Larry Niven - El martillo de Lucifer

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El martillo de Lucifer: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando EL MARTILLO DE LUCIFER, el cometa gigante, chocó contra la Tierra, hizo pedazos la civilización. Los días felices habían terminado. Estaban viviendo el fin del mundo. Los terremotos eran tan fuertes que no podían medirse con la escala de Ritcher. Las olas marinas alcanzaban alturas incalculables. Las ciudades se convirtieron en océanos, y los océanos en nubes. Era el principio de la nueva Edad del Hielo. Y el final de los gobiernos, los planes, los hospitales y el derecho. Y sobre ellos, igual que otro martillo del demonio, la más terrible selección del hombre hecha por el hombre que jamás se había producido.

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Dr. John A. Wood, Instituto Smithsoniano

Fred Lauren realizó delicados ajustes en el telescopio. Era un instrumento de gran tamaño, un refractor de diez centímetros sobre un pesado trípode. El piso le costaba demasiado dinero, pero lo necesitaba por el lugar en que se hallaba. Sus únicos muebles eran un sofá barato, algunos cojines en el suelo y el gran telescopio.

Fred observó una ventana a oscuras a unos cuatrocientos metros de distancia. Ella debería volver pronto a casa, como siempre. ¿Qué podría estar haciendo? Se había marchado sola, pues nadie se había presentado para buscarla. La idea le asustó primero y luego le hizo sentirse angustiado. ¿Y si hubiera encontrado un hombre en alguna parte? ¿Si hubieran ido a cenar y luego a su apartamento? En aquel momento el desconocido podría estar tocándole los pechos con sus puercas manos. Tendría unas manos velludas, ásperas, como las de un mecánico, y las deslizaría hacia abajo, acariciándole la suave curva de su vientre.

¡No! Ella no era de esas, no dejaría que nadie le hiciera algo así, de ninguna manera.

Pero todas las mujeres lo hacían. Incluso su madre. Fred Lauren se estremeció. Un recuerdo que rechazaba le vino a la mente. Se vio cuando tenía nueve años recién cumplidos, el día que entró en la habitación de su madre para pedirle que rezara con él, y la encontró tendida en la cama, con el hombre al que llamaba tío Jack encima de ella, emitiendo quejidos y retorciéndose, y el tío Jack había saltado del lecho.

—¡Maldito bastardo, voy a cortarte los testículos! ¿Quieres mirar? ¡Ya lo creo que vas a mirar! ¡Quédate ahí, y si dices una palabra te cortaré lo que tienes entre las piernas!

El había mirado, y su madre dejó que aquel hombre...

La ventana se iluminó. ¡Ella había vuelto a casa! Fred contuvo el aliento. ¿Estaría sola?

La mujer llevaba una gran bolsa de víveres, que dejó en la cocina. Fred pensó que a continuación se serviría una copa. Ojalá no bebiera tanto. Parecía fatigada. La observó mientras ella se preparaba un martini y llevaba la coctelera a la cocina. Fred no la siguió con el telescopio, aunque podría haberlo hecho. Prefería esperar.

Ella tenía un rostro triangular, con grandes pómulos, la boca pequeña y grandes ojos oscuros. Su cabello rubio, largo y flotante, estaba teñido. Su vello púbico era muy negro. Fred le había perdonado aquella pequeña decepción, pero al principio le había sorprendido.

Regresó con la coctelera y una cuchara de cristal. En una tienda de regalos, en la misma calle, había una cuchara para cóctel de plata, y Fred la miraba a menudo, tratando de reunir el valor suficiente para comprársela. Tal vez ella le invitaría a su apartamento. Pero no lo haría hasta que él le hiciera regalos, y él no podría hacerlo porque sabía lo que a ella le gustaba y, naturalmente, ella querría saber cómo se había enterado. Fred Lauren alargó la mano para tocar a la mujer a través del espejo mágico de su telescopio... pero sólo mentalmente, sólo en su anhelo desesperado.

Ahora, ahora iba a hacerlo. Ella no tenía suficientes vestidos buenos para llevar al trabajo. Trabajaba en un banco, y aunque los bancos permiten que las chicas lleven pantalones y todas las cosas desagradables con que las chicas se visten últimamente, ella no lo hacía. Colleen era distinta. Fred sabía su nombre. Quería abrir una cuenta en su banco, pero no se atrevía. Ella se vestía bien para lograr ascensos y había sido promovida a la sección de cuentas nuevas, y Fred no podría hablarle allí. Estaba orgulloso de su ascenso, pero hubiera preferido que siguiese de cajera, porque entonces él podría entrar, acercarse a su ventanilla y...

