Apenas tardó un segundo en tomar una decisión. Se volvió, apuntó el arma y disparó dos veces, para asegurarse. El hombre cayó al suelo. El horror se reflejaba en los ojos del tendero, y Alim disparó tres veces más. Otro atraco no hubiera molestado a nadie, pero los cerdos trabajaban a fondo cuando se trataba de asesinato. Aunque lamentable, era mejor no dejar testigos.
Salió rápidamente y no se dirigió al coche robado que estaba al otro lado de la calle, sino que caminó media manzana, se internó en un callejón y salió a otra calle. Todavía sentía en el brazo ese cosquilleo peculiar y atávico. El hombre había sido hecho para usar una porra, y una pistola es el último grito en porras. Cierra el puño, y si el enemigo está lo bastante cerca para verle el rostro, un golpe lo derribará al suelo, sin vida. ¡Poder! Alim conocía gente a la que había enviciado aquella sensación.
Su hermano, hijo de su misma madre, no sólo de raza, le esperaba en un coche que no era robado. Avanzaron al límite permitido de velocidad, lo bastante rápido para no llamar la atención, pero con suficiente lentitud para que no les detuvieran.
—He tenido que despachar a dos —dijo Alim.
Harold se estremeció, pero su voz era fría.
—Lástima. ¿Quiénes eran?
—Nadie. Nadie importante.
La mayoría de los astrónomos conciben a los cometas como una vasta nube que rodea él sistema solar y que tal vez se extienden hasta llegar a medio camino de la estrella más próxima. El astrónomo holandés J. H. Oort, con cuyo nombre suele designarse la nube, ha calculado que ésta podría contener quizá cien mil millones de cometas.
Brian Marsden, Instituto Smithsoniano
Los acomodaron en la confortable Sala Verde. Dos ujieres y una camarera sorprendentemente bonita llenaban sus vasos en cuanto estaban vacíos, por lo que Tim Hamner bebió más de lo que quería. Pero pensó que estaba bien en comparación con Arnold. Arnold era un autor de best-sellers, y nunca hablaba de nada que no saliera en sus libros. Cuando Tim le dijo que el cometa Hamner-Brown ya era visible a simple vista, Arnold no supo de qué le estaba hablando, y cuando Tim se lo dijo, quiso conocer a Brown.
Uno de los ujieres hizo una seña y Tim, vacilante, se puso en pie. Las escaleras no le habían parecido tan empinadas cuando las bajó. Llegó al estudio y escuchó el fin del monólogo profesional de Johnny y los aplausos del auditorio.
Johnny estaba en plena forma y bromeaba con los demás invitados. Tim recordó, por haberlo leído en el cartel de la entrada, que Sharps, del JPL, había dado una conferencia sobre cometas, y que Johnny parecía saber mucho de astronomía. La otra invitada, una matrona respetable cuyo busto, veinte años atrás, había proporcionado un nuevo término a la lengua inglesa, no cesaba de interrumpir con chistes de color subido. La matrona estaba ebria como una cuba. Tim recordó que se llamaba Mary Jane, y que ya nadie la conocía por su nombre artístico. Con su edad y su peso, hubiera sido ridículo.
Las palabras de apertura provocaron en Tim un instante de pánico al verse ante el público. Entonces Johnny se volvió hacia él y le preguntó, completamente serio:
—¿Cómo se descubre un cometa? Ojalá pudiera hacerlo.
—No tendrías tiempo —replicó Tim—. Se necesitan años, décadas a veces, y nunca se tienen garantías. Coges un telescopio y, a través de él, memorizas el cielo. Luego te pasas todas las noches contemplando nada y helándote el culo. Hace frío en ese observatorio en la montaña.
Mary Jane dijo algo. Johnny estaba alarmado, pero no lo mostró. El técnico de sonido, con sus auriculares, hizo a Johnny una seña.
—¿Te gusta poseer un cometa? —preguntó Johnny.
—Medio cometa —dijo Tim automáticamente—. Me encanta.
—No lo poseerá durante mucho tiempo —dijo el doctor Sharps.
