Larry Niven - El martillo de Lucifer

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El martillo de Lucifer: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando EL MARTILLO DE LUCIFER, el cometa gigante, chocó contra la Tierra, hizo pedazos la civilización. Los días felices habían terminado. Estaban viviendo el fin del mundo. Los terremotos eran tan fuertes que no podían medirse con la escala de Ritcher. Las olas marinas alcanzaban alturas incalculables. Las ciudades se convirtieron en océanos, y los océanos en nubes. Era el principio de la nueva Edad del Hielo. Y el final de los gobiernos, los planes, los hospitales y el derecho. Y sobre ellos, igual que otro martillo del demonio, la más terrible selección del hombre hecha por el hombre que jamás se había producido.

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»No podíamos ir a ninguna parte a causa de la señora Home, la abuela de Cheryl. La señora Horne nos decía que nos marcháramos antes de que alguien nos encontrara, pero no podíamos dejarla allí. —Beck se encogió de hombros—. Así que nos encontraron. Primero pasó un jeep. No se detuvo, pero sus ocupantes parecían matones. Supongo que ellos dieron el aviso, porque poco después se presentaron diez tipos armados y nos cogieron. No dijeron ni una palabra. Nos metieron a Cheryl y a mí en el camión y se nos llevaron. Supongo que algunos de los otros se quedaron en la casa con la señora Horne. Por lo que sucedió luego, estoy seguro de eso. No iban a desperdiciar un lugar como aquel. Seguro que la mataron.

»Recorrimos varios kilómetros en el camión. Oscurecía cuando llegamos allí. Habían encendido fogatas, tres o cuatro. Les pregunté una y otra vez qué iban a hacernos, y ellos siempre me decían que me callara. Finalmente, uno de ellos me dio un puñetazo, y ya no dije nada más. Cuando llegamos al campamento nos encerraron con otra docena de personas, vigilados por tipos armados.

»Algunas de aquellas personas estaban heridas, cubiertas de sangre. Tenían heridas de bala, cuchilladas, huesos rotos... —Hugo se estremeció de nuevo—. Nos alegramos de no haber opuesto resistencia. Dos de los heridos murieron mientras esperábamos. Estábamos rodeados de alambre espinoso, tres tipos con metralletas nos vigilaban, y otros muchos armados iban de un lado a otro.

—¿Llevaban uniformes? —preguntó Deke Wilson.

—Algunos sí. Uno de los tipos con metralleta. Era un negro con galones de sargento.

Ahora Hugo parecía hablar con desgana. Las palabras le salían lentamente, con esfuerzo.

Al Hardy miró inquisitivamente al senador, el cual hizo un gesto de asentimiento. Al se volvió a Eileen, que seguía en el umbral. Ladeó la cabeza hacia el estudio, y ella salió, caminando apresuradamente para no perderse el relato.

—Cheryl y yo hicimos hablar a los prisioneros —dijo Hugo Beck—. Había habido una guerra, y ellos la perdieron. Eran granjeros, y tenían un grupo como el del señor Wilson, creo, un puñado de vecinos que querían que les dejaran en paz.

—¿Dónde ocurrió eso? —preguntó Deke Wilson.

—No lo sé, pero no importa. Ya no están allí.

Eileen regresó con un vaso a medio llenar. Se lo ofreció a Hugo Beck.

—Tenga.

El hombre bebió, pareció sorprendido y bebió de nuevo, vaciando la mitad del líquido.

—Gracias, muchas gracias. —El whisky afirmó su voz, pero no cambió la expresión atormentada de su mirada—. Entonces llegó el predicador. Se acercó a la alambrada y empezó a hablar. Estaba muy asustado y no recuerdo todo lo que dijo. Se llamaba Henry Armitage, y estábamos en manos de los Angeles del Señor. Habló y habló, a veces con naturalidad, otras en un tono declamatorio, como si estuviera en el púlpito. Dijo que todos habíamos sido salvados, habíamos superado el fin del mundo y teníamos una finalidad en esta vida. Teníamos que completar la obra del Señor. El Martillo de Dios había caído, y el pueblo de Dios tenía una misión sagrada. Lo que escuché con más atención fue la alternativa que nos propuso: unirnos a ellos o morir. Si nos uníamos, tendríamos que disparar contra los que no lo hicieran, y entonces..

—Espera un momento. —La voz de George Christopher mostraba una mezcla de interés e incredulidad—. Henry Armitage era un predicador de la radio. Solía escucharle. Era un buen hombre. ¿Ahora dices que se ha vuelto loco?

