Larry Niven - El martillo de Lucifer

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El martillo de Lucifer: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando EL MARTILLO DE LUCIFER, el cometa gigante, chocó contra la Tierra, hizo pedazos la civilización. Los días felices habían terminado. Estaban viviendo el fin del mundo. Los terremotos eran tan fuertes que no podían medirse con la escala de Ritcher. Las olas marinas alcanzaban alturas incalculables. Las ciudades se convirtieron en océanos, y los océanos en nubes. Era el principio de la nueva Edad del Hielo. Y el final de los gobiernos, los planes, los hospitales y el derecho. Y sobre ellos, igual que otro martillo del demonio, la más terrible selección del hombre hecha por el hombre que jamás se había producido.

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El color rojo tras la Sierra Alta era más intenso cuando regresaron los grupos de trabajo.

—Sólo hay que cortar un par de árboles más y colocar una carga para que la carretera quede bloqueada durante horas —informó Bill—. No costará demasiado.

—Creo que deberíamos hacerlo ahora —dijo alguien.

Bill miró a su alrededor y luego de nuevo a Randall.

—¿No deberíamos esperar al camión del señor Wilson?

—Sí, esperemos —dijo Marie—. Sería terrible que impidiéramos pasar a nuestra propia gente.

—Claro —convino Harvey—. El laberinto detendrá a los de la Hermandad si llegan primero. Descansemos un poco.

—Los tiros se oyen más cercanos —dijo uno de los muchachos.

Harvey asintió.

—Eso parece, aunque es difícil asegurarlo.

—Ha llegado oficialmente el alba —anunció Marie—, según la definición musulmana. Cuando puedes distinguir un hilo blanco de otro negro. Lo dice el Corán. —Se quedó silenciosa, escuchando, y al cabo de un momento dijo—: Alguien se acerca. Oigo el ruido de un motor.

Harvey sacó un silbato del bolsillo y lo hizo sonar. Gritó a los muchachos más próximos para que se desparramaran y salieran de la carretera. Esperaron mientras los ruidos del camión se aproximaban. El vehículo salió de la curva y se detuvo con un chirrido de frenos poco antes de llegar al primer árbol. Era un camión grande, todavía un objeto amorfo bajo la luz gris.

—¿Quién está ahí? —gritó Harvey.

—¿Quién es usted?

—Bajen del camión. Pónganse a la vista.

Alguien saltó de la caja del camión y permaneció de pie en la carretera.

—Somos gente de Deke Wilson —gritó—. ¿Quién está ahí?

—Nosotros somos de la fortaleza.

Harvey empezó a andar hacia el camión. Uno de los muchachos estaba mucho más cerca. Se encaramó a la cabina y miró al interior. Entonces retrocedió rápidamente.

—No es...

No pudo terminar la frase. Se oyeron disparos de pistola y el muchacho quedó tendido en el suelo. Algo golpeó a Harvey en el hombro izquierdo y le derribó hacia atrás. Hubo más disparos. Varios hombres saltaron del camión.

Marie Vanee fue la primera en disparar. Surgieron más disparos desde los lados de la carretera y las rocas de encima. Harvey se esforzó para encontrar su rifle. Lo había dejado caer, y palpaba el suelo a su alrededor.

—¡Cuerpo a tierra! —gritó alguien.

Un objeto chisporroteante aterrizó delante del camión y rodó hasta quedar debajo. Nada sucedió durante una eternidad, y se oyeron más disparos. Luego estalló la dinamita. El camión se levantó ligeramente, el olor de la gasolina impregnó el aire, y al final estalló en una columna de fuego. Las llamas danzaron en el aire, y Harvey pudo notar su calor en el rostro. Pudo ver formas humanas en el fuego. Hombres y mujeres envueltos en llamas que gritaban y se agitaban. Hubo más disparos.

—Basta. Alto el fuego. Estáis desperdiciando munición. —Marie Vanee corrió hacia el camión en llamas—. ¡Basta!

Cesó el tiroteo y no se oyó más sonido que el crepitar de las llamas.

Harvey encontró al fin su rifle. El hombro izquierdo le temblaba y temía mirar, pero se obligó a hacerlo, esperando ver un agujero sanguinolento. Pero no había nada. Lo tocó y sintió dolor, y cuando se abrió la chaqueta descubrió un gran morado. Pensó que había sido una bala rebotada, a la que había detenido la gruesa chaqueta. Se levantó y bajó a la carretera.

La muchacha, Marylou, trataba de acercarse más al fuego, y dos muchachos la sujetaban para que no lo hiciera. No decía nada, sólo luchaba para liberarse de ellos, mirando fijamente el camión en llamas y los cuerpos tendidos cerca.

