Larry Niven - El martillo de Lucifer

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El martillo de Lucifer: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando EL MARTILLO DE LUCIFER, el cometa gigante, chocó contra la Tierra, hizo pedazos la civilización. Los días felices habían terminado. Estaban viviendo el fin del mundo. Los terremotos eran tan fuertes que no podían medirse con la escala de Ritcher. Las olas marinas alcanzaban alturas incalculables. Las ciudades se convirtieron en océanos, y los océanos en nubes. Era el principio de la nueva Edad del Hielo. Y el final de los gobiernos, los planes, los hospitales y el derecho. Y sobre ellos, igual que otro martillo del demonio, la más terrible selección del hombre hecha por el hombre que jamás se había producido.

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Se dispuso a salir de la estancia. Cuando pasó al lado de Tim Hamner, éste le dijo:

—Nunca volverá a estar limpio.

Laumer vaciló un instante y luego siguió su camino.

—¿No deberíamos detenerle? —preguntó Baker.

—¿Cómo? —replicó Price.

Baker no añadió más. Ninguno de ellos estaba dispuesto a detener a Laumer de la única forma que podrían hacerlo.

—¿Cuántos hombres se irán con él?

—No lo sé. Tal vez veinte o treinta del equipo de construcción. Quizá no tantos. Trabajamos como esclavos para salvar esta central. No creo que me abandone ninguno de mis operadores.

—Así que la planta podrá seguir funcionando.

—Estoy seguro de ello —dijo Price.

Johnny se volvió hacia el alcalde.

—¿Qué me dice de su gente, sobre todo de los policías?

—Dudo que ninguno se marche —dijo Bentley Allen—. Nos costó demasiado esfuerzo llegar hasta aquí.

—Magnífico —dijo Baker. Vio la expresión del rostro del alcalde y añadió—: Es magnífico que no huyan. Y naturalmente, Barry, usted se queda...

Price no parecía sereno ni orgulloso. Su aspecto era el de un hombre en agonía.

—Tengo que quedarme —dijo—. Ya he pagado ese billete. No, usted no sabe de qué va. Cuando cayó el maldito cometa, tuve dos opciones: ir en busca de alguien que se encontraba en Los Angeles o quedarme aquí y procurar salvar la central. Me quedé. —Apretó la mandíbula—. Bien ¿qué hacemos ahora?

—No puedo darle órdenes —dijo Johnny.

Price se encogió de hombros.

—Por mí, puede usted hacerlo. —Miró al alcalde Allen y éste hizo un gesto de asentimiento—. Por lo que a mí concierne, el senador Jellison está al frente de este estado. Tal vez es el presidente del país. Es más sensato que los otros.

—Vaya, también usted... —dijo Johnny Baker—. ¿De cuántos presidentes ha oído hablar?

—De cinco. Colorado Springs; Mose Jaw, de Montana; Casper, de Wyoming... En cualquier caso, me inclino por el senador. Denos las órdenes que desee.

Johnny Baker habló cautelosamente.

—No me ha entendido. Tengo órdenes de no darles órdenes a ustedes, sino sólo sugerencias.

Prince pareció incómodo y confundido. El alcalde Allen susurró algo a un ayudante, y luego Allen preguntó:

—¿No quiere obligarnos?

—Mire, yo estoy de su parte. Tenemos que mantener esta central en pie. Pero yo no estoy al frente de la fortaleza.

—Usted puede ser la persona de más alto rango... —dijo el alcalde Allen.

—¿Que trate de imponer las órdenes del senador? ¿Yo? Ni hablar.

—Bien, general. Las obligaciones feudales obligan en ambos sentidos, al menos si el rey es el senador Jellison. De modo que quiere atenuar sus imposiciones. Dígame, general Baker, ¿qué sugerencias tiene que hacernos?

—Ya les he dado algunas. Formas de construir armas especiales...

Price asintió.

—Ya las estamos fabricando. A su debido tiempo pensamos en la preparación de defensas, pero nunca se nos ocurrió utilizar gas venenoso. Lo que sí fabricamos fueron bombas incendiarias y cañones que se cargan por la boca, pero en poca cantidad. Ahora he destinado un equipo de hombres para que trabajen en eso. ¿Qué más hace falta?

—Tenemos que almacenar suministros. El agua no falta y ustedes tienen energía para hervirla. Dispondremos de pescado seco, y podemos pescar más. Hay que prepararse para un asedio. Según nuestros informes, la Nueva Hermandad intenta seriamente apoderarse de toda California, y está dispuesta a destruir esta planta.