—¿Eh? ¿Cómo es eso? —inquirió Tim.
—Los rusos se apropiarán de él —explicó Sharps—. Van a enviar un Soyuz para estudiarlo de cerca desde el espacio. Cuando lo consigan, el cometa será suyo.
La noticia era desoladora.
—¿Pero no podemos hacer nada? —preguntó Tim.
—Claro. Podemos lanzar un Apolo o algo más grande. Tenemos todo el equipo necesario inmovilizado, oxidándose. Incluso llevamos a cabo los trabajos preliminares. Pero el dinero se agotó.
—¿Pero —quiso saber Tim— podríais lanzar un cohete si tuvierais el dinero?
—Podríamos subir allí y observar cómo la cola del cometa envuelve a la Tierra. Es una vergüenza que el pueblo americano no se preocupe más por la tecnología. A nadie le importa un comino, mientras funcionen sus cacharros eléctricos. ¿Te has detenido a pensar en cómo dependemos de cosas que ninguno de nosotros comprende? —Sharps abarcó con un gesto espectacular el estudio de televisión.
Johnny empezó a decir algo, acerca del ama de casa que usaba un computador doméstico como pasatiempo, y cambió de idea. El auditorio en el estudio escuchaba. Había un prudente silencio que Johnny hacía tiempo que había aprendido a respetar. Querían oír a Sharps. Tal vez aquella sería una buena noche y aquel uno de los programas que la gente grabaría para verlo una y otra vez, los domingos, los aniversarios...
—No sólo la televisión —decía Sharps—. La chapa de fórmica de tu mesa, por ejemplo. ¿Qué es la fórmica? ¿Alguien sabe cómo se fabrica? ¿O cómo se fabrica un lápiz? Y mucho menos la penicilina. Nuestras vidas dependen de esas cosas, y ninguno de nosotros sabe mucho de ellas. Ni siquiera yo.
—Yo siempre me he preguntado qué es lo que hace crujientes a las tiras de los sostenes —dijo Mary Jane.
Johnny se apresuró a intervenir para centrar de nuevo el programa en Sharps.
—Pero dime, Charlie, ¿qué beneficios producirá el estudio de ese cometa? ¿Cómo cambiará eso nuestras vidas?
Sharps se encogió de hombros.
—Puede que no cambie nada. Tú me preguntas por los beneficios de la nueva investigación, y todo lo que puedo responderte es que siempre ha sido beneficiosa, quizá no de la manera que tú lo considerarías. ¿Quién habría pensado que obtendríamos toda una nueva tecnología médica gracias al programa espacial? Pues la conseguimos. Hoy hay centenares de personas vivas porque los técnicos especializados en el factor humano tuvieron que crear nuevos instrumentos para los astronautas. Johnny, ¿has oído hablar alguna vez del Club de Roma?
Sí, Johnny había oído hablar, pero sería necesario recordárselo al auditorio.
—Son un grupo de personas que realizaron simulaciones mediante ordenadores electrónicos para descubrir cuánto nos durarían nuestros recursos naturales. Incluso con un crecimiento cero de la población...
—Nos dices que estamos acabados —le interrumpió Sharps—, y eso es estúpido. Estamos acabados sólo porque ellos no nos dejarán usar realmente la tecnología. Dicen que se están agotando los metales, pero hay más metal en un pequeño asteroide que todo el extraído en las minas de todo el mundo en los últimos cinco años. Y hay centenares de millares de asteroides. Todo lo que hay que hacer es ir a por ellos.
—¿Podemos hacerlo?
—¡Puedes apostar a que sí! Hasta con la tecnología que ya tenemos, podríamos hacerlo. Johnny, ahí en el espacio está lloviendo sopa, y nosotros ni siquiera sabemos algo sobre los platos para contenerla.
El público del estudio aplaudió. No habían recibido ninguna indicación de los ayudantes de producción, pero aplaudieron. Johnny dirigió a Sharps una sonrisa aprobadora y decidió como iría el resto del programa. Pero primero hubo una señal frenética: pausa para el anuncio de Jabones Kalva.
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