—Nosotros no huimos. Estábamos en el lugar apropiado para reconstruir la ciudad después... ¡Maldita sea, no quedaba nada! No queda nada más que esta central eléctrica que, según el alcalde, oficialmente es parte de Los Angeles. Aquí estamos ahora. Nadie va a dañarla.
—De acuerdo.
Los cuatro botes iban desapareciendo en la distancia. Algunos de los obreros que se habían quedado subieron al ribazo para ver su partida, tal vez con nostalgia.
—Supongo que ahora se harán pescadores —dijo Mark.
—No puedes imaginarte lo poco que me importa —replicó el policía—. Vamos a trabajar.
Horrie Jackson cerró el motor y dejó que el bote avanzara por su propio impulso hasta detenerse.
—Bueno, yo diría que Wasco se encuentra debajo de nosotros. Si no es así, qué le vamos a hacer.
Tim miró las frías aguas y se estremeció. El traje de inmersión le iba bien, pero no ajustaba en algunos lugares, y haría mucho frío allí abajo. Comprobó el sistema de aire. Funcionaba. Los depósitos estaban llenos. Aquello también había sido impresionante. Cuando los mecánicos de la central no tenían existencias de válvulas y otras piezas, se iban al taller y las fabricaban. Era algo propio de otro mundo, un mundo en el que no era necesario pensar en lo que había costado crear las cosas que le rodeaban a uno.
—Una cosa me obsesiona —dijo Tim—. Si se han liberado las carpas doradas domésticas, ¿qué habrá ocurrido con las pirañas?
—El agua está demasiado fría para ellas —dijo Jason Gillcuddy, riéndose.
—Claro. Bueno, allá voy.
Tim subió a la borda, permaneció sentado en equilibrio un momento y se lanzó al agua hacia atrás.
El frío le conmocionó, pero no tanto como esperaba. Hizo una seña a los tripulantes del bote y se sumergió. El agua estaba negra como la tinta. Apenas podía ver su brújula de pulsera y el profundímetro. Este era otro de los milagros del personal de la central. Lo habían fabricado y calibrado en un par de horas. Tim encendió la linterna. La luz no le permitió más que unos tres metros de visibilidad lechosa.
Recordó las aguas claras como el cristal de la bahía Esmeralda, las selvas de algas entre las que nadaban velozmente los peces... Aquello había sido mucho tiempo atrás.
Descendió en la blancuzca lobreguez, buscando el fondo, y lo encontró a dieciocho metros. No había más sonido que el de las burbujas de su regulador, el de su propia respiración. Apareció un bulto ante él, monstruoso y jorobado. Cuando se acercó, vio que era un Volkswagen. No miró el interior.
Tim siguió la carretera. Pasó junto a un autobús de cuyas ventanas rotas entraban y salían manadas de peces. No se veía ningún edificio, sólo coches, y finalmente una estación de servicio, pero había ardido antes de inundarse. Siguió adelante. Pronto se le agotaría el aire.
Finalmente encontró la civilización: unas formas rectangulares en aquella oscuridad. La visibilidad era demasiado escasa para poder elegir. Intentó abrir algunas puertas, pero estaban cerradas por la presión del agua. Siguió nadando hasta que encontró un escaparate con el vidrio destrozado.
En su interior reinaba una oscuridad aterradora, pero Tim se obligó a entrar.
Se encontró en una gran estancia; al menos daba la impresión de que era grande. Una densa nube de niebla blanca a un lado resultó ser una estantería de libros en rústica convertidos en una pasta blanda y partículas flotantes. Aquella niebla le siguió cuando se alejó nadando. Encontró mostradores y estantes, mercancías amontonadas en el suelo, lleno de tesoros: lámparas, cámaras, radios, magnetófonos, televisores, botes de pintura, modelos plásticos, peceras, pilas, jabón, bombillas, cacahuetes salados en lata...