—Si Alim Nassor está metido en eso, la cosa es grave —comentó el alcalde Allen—. Es un hombre inteligente y decidido. Pero no comprendo sus motivos. Nunca estuvo metido en ninguno de los movimientos en contra del desarrollo industrial, sino todo lo contrario.

—Se olvida usted de Armitage —dijo Baker—. Probablemente Nassor y el sargento Hooker no podrían mantener unido ese ejército. Armitage sí puede. Es él quien quiere ver la central destruida.

El alcalde se quedó pensativo.

—En la región de Los Angeles era famoso por sus originales prédicas... Predicaba una religión divertida.

Tim todavía esperaba que no fuera necesario hacer entrar a Hugo. Habló por él:

—Si el Islam fue una religión divertida, siga riendo, alcalde. Se están extendiendo de la misma manera. Asimilan a todo el mundo: o te unes o te comen. No hay alternativa.

—Si la central desaparece nunca tendrán otra —dijo Barry Price—. Deben estar locos.

Pero Baker se puso en pie de súbito.

—De acuerdo. Tenemos nuestras armas y las notas del doctor Forrester. Tim, pruébese ese traje de inmersión. Tal vez pueda encontrar bajo el agua algo de lo que necesitamos. Ojalá supiera cuánto tiempo nos queda.

El policía subió la empinada escalera lenta y cuidadosamente, con un pesado saco de arena al hombro. Era un hombre rubio de mandíbula cuadrada, y llevaba un uniforme desgastado. Mark le siguió con otro saco de arena. Apilaron los sacos en la barricada, en lo alto de la torre de enfriamiento. La radio de Tim ya estaba casi del todo parapetada.

El hombre se volvió para enfrentarse a Mark. Era de la misma altura que éste, y estaba enfadado.

—Nosotros no desertamos de nuestra ciudad —le dijo.

—No quería decir eso. —Mark resistió el impulso de retroceder—. Sólo dije que la mayoría de nosotros...

—Estábamos de servicio —dijo el policía—. Algunos miraban la televisión, incluso el alcalde, pero yo no. De repente una de las chicas empezó a gritar que el cometa había chocado. Me quedé en mi puesto. Entonces el alcalde fue a buscarnos. Nos llevó a los ascensores y al garaje, y metió a las mujeres y algunos de los hombres en media docena de camionetas que ya estaban cargadas. Salimos con una escolta de motoristas y nos dirigimos al parque Griffith.

—¿No tuvo ninguna...?

—No tuve ninguna idea de lo que ocurría —dijo el patrullero Wingate—. Subimos a las colinas y el alcalde nos dijo que el cometa había causado algunos daños y que luego podríamos ir a echar una mano. Dios mío.

—¿Viste el maremoto?

—Fue horrible, Czescu. No se podía hacer nada. Todo era espuma y niebla. Algunos de los edificios aún sobresalían del agua. Johnny Kim y el alcalde se hablaban a gritos, y yo estaba cerca de ellos, pero con los truenos, los relámpagos y el ruido del maremoto no podía oír nada. Entonces nos reunimos y tomamos la dirección norte.

El policía se interrumpió. Mark Czescu respetó su silencio. Contemplaron cuatro botes que zarpaban con Robin Laumer y parte de su equipo de obreros. Se había producido una disputa a gritos cuando Laumer intentó reclamar parte de los víveres, pero los hombres armados, entre ellos Mark y el policía del alcalde, les impidieron que se salieran con la suya.

—Corrimos durante cuatro horas por el valle de San Joaquín —siguió diciendo el policía—, y fue un viaje difícil. Teníamos las sirenas, pero pasamos tanto tiempo fuera de la carretera como en ella. Tuvimos que abandonar uno de los vehículos. Cuando llegamos aquí, el agua llegaba ya a los tapacubos. Tuvimos que cargar las cosas a la espalda y subir por ese dique, bajo el diluvio. Después Price nos puso a trabajar en los ribazos. Nos hizo trabajar como burros. Al día siguiente ahí fuera había un océano, y pasaron seis horas más antes de que pudiera darme una ducha.

—Una ducha.

El policía se volvió para mirar a Mark.

—Lo has dicho con tanta naturalidad. Una ducha. Una ducha caliente. ¿Sabes cuánto tiempo...? Déjalo correr. Todo lo que dije fue que la mayoría de nosotros ha tenido que huir más o menos.

La nariz del policía casi tocó la de Mark. Era estrecha, con un puente prominente, una nariz clásica romana.

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