—Estaba muerto cuando cayó al suelo —le gritó uno de los muchachos—. Muerto, maldita sea. No puedes hacer nada.

Ahora parecían aturdidos, mientras contemplaban los cadáveres y el fuego.

—¿Quién era? —preguntó Harvey, señalando al muchacho muerto cerca de la cabina del camión. El chico yacía boca abajo y tenía la espalda en llamas.

—Bill Dummery —dijo Tommy Tallifsen—. ¿No deberíamos...? ¿Qué hacemos, señor Randall?

—¿Sabéis dónde colocó Bill las cargas?

—Sí.

—Vamos allá. Las encenderemos.

Bajaron por la falda de la colina. La visibilidad aumentaba con rapidez. A unos doscientos metros encontraron una roca que sobresalía sobre la carretera. Tommy la señaló. Cuando Harvey se agachó para encender la mecha, Tommy le tocó el hombro.

—Viene otro camión —le dijo.

—Oh, mierda. —Harvey buscó la mecha de nuevo. Tommy no dijo nada. Finalmente Harvey se levantó—. Estallará antes de que lleguen aquí. Vuelve a la colina y avisa a los demás. De todos modos no podrán pasar con ese camión ardiendo en medio. No te acerques hasta saber quién es.

—De acuerdo.

Harvey esperó, maldiciéndose a sí mismo, a Deke Wilson, a la Nueva Hermandad, a Bill Dummery, con una beca para Santa Cruz y a una muchacha llamada Marylou. Había sido culpa suya.

El camión ascendió por la colina. Iba cargado de gente, sin enseres domésticos. En una baca encima de la cabina, dos niños con abultados impermeables se agachaban para protegerse del viento. Cuando el camión se aproximó Harvey reconoció al hombre que iba de pie en la caja, al lado de la cabina. Era uno de los granjeros que había ido con Wilson a la fortaleza, un tal Vinge.

Los ocupantes del camión eran mujeres, niños y hombres con vendajes sanguinolentos. Algunos yacían en la caja del camión, y permanecían inmóviles mientras el vehículo sobrecargado cambiaba de marcha y subía por la ladera. Harvey dejó que pasaran y entonces encendió la mecha. Echó a correr. La dinamita estalló detrás de él, pero la roca no cayó a la carretera.

El camión se detuvo en el laberinto de troncos. No había duda de quiénes iban en él. Los muchachos salieron de sus escondrijos. Vinge saltó de la cabina. Parecía cansado, pero no estaba herido.

—¡Teníais que bloquear la maldita carretera después de que pasáramos! —gritó.

—¡Vete al diablo! —exclamó Harvey airado. Intentó dominarse. El camión estaba lleno de heridos, mujeres y niños, y todos ellos parecían medio muertos de agotamiento. Harvey, apenado, meneó la cabeza y llamó a Marie Vanee—: ¡Trae el furgón! Tendremos que usar el torno para abrirles paso.

Tardaron media hora en serrar dos troncos y apartarlos del camino para que el camión pudiera pasar. Mientras trabajaban, Harvey envió a Tommy Tallifsen para que tratara de nuevo de mover la roca. Al ritmo con que la estaban usando, agotarían allí mismo la dinamita, cuando quedaban aún muchos kilómetros de carretera por bloquear. Esta vez la roca rodó. Formó un obstáculo formidable, sin ningún acceso fácil a su alrededor. Otros muchachos con las sierras de cadena derribaron más árboles sobre la carretera.

—Ya está —gritó uno de los muchachos—. Podéis seguir.

Vinge se acercó a la cabina del camión, en la que se hacinaban cuatro personas. El conductor era un adolescente que no tendría más de catorce años, apenas lo bastante corpulento para llegar a los pedales.

—Cuida de tu madre —le gritó el granjero.

—Sí, señor —respondió el muchacho.

—En marcha —dijo el granjero—. Y... —Meneó la cabeza—. Adelante.

—Adiós, papá.

El camión empezó a deslizarse.

El granjero volvió al lado de Harvey Randall.

—Me llamo Jacob Vinge —le dijo—. Vamos a trabajar. No vendrá ninguno más de nuestra zona.

El fragor de la batalla se oía mucho más cercano. Harvey podía ver el otro lado de las colinas y el mar de San Joaquín. Había columnas de humo que señalaban las granjas en llamas, y los continuos estampidos de pequeñas armas de fuego. Producía una impresión extraña saber que hombres y mujeres luchaban y morían a menos de dos kilómetros de distancia y, no obstante, no ver nada. De repente se oyó la voz de uno de los muchachos:

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