Eran muchas cosas, y la mayoría estropeadas. El aire de las botellas dejó de fluir bruscamente. Presa de pánico, Tim miró atrás, tratando de localizar a su compañero de inmersión, y entonces se dio cuenta de que a pesar de su entrenamiento se había sumergido sin un compañero. Era algo casi divertido. Antes de pensar en un compañero, era preciso disponer de más de un equipo de inmersión. Se tranquilizó y se contorsionó para alcanzar la válvula del regulador y abrir la reserva. Ahora sólo disponía de unos momentos, y los aprovechó para recoger objetos y meterlos en el saco atado a su cinturón.
Salió del almacén y subió a la superficie. Estaba bastante alejado del bote. Agitó los brazos hasta llamar la atención de los tripulantes, y el bote se acercó a él. Cuando le subieron a bordo estaba agotado.
—¿Has encontrado algo de comer? —quiso saber Horrie Jackson—. Nosotros encontramos algo con ese equipo de inmersión antes de que se agotara el aire. Si volvemos a Porterville puedo mostrarte muchos sitios donde hay comida. Tú bajas a buscarla y nos la repartimos.
Tim meneó la cabeza. Sentía una tristeza infinita.
—Era un almacén general —dijo.
—¿Puedes encontrarlo de nuevo?
—Creo que sí. Está debajo de nosotros.
Probablemente podría y habría mucho que salvar, pero estaba tan cansado que no le emocionaba gran cosa su hallazgo. Se volvió hacia Jason Gillcuddy, que probablemente era el único hombre que podría comprenderle.
—Cualquiera podía entrar ahí a comprar —dijo Tim—. Hojas de afeitar, servilletas de papel, calculadoras, libros. Cualquier podía adquirir esas cosas; y si trabajamos duro durante largo tiempo, tal vez algunos de nosotros podremos volver a hacerlo.
—¿Qué has subido? —le preguntó Horrie Jackson.
—Almacén general —dijo Adolf Weigley—. ¿Has conseguido algo de lo que hay en la lista de Forrester? ¿Disolvente? ¿Amoníaco? ¿Algo de eso?
—No. —Tim alzó la bolsa. Cuando la abrieron vieron que contenía un frasco de jabón líquido y unos prismáticos. Todos le miraron con extrañeza, excepto Jason Gillcuddy, el cual le dio unas palmaditas en el hombro.
—Hoy no estás en forma para volver a zambullirte —le dijo.
Horrie Jackson sacó más cosas de la bolsa de Tim. Anzuelos y sedal para pescar. Una lata de tabaco de pipa. Los cacahuetes... Horrie abrió la lata y la ofreció. Tim cogió unos cuantos. Tenían el sabor... de un cóctel en su apogeo.
—La inmersión puede hacerte tener ideas raras —dijo, y supo al instante que aquella no era la explicación. Todo el mundo que había perdido estaba allí, bajo el agua, convirtiéndose en basura.
—Toma, queda un sorbo —dijo Gillcuddy. Le pasó una botella de whisky que Tim no recordaba haber visto antes. Tomó un sorbo, que fue como una explosión de nostalgia en el paladar, y tiró la botella al agua.
Y allí, a lo lejos, como manchas siniestras en el horizonte, al este, estaban los botes de la Nueva Hermandad.
—Pon en marcha el motor, Horrie. Rápido, o nos darán alcance.
Tim se inclinó hacia adelante, tratando de ver más detalles, y tuvo que sujetarse para no perder el equilibrio cuando el motor se puso en marcha, pero no pudo ver más que un par de botes pequeños y otro mucho mayor... una gabarra, cargada con cosas.
—Creo que tienen una plataforma de artillería.
No era culpa suya que nadie les hubiera dicho que la verdadera función de un ejército consiste en luchar y que el destino de un soldado, al que pocos escapan, es sufrir y, si es necesario, morir.
T. R. Fehrenbach,
Esta clase de guerra
Dan Forrester parecía cansado. Estaba sentado en la silla de ruedas que el alcalde Seltz había traído del centro de convalecencia del valle, y trataba de vencer al sueño. Estaba bien abrigado, con una manta, un anorak con capucha, una camisa de franela y dos suéters, uno de los cuales era tres tallas más grande que la suya. Una bala del calibre veintidós no le hubiera llegado a la piel.
Читать дальше