Larry Niven - El martillo de Lucifer

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El martillo de Lucifer: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando EL MARTILLO DE LUCIFER, el cometa gigante, chocó contra la Tierra, hizo pedazos la civilización. Los días felices habían terminado. Estaban viviendo el fin del mundo. Los terremotos eran tan fuertes que no podían medirse con la escala de Ritcher. Las olas marinas alcanzaban alturas incalculables. Las ciudades se convirtieron en océanos, y los océanos en nubes. Era el principio de la nueva Edad del Hielo. Y el final de los gobiernos, los planes, los hospitales y el derecho. Y sobre ellos, igual que otro martillo del demonio, la más terrible selección del hombre hecha por el hombre que jamás se había producido.

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—Este hombre se explica bien, ¿no te parece?

—Es un programa bien hecho. ¿Te dije que conocí al hombre que lo ha realizado? Y también conocí a Tim Hamner. En la misma fiesta, con Harvey Randall. Hamner es un caso, un maníaco. Acababa de descubrir ese cometa y no podía esperar para decírselo a todo el mundo.

Johnny Baker se llevó el vaso a los labios. Luego, tras una larga pausa, dijo:

—Por el Pentágono corren unos curiosos temores.

—¿Ah, sí?

—Me llamó Gus, de Downey. Parece que Rockwell está restaurando un Apolo, y se hablaba de utilizar las secciones propulsoras Titán de un proyectil Big Bird para otro proyecto. ¿Sabes algo?

Ella tomó un sorbo de su bebida y sintió una oleada de tristeza. Ahora sabía por qué Johnny Baker le había llamado el día anterior. Había estado seis semanas en el Pentágono, seis semanas en Washington sin intentar verla, y ahora... «Está bien, pensó, voy a sorprenderte un poco.»

—Papá está tratando de que el Congreso destine fondos para una misión de estudio del cometa.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Johnny.

—Completamente en serio.

—Pero...

Le temblaban las manos, lo cual era muy raro en él. John Baker había pilotado cazas sobre Hanoi, y sus maniobras eran siempre perfectas. Los MIG enemigos nunca tenían una oportunidad. Y una vez había extraído esquirlas de metralla al jefe de su escuadrilla, porque no había tiempo para esperar a los sanitarios. Una esquirla se había clavado en el pecho del jefe y Baker la había extraído y partido diestramente para exponer la arteria, que pinzó con dedos firmes mientras el jefe gritaba y los morterazos del Vietcong llovían sobre el campo. Pero sus manos nunca habían temblado.

Ahora, en cambio, temblaban.

—El Congreso no concederá el dinero.

—A lo mejor sí. Los rusos están planeando una misión. No podemos dejar que nos lleven la delantera —dijo Maureen—. La paz depende de que les mostremos que aún estamos dispuestos a competir, si eso es lo que quieren. Y si competimos, vamos a ganar.

—No me importa si es con los marcianos con quien competimos. Tengo que ir. —Apuró su vaso, con manos súbitamente firmes, y repitió—: Tengo que ir.

Maureen le observaba fascinada. Había dejado de temblar porque tenía una misión. Y ahora ella sabía qué misión era: ella, conseguir que ella le embarcara en aquella expedición. Un minuto antes, Johnny podría haber estado realmente enamorado de ella, pero ahora no.

—Lo siento —dijo abruptamente—. Tenemos poco tiempo para estar juntos y te cargo con esto, pero... Me has puesto sobre ascuas, no puedo pensar en otra cosa.

Bebió de un largo trago su whisky diluido en agua helada y volvió a fijarse en la pantalla. Maureen se preguntó si había estado imaginando cosas. ¿Hasta qué punto John Baker era inteligente?

Por fin terminaron los anuncios y en la pantalla aparecieron de nuevo los Laboratorios de Propulsión a Reacción.

Harry Newcombe mascaba apresuradamente el resto de su bocadillo mientras conducía con una mano la camioneta del correo. El reglamento le facilitaba tiempo libre para almorzar, pero él nunca lo tomaba. Utilizaba el tiempo para cosas mejores.

Bastante después del mediodía llegó al rancho Silver Valley. Como siempre, se detuvo ante la valla. Desde allí podía ver, a través de un paso en las colinas, la majestad de la Sierra Alta, al Este. La nieve resplandecía en sus cumbres. Al oeste había más colinas, y el sol muy bajo por encima de ellas. Harry se bajó del vehículo para abrir la valla, la cruzó y luego la cerró de nuevo cuidadosamente. No hizo caso del gran buzón situado a un lado de la valla.

