James Morrow - Remolcando a Jehová
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- Название:Remolcando a Jehová
- Автор:
- Издательство:Norma
- Жанр:
- Год:2001
- Город:Barcelona
- ISBN:84-8431-322-0
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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Unos minutos después de que Sam se marchara, apareció un bote de fibra de vidrio con un arpa dorada en el lado, husmeando nuestras cadenas de remolque como un perro lobo irlandés olfateándole los huevos a su compañero de camada. El patrón sacó el megáfono y exigió una reunión y no tuve elección. Con el Vaticano buscándonos en el Maracaibo, no iba a irritar también al resto de la cristiandad militante.
El comandante Donal Gallogherm de los guardacostas de la República de Irlanda resultó ser uno de esos hijos de la gran puta grandullones y ordinarios que Pat O’Brien solía interpretar en las películas. Subió al puente con su segundo comandante, el vivaz Ted Mulcanny, y entre los dos me hicieron sentir nostalgia, no por la ciudad de Nueva York actual, sino por la ciudad de Nueva York de la leyenda de Hollywood, la Nueva York de los policías irlandeses afectuosos que aporreaban con sus porras en el trasero a los Chicos del Callejón sin Salida. Y, básicamente, eso eran estos payasos: un par de polis irlandeses que hacían su ronda acuática desde el cabo Slyne hasta la Bahía de Shannon.
—Qué nave tan impresionante —dijo Gallogherm, dando zancadas por la timonera como si el lugar fuera suyo—. Invadió toda la pantalla del radar.
—Nos hemos desviado un poco del rumbo —apuntó Dolores Haycox, la oficial de guardia—. El maldito Marisat… siempre está fallando.
—Llevan una bandera de conveniencia muy rara —comentó Gallogherm.
—Ya la ha visto —le dije.
—¿Ah, sí? Pues, ¿sabe qué pensamos el Sr. Mulcanny y yo? Pensamos que este petrolero suyo sin ruta fija contraviene unas cuantas normas, así que tendremos que ver su derecho de tránsito de petróleo crudo.
—¿El derecho de tránsito de qué? —pregunté, deseando haber atropellado su bote cuando tuve ocasión—. Buf.
—¿No lo tienen? Es un requisito indispensable para cruzar aguas territoriales irlandesas con un superpetrolero cargado.
—Vamos lastrados —protestó Dolores Haycox.
—Y una mierda. Están en lo alto de la línea de carga, marinerita, y si no presentan un derecho de tránsito de petróleo crudo de inmediato, nos veremos obligados a retenerles en Galway.
—Oiga, Comandante —pregunté, entendiendo—, ¿no tendría usted por casualidad uno de esos «derechos de tránsito de petróleo crudo» en el bote?
—No estoy seguro. ¿Tú qué dices, Teddy?
—Precisamente esta mañana me fijé en que había un documento así revoloteando por mi mesa.
—¿Está… en venta? —pregunté.
Gallogherm me mostró la mayoría de sus dientes.
—Pues ahora que lo menciona…
—Dolores, creo que tenemos una pila de, ¿cómo se llaman?, cheques de viaje de American Express en la caja fuerte —dije.
—Cuesta ochocientos dólares americanos —dijo Gallogherm.
—Cuesta seiscientos dólares americanos —le corregí, mientras la oficial se iba a buscar los cheques.
—¿Querrá decir setecientos?
—No, quiero decir seiscientos.
—¿Querrá decir seiscientos cincuenta?
—Quiero decir seiscientos.
—Sí, claro que sí —dijo Gallogherm—. Entonces, por supuesto —se apretó la nariz—, está el asunto grande y fragante de los residuos que están remolcando.
—Huele igual que un inglés —dijo Mulcanny.
Sabía exactamente cómo enredarles.
—La verdad, comandante, es que se trata del cuerpo muerto y podrido de Dios Todopoderoso.
—¿La qué? —soltó Mulcanny.
—Tiene un sentido del humor escandaloso —dijo Gallogherm, más divertido que ofendido.
—¿El Dios católico o el protestante? —preguntó Mulcanny.
—Teddy, hijo, ¿no sabes reconocer cuándo te están haciendo una broma? —Gallogherm me hizo un guiño de complicidad—. En fin, que lo que tenemos aquí es un capitán ambicioso que resulta que ha convertido su superpetrolero en una chalana de basura freelance, ¿he acertado? ¿Y dónde tenía intención de verterla este capitán ambicioso?
