Larry Niven - El martillo de Lucifer

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El martillo de Lucifer: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando EL MARTILLO DE LUCIFER, el cometa gigante, chocó contra la Tierra, hizo pedazos la civilización. Los días felices habían terminado. Estaban viviendo el fin del mundo. Los terremotos eran tan fuertes que no podían medirse con la escala de Ritcher. Las olas marinas alcanzaban alturas incalculables. Las ciudades se convirtieron en océanos, y los océanos en nubes. Era el principio de la nueva Edad del Hielo. Y el final de los gobiernos, los planes, los hospitales y el derecho. Y sobre ellos, igual que otro martillo del demonio, la más terrible selección del hombre hecha por el hombre que jamás se había producido.

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El corral carecía de calefacción. Fuera, el viento soplaba a cuarenta kilómetros por hora, y algunas ráfagas doblaban esa velocidad. Llevaba en su seno nieve y cellisca. La oscilante linterna de gasolina iluminaba un espacio circular, dejando sombras de negrura lunar en los rincones del corral.

Tres hombres y dos mujeres se turnaban para hacer girar el mezclador de cemento, mientras otros iban cargando en él el polvo con palas. Dos paladas de polvo rojo, una de polvo de aluminio, mientras el mezclador de cemento giraba. Cuando los polvos estaban bien mezclados, otros hombres los recogían y los introducían en latas y tarros, cerrándolos herméticamente con yeso blanco fundido.

Maureen Jellison entró quitándose la nieve del pelo. Se quedó un momento mirando desde la puerta, y luego se aproximó a la silla de ruedas de Forrester. Este no la vio, y ella le tocó el hombro.

—Dan. Doctor Forrester.

—¿Sí?

—¿Necesita algo? ¿Quiere café o té?

El pensó lentamente en el ofrecimiento.

—No. No tomo café ni té. ¿Puede darme algo azucarado? Una coca-cola. O simplemente agua azucarada. Agua azucarada caliente.

—¿Está seguro?

—Sí, por favor. —Pensó que lo que necesitaba era insulina fresca. Allí nadie sabía prepararla. Si dispusiera de tiempo para ello, él mismo lo haría, pero primero... —Lo primero que debemos hacer es devolver a la fortaleza los beneficios de la civilización.

—¿Qué?

—Debí saber que me metería en una guerra —le dijo a Maureen—. Buscaba a los ricos. Los desposeídos estarían en algún lugar a su alrededor.

—Le traeré té —dijo Maureen. Se dirigió a los hombres que hacían girar el mezclador de cemento—. Harvey, papá quiere que vayas a la casa.

—De acuerdo. Brad, quédate con el doctor Forrester, y asegúrate...

—Ya sé —dijo Brad Wagoner—. Creo que debería dormir un poco.

—No puedo. —Forrester les había oído aunque estaba bastante alejado de ellos. Empezó a levantarse—. Ahora tengo que ir al otro corral.

—Diablos, quédese en la silla —gritó Wagoner—. Yo le empujaré.

Harvey siguió a Maureen fuera del corral. Se subió el cuello de la chaqueta para protegerse del viento, y caminaron un rato en silencio. Finalmente, él apretó el paso y se puso al lado de Maureen.

—Supongo que no hay nada de qué hablar —le dijo.

Ella meneó la cabeza.

—¿De veras estás enamorada de él?

Ella se volvió y le miró con una expresión extraña.

—No lo sé. Creo que papá quiere que lo esté. ¿No te parece irritante? ¡Todo por la política! Lo que papá quiere es la categoría de Johnny. Me parece que cree en Colorado Springs.

—Bueno, desde luego sería conveniente.

—¿Así lo crees, Harv? Mira, Johnny y yo nos acostábamos antes de que tú me conocieras, y no porque me lo ordenaran.

—¿Ah, sí? —Harvey sonrió de repente y ella no supo por qué, pero no iba a mencionarle la arenga de Christopher—. ¿Tengo una posibilidad?

—No me lo preguntes ahora. Espera a que regrese Johnny, hasta que todo esto haya terminado.

¿Pero cuándo terminaría? Harvey rechazó aquel pensamiento, pues sería muy fácil caer en la desesperación. Primero la caída del cometa y la muerte de Loretta. La huida de pesadilla, acurrucado en el vehículo, con el peso muerto de su yo herido. La lucha para estar en condiciones de enfrentarse al invierno. Los glaciares ya habían pasado por allí una vez. Cada pedrusco de aquel valle era un recordatorio. Sentía el impulso de clamar a los cielos: ¿No era suficiente? ¿No bastaba ya, sin necesidad de caníbales, gases tóxicos y bombas de termita?

