerca le apretó la mano con fuerza a su mejor chica, una mujer regordeta con dos coletas y hoyuelos, y le juró solemnemente que le escribiría todos los días. La cabaretera, a su vez, permitió que el marinero le sacara jugo al dinero de Oliver, asegurándole que llevaría su breve encuentro en el corazón para siempre. Por toda la Cantina del Sol de Medianoche se intercambiaban números de teléfono, junto con besos fugaces y recuerdos sentimentales (broches y mechones de pelo por parte de las mujeres, prendedores de corbata e insignias de aviación por parte de los hombres). Incluso Arnold Kovitsky se dejó llevar por el ambiente, fue hasta el micrófono con decisión y se transformó en Marlene Dietrich cantando Lili Marlene.

Los soldados temblaron y lloraron, aturdidos por la belleza pura de todo aquello: la canción, las despedidas, la llamada a las armas.

Un aviador rubio de mejillas sonrosadas cuya insignia decía que se llamaba BEESON se giró hacia McClusky y alzó la mano.

—¿Sí, teniente Beeson?

—Comandante McClusky, ¿tenemos tiempo para un último foxtrot?

—Lo siento, marinero, el tío Sam nos necesita ahora mismo. ¡A sus puestos de combate, soldados!

14 de septiembre.

Latitud: 66°50’N. Longitud: 2°45’O. Rumbo: 044. Velocidad: 7 nudos. Temperatura del mar: –5° Celsius. Temperatura del aire: –11° y bajando.

A las 0745 ocurrieron dos acontecimientos trascendentales. El Valparaíso cruzó el círculo ártico y yo me afeité la barba. Una operación de importancia. Tuve que pedirle prestado un par de tijeras de carnicero a Follingsbee y, despues, gasté media docena de cuchillas de afeitar desechables de Ockham.

El hielo envuelve nuestro cargamento, una costra suave que va de la cabeza a los pies como la tripa que envuelve una salchicha. Cuando lleguemos a Kvitoya, su carne estará sólida como el mármol.

—Ve, la putrefacción se ha detenido, tal como predijeron nuestros ángeles —dije, acercándome a grandes pasos a Ockham—. No necesitamos el maldito formaldehído del Vaticano.

El padre estaba en la cubierta de popa, observando cómo el grupo de la sala de bombeo se deslizaba por el esternón de Dios. Últimamente, el patinaje sobre hielo se ha convertido en el entretenimiento principal de la tripulación, y ha llegado a eclipsar tanto al stud-poker como al ping-pong. Su equipo es una chapuza —cuchillos fijados a borceguíes— pero funciona bien. Para mayor protección contra el frío, se cubren las manos, los pies y la cara con grasa gloriosa. Ockham me miró a la cara y sonrió, obviamente, aliviado de que volviéramos a hablarnos.

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