A Hugo le costó mirar directamente a Christopher, pero habló con voz bastante firme.

—Está completamente ido, señor Christopher. Todos sabéis que la caída del cometa ha enloquecido a mucha gente. Armitage tenía más motivos que la mayoría.

—Pero lo que decía tenía sentido, siempre. De acuerdo, continúa. ¿Qué le hizo volverse loco y por qué te lo dijo a ti?

—¡Pero eso formaba parte de su discurso! Nos dijo que sabía que el Martillo de Dios traería el fin del mundo. Advirtió al mundo lo mejor que pudo, por la radio, la televisión, los periódicos...

—Eso es correcto —dijo George.

—Y el último día reunió cincuenta buenos amigos, no sólo miembros de su congregación, sino amigos, junto con su familia, y subió a lo alto de una montaña para observar. Vieron tres impactos. Aguantaron aquella misteriosa lluvia que empezó con bolitas de barro caliente y terminó como el Diluvio Universal, y Armitage esperó la llegada de los ángeles.

»Ninguno de nosotros se rió cuando dijo eso, pues no eran sólo los prisioneros los que escuchaban, sino muchos.. Angeles del Señor, como se llaman a sí mismos, que le habían rodeado y eran todo oídos. De vez en cuando exclamaban ¡amén! y agitaban sus armas ante nosotros. No nos atrevíamos a reírnos.

»Armitage esperó a que llegaran los ángeles en busca de su rebaño, pero nunca llegaron. Con el tiempo, bajaron la colina, en busca de seguridad.

»Anduvieron por la orilla del mar de San Joaquín, y vieron cadáveres por todas partes. Algunos de los amigos de Armitage perdieron la esperanza y murieron. El hombre estaba desesperado. Descubrieron toda clase de horrores, lugares en donde habían estado los caníbales. Algunos de ellos enfermaron, y un par de ellos fueron muertos a tiros cuando trataban de entrar en una escuela medio inundada...

—Vaya al grano —dijo el senador.

—Sí, señor. Lo estoy intentando. La parte que sigue es nebulosa. Durante todo ese tiempo. Armitage trató de imaginar dónde habían ido los ángeles, por así decirlo. Y en algún punto de su vagabundeo lo descubrió. Aquí encaja Jerry Owen, de alguna manera.

—¿Owen?

—Sí. Owen se había unido a aquel grupo. Según él, hizo que Armitage volviera a la vida. No sé si algo de eso es cierto, pero sé con certeza que en cuanto Jerry le pescó, Armitage se unió a la banda de caníbales, que ahora se llama Ejército de la Nueva Hermandad y está dirigido por los Angeles del Señor.

—¿Y Jerry Owen es su general? —preguntó George Christopher. Aquello parecía divertirle.

—No, señor. Ignoro cuál es su posición. Desde luego, es un dirigente, pero no creo que sea tan importante. Déjenme que les diga esto, por favor. Tengo que decírselo a alguien. —Alzó el vaso de whisky y se lo quedó mirando—. Esto es lo que Armitage dijo a los caníbales, y lo que nos dijo a nosotros.

Hugo se concedió tiempo para pensar mientras terminaba el whisky. Harry pensó que Hugo lo estaba haciendo bien, que no iba a tener problemas por su culpa.

—Nos dijo que la obra del Martillo no ha terminado, que Dios no pretendió terminar con la humanidad, sino que su propósito fue sólo destruir la civilización, de manera que el hombre pudiera vivir de nuevo como Dios lo desea. Se ganará el pan con el sudor de su frente. Ya no contaminará la tierra y el mar y el aire con la basura de una civilización industrial que le aleja más y más del camino de Dios. Algunos de nosotros hemos sido salvados para terminar la obra realizada por el Martillo de Dios.

»Y los que han sido salvados para ese fin son los Angeles del Señor. No pueden errar. El asesinato y el canibalismo son cosas que hacen cuando deben, y no manchan sus almas. Armitage nos exigió que nos uniéramos a los Angeles.

»En ese momento, unas doscientas personas agitaban metralletas, escopetas, hachas y cuchillos de carnicero. Una muchacha agitaba un tenedor, lo juro, esa clase de tenedor con dos largas púas que va en los juegos de trinchar... y todo aquello era bastante convincente. Pero Armitage era el más convincente de todos. Usted le ha oído, señor Christopher, y sabe que puede ser tremendamente convincente.

Christopher no dijo nada.

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