—Allá por el norte. Svalbard.
Haycox regresó a tiempo para oír a Gallogherm decir:
—En cualquier caso, tendremos que ver su derecho de tránsito de residuos sólidos.
—Será mejor que no se le vaya la mano, comandante.
—Los derechos de tránsito de residuos sólidos normalmente van a seiscientos dólares americanos, pero esta semana están sólo a quinientos.
—No, esta semana están sólo a cuatrocientos. Es más, si ustedes dos, piratas, no dejan de jodernos, les garantizo que este chanchullo suyo no tardará en salir en la primera plana del Irish Times.
—No se atreva a juzgarme, capitán. No tiene ni idea de lo que he visto en mi vida. Irlanda es una nación en guerra. No tiene ni idea de lo que he visto.
Con expresión adusta, firmé y anoté cheques de viaje por valor de mil dólares.
—Aquí tiene su peaje asqueroso —gruñí, untando a Gallogherm.
—Ha sido un placer hacer negocios con usted.
—Ahora lárguese de mi barco.
A las 1600, Follingsbee y Pindar aparecieron con las provisiones. Si se hace un cálculo del dinero que nos estafó Gallogherm, cada naranja nos costó cerca de un dólar veinticinco y el resto fue igual de abusivo. Al menos es material de calidad, Popeye, boniatos jugosos, coles crujientes, patatas irlandesas fuertes. Tendrías envidia de nuestras espinacas.
Ahora es medianoche. Un mar picado a ambos lados del barco. La Osa Menor está en lo alto. Ante nosotros están las Islas Feroe, a ciento treinta kilómetros por la forma en que vuela el petrel, y luego es mar abierto hasta Svalbard. Justo ahora hablaba Rafferty por el interfono y me decía que el reflector de proa ha distinguido «un iceberg con la forma del logo de Paramount Pictures».
Nos dirigimos hacia el gélido mar de Noruega, equilibrados con sangre, avante a toda máquina, y vuelvo a sentirme como un capitán.
Con la jarra de cerveza en la mano, Myron Kovitsky fue arrastrando los pies hasta el taburete del piano, se sentó y, tras ajustarse la nariz de Jimmy Durante, empezó a golpear las teclas. Se rascó la narizota y alzó su voz grave, cantando con la música de John Brown’s Body.
Volábamos en nuestros bombarderos a treinta putos metros.
Hacía un tiempo de mierda, puta lluvia y puta aguanieve.
La brújula oscilaba hacia el puto Sur y hacia el puto Norte.
Pero hicimos un puto aterrizaje en el Estuario del puto Forth.
Durante dejó de tocar y mostró a la muchedumbre una gran sonrisa de chiflado. Los hombres del Enterprise se revolvieron incómodos en los asientos. Nadie aplaudió. Oliver sintió vergüenza ajena. Impertérrito, Durante tomó un trago de Frydenlund y se puso a cantar el estribillo.
¿A que la Marina es una puta mierda?
¿A que la Marina es una puta mierda?
¿A que la Marina es una puta mierda?
Hicimos un puto aterrizaje en el Estuario del puto Forth.
Levantándose del taburete, Durante dijo:
—¡Buenas noches, Sra. Calabash, dondequiera que esté!
Eran tiempos difíciles en la Cantina del Sol de Medianoche. Muerta de aburrimiento y harta del frío, la Gran Máquina de la Nostalgia Americana había empezado a adulterar su repertorio con canciones subidas de tono que, a pesar de su autenticidad histórica, estaba claro que no eran nada que Jimmy Durante, Bing Crosby o las Andrews Sisters hubieran cantado en público. Las cabareteras estaban cansadas de fingir que estaban chifladas por los pilotos y los marineros, y los pilotos y los marineros estaban cansados de que las cabareteras estuvieran hartas de ellos. En cuanto a Sonny Orbach y sus Harmonicoots, habían desaparecido del mapa por completo, se habían ido a reencarnar a la orquesta de Glenn Miller en un bar mitzbah de Connecticut, un compromiso contraído hacía mucho tiempo que habían insistido en respetar a pesar de la oferta de Oliver de doblarles el sueldo. Aquellos soldados que aún tenían ganas de bailar se vieron obligados a conformarse con las flojas aptitudes al piano de Myron Kovitsky o con el fonógrafo Victrola de Sidney Pembroke que hacía chirriar los discos originales de 78 rpm de Albert Flume, de Tommy Dorsey, de Benny Goodman y del auténtico Glenn Miller.
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