Se detuvo de nuevo para coger una granada del bosquecillo que se había formado a partir de un solo árbol y que aún, desatendido, se propagaba ladera abajo, hacia el arroyo. Harry lo había visto crecer durante el medio año que hacía aquella ruta, y se preguntaba cuándo llegarían los granados al terreno poblado de cardos. ¿Eliminarían a las matas espinosas? La verdad es que él no tenía idea, pues era un muchacho de ciudad, o, mejor dicho, lo había sido. Y si no volvía a ver una ciudad nunca más en su vida, tanto mejor.

Harry se cargó la saca a la espalda y avanzó ladeado hacia la puerta. Tocó el timbre y dejó la saca en el suelo.

Cesó el tenue fragor de una aspiradora. La señora Cox abrió la puerta y sonrió al ver la voluminosa saca junto a Harry.

—Vaya, el correo. Hola, Harry.

—Hola, señora Cox. Aquí me tiene con un saco de basura.

—Pasa, Harry. ¿Te apetece un café?

—No me retenga, señora Cox. Va en contra del reglamento.

—Café recién hecho. Y panecillos que acaban de salir del horno.

—Bueno... No puedo resistirme a eso. —Harry metió la mano en una pequeña bolsa que colgaba de su hombro.

—Carta de su hermana de Idaho. Y algo del senador. —Le entregó las cartas, luego cargó de nuevo la saca a la espalda y avanzó unos pasos—. ¿Quiere que lo deje en algún sitio en especial?

—La mesa del comedor es lo bastante grande.

Harry vertió el contenido de la saca sobre una hermosa mesa de madera pulida que parecía haber sido tallada de un solo tronco y tener cincuenta años por lo menos. Ya no se fabricaban muebles así. Si había una pieza semejante en la casa del guarda, ¿qué habría en la gran mansión en lo alto de la colina?

La mesa quedó inundada bajo un diluvio de correspondencia: peticiones de ayuda de organizaciones caritativas, cartas de varios partidos políticos y de universidades. Ofertas de participación en sorteos mediante la compra de discos, ropas, libros, suscripciones a revistas. «¡Usted ya puede haber ganado 100$ a la semana durante toda su vida!» Panfletos religiosos y políticos, literatura sobre el impuesto único, muestras gratuitas de jabón, dentífrico, detergente y desodorante.

Alice Cox trajo el café. Sólo tenía once años, pero ya era hermosa, con una larga cabellera rubia y ojos azules. Era una muchacha confiada, como Henry sabía por haberla visto cuando estaba libre de servicio. Pero allí podía ser confiada, puesto que nadie iba a molestarla. La mayoría de los hombres de Silver Valley estaban bien armados, y sabían muy bien qué hacer con cualquiera que molestara a una niña de once años.

Aquella era una de las cosas del valle que a Harry le gustaban. No la amenaza de violencia, porque Harry detestaba la violencia. Pero no era más que una amenaza. Los rifles salían de los armeros sólo para la caza de ciervos, en la temporada o fuera de ella si los rancheros estaban hambrientos o los ciervos se metían en las cosechas.

La señora Cox trajo panecillos. La mitad de las personas en la ruta de Harry le ofrecían café y comida cuando él les llevaba el correo, y Harry solía dejar de lado el reglamento. La señora Cox no hacía el mejor café del lugar, pero sin lugar a dudas la taza en que lo servía era la más elegante, de fina porcelana, demasiado buena para un cartero medio hippie. La primera vez que Harry fue a la casa bebió agua en una taza de hojalata y no pasó de la puerta. Ahora se sentaba ante la mesa y bebía café en taza de porcelana. Aquella era otra razón para mantenerse alejado de las ciudades.

Harry sorbió el café apresuradamente. Había otra muchacha rubia, ésta de dieciocho años y abordable, y el cartero tenía también un montón de correo para ella. Estaría en casa. Donna Adams siempre estaba en casa cuando iba Harry.

—Hay mucha correspondencia para el senador —dijo Harry.

—Sí, está otra vez en Washington —informó la señora Cox.

—Pero volverá pronto —terció Alice.

—Ojalá vuelva pronto —dijo la señora Cox—. Cuando el senador está en su residencia hay mucho movimiento, gente que viene y va, todos importantes. El presidente pasó una noche en la mansión. Los del servicio secreto lo pusieron todo patas arriba. Los agentes recorrían el rancho de un extremo a otro. —Se echó a reír y Alice se unió a ella. Harry pareció perplejo—. Como si alguien en este valle pudiera hacer daño al presidente de Estados Unidos —concluyó la señora Cox.

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