Greg Bear - La fragua de