—No has dicho que no —dijo a Maureen—. Lo tendré en cuenta.

Ella no respondió, lo cual también era alentador.

—Sé cómo debes sentirte.

—¿De veras? —le preguntó ella en tono amargo—. Soy el premio de un concurso. Siempre lo tomé a broma. La pobre muchacha rica... Pero ya nada es divertido.

Llegaron a la casa y entraron en ella. El senador Jellison y Al Hardy habían extendido mapas sobre el suelo de la sala de estar. Eileen Hamner sostenía más papeles, las eternas listas de Hardy.

—Pareces helado —dijo Jellison—. Hay algo caliente en el termo. Yo no lo llamaría té.

—Gracias.

Harvey se sirvió una taza. El brebaje olía a cerveza de raíces y hierba, y sabía de un modo muy parecido, pero estaba caliente y le reconfortó.

—¿Hay progresos? —preguntó Hardy.

—Hasta cierto punto. Vamos produciendo bombas de termita, pero hay que fabricar las espoletas. En el corral de Hal están preparando una cosa tremenda que según Forrester será gas mostaza, pero no está seguro de cuánto tiempo lleva completar la reacción. Lo prepara lentamente para no correr riesgos.

—Puede que lo necesitemos más rápidamente de lo que creemos —dijo Jellison.

Harvey alzó la vista.

—¿Qué ocurre?

—Hace una hora hemos recibido un mensaje por radio de la gente de Deke —dijo Jellison—. No pudimos descifrarlo. Alice recibió otro mensaje en lo alto del monte Turtle.

—¿Alice? —preguntó Harvey incrédulo—. ¿El monte Turtle?

—Está en el campo visual tanto de Deke como nuestro —explicó Al Hardy—. Y últimamente las comunicaciones son mejores. Es un lugar ideal.

—Pero Alice es una niña de doce años.

Harvey le dirigió una mirada de extrañeza.

—¿Conoce a alguien que tenga más posibilidades de subir con un caballo a esa montaña, por la noche y con nieve?

Harvey empezó a decir que, naturalmente, debía haber alguien más apropiado, pero lo pensó mejor y no dijo nada. Era cierto que Alice y su caballo podían hacer cosas inverosímiles. Pero no parecía correcto enviar a una niñita en medio de la nieve y la oscuridad. ¿Acaso la civilización no consistía en eso, en proteger a Alice Cox?

—Entretanto —prosiguió Harvey—. Hemos llamado algunos refuerzos, por si acaso. Están cargando su furgón.

—Pero... ¿qué cree que decía Deke? —preguntó Harvey.

—No es fácil saberlo. —Jellison parecía cansado, tanto como Forrester, y tenía su mismo color grisáceo. El tono de su voz era sombrío—. ¿Sabía que la Nueva Hermandad trató de atacar la central nuclear esta tarde?

—No.

Harvey se sintió aliviado. La central nuclear estaba a más de ochenta kilómetros de distancia. Habían atacado a Baker. Al alivio siguió un sentimiento de culpabilidad, pero lo reprimió porque la culpabilidad era lo último que necesitaba ahora.

—¿Qué sucede?

—Fueron en botes —dijo Al Hardy—. Exigieron la rendición, y cuando el alcalde Allen les dijo que se fueran al infierno...

—¿Qué? ¡Espere! ¿El alcalde Allen?

Hardy mostró su irritación por verse interrumpido.

—El alcalde Bentley Allen está al frente de la central nuclear de San Joaquín, pero no conozco los detalles. La cuestión, Randall, es que la Nueva Hermandad sólo disponía de unos doscientos hombres para atacar la central. Eran pocos, el ataque no tuvo éxito y no lo repitieron.

Harvey miró a Maureen, que estaba guardando el termo, la miel y el azúcar moreno en un maletín. Se había enterado de la lucha en la central nuclear, pero no había reaccionado como si hubiera podido perder a alguien allí.

—¿Ha habido bajas? —preguntó Harvey.

—Ligeras. Un muerto, un miembro de la policía del alcalde, y tres heridos, no sé de cuánta gravedad. Ninguno de ellos era de los nuestros.

—Humm. Buenas noticias de todas partes. Conocía a Bentley Allen —explicó Harvey—. Sabía que el día del desastre estaba en su puesto, en el centro de Los Angeles. ¡Es extraordinario que haya podido sobrevivir! Sin embargo es curioso cómo suponemos que todo el mundo que no está en la fortaleza debe haber muerto.

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