Ella se quitó el vestido azul y lo colgó cuidadosamente en el único armario. Su piso era muy pequeño, constaba sólo de una habitación con un baño y una cocina y comedor juntos. Dormía en el sofá.

Sus enaguas estaban raídas. El la había observado mientras las remendaba por la noche. Bajo las enaguas llevaba unas bragas negras con puntillas. Fred podía ver el color a través de las enaguas. A veces, las bragas eran rosas con listas negras.

Pronto se daría un baño. Los baños de Colleen eran prolongados. Fred podría trasladarse a su casa y llamar a la puerta antes de que ella hubiera terminado. Sin duda abriría la puerta, porque confiaba en la gente. Una vez había abierto la puerta vestida sólo con una toalla, dejando atónito al empleado de la telefónica que había llamado, y otra vez fue el vigilante del edificio. Fred supo que podía imitar la voz del vigilante. Le siguió a un bar y le oyó hablar. Ella abriría la puerta...

Pero no podía hacerlo. Sabía lo que haría si ella le abría la puerta. Sabía lo que ocurriría después. Esa sería la tercera vez, el tercer delito sexual. Entonces le encerrarían con todos aquellos hombres, aquellos animales. Fred recordaba lo que los hombres enjaulados le habían llamado y cómo se habían aprovechado de él. Gimoteó y ahogó el sonido, como si ella pudiera oírle.

La mujer se puso una bata. Mientras se hacía la cena en la cocina, se sentó en el sofá y encendió el televisor. Fred cruzó la habitación para encender su propio aparato y sintonizar el mismo canal, y luego regresó rápidamente al telescopio. Ahora podía mirar por encima del hombro de la mujer, ver la imagen de su televisor y escuchar el sonido, y era como si Fred y su chica estuvieran juntos viendo la televisión.

Era un programa sobre un cometa.

Las manos del hombre eran grandes, esbeltas, suaves, más fuertes de lo que parecían. Se movían expertamente sobre el cuerpo de Maureen. Ella gimió y de súbito atrajo al hombre hacia sí, arqueándose y envolviéndole entre sus largas piernas. El la apartó poco a poco y siguió acariciándola, actuando sobre ella como... las toberas de un módulo lunar. Aquella imagen extraña y discordante permaneció en su mente, mientras los labios y la lengua del hombre exploraban sus senos. Llegó por fin el momento, y ella pudo perderse en él. Ahora no pensaba en ninguna técnica, pero él la tenía. Nunca perdía el dominio de sí mismo. No terminaría hasta que ella lo hubiera hecho, podía estar segura de ello, y ahora no había tiempo para pensar, sólo las oleadas de una sensación estremecedora...

Le pareció como si volviera a casa después de un largo viaje.

Permanecieron tendidos, cada uno respirando el aliento del otro. Finalmente, él se movió. Maureen le cogió por los cabellos rizados, alzándole la cabeza. De pie, aquel hombre tenía su misma estatura: los astronautas no suelen ser muy altos. Cuando estaba encima de ella, su cabeza le llegaba a la garganta. Ella se incorporó para besarle y exhaló un suspiro de satisfacción.

Ninguna idea extraña cruzaba ya la mente de Maureen. Ojalá le amara, se dijo. ¿Por qué no le quiero? ¿Porque es tan vulnerable?

—Dime, Johnny. ¿Tu mente se distrae alguna vez?

El pensó la pregunta antes de responderla.

—Cuentan una anécdota de John Glenn... —Se apoyó en un codo—. Los médicos espaciales trataban de averiguar todo lo que podríamos soportar sin perder eficacia. Había un montón de cables conectados al cuerpo de Glenn para que pudieran observar los latidos de su corazón y la respiración mientras se entrenaba en un simulacro de vuelo Géminis. De improviso empezaron a arrojar un chorro de virutas de hierro que caían sobre una bandeja metálica en movimiento, justo a su espalda. El ruido era infernal, y siguió durante mucho rato. El corazón de Glenn se sobresaltó y aparecieron grandes alteraciones en la representación gráfica, pero él ni siquiera se movió. Continuó entrenándose durante todo el programa y al final llamó a los médicos hijos de perra.

Esperó a que ella terminara de reír y luego, un poco tristemente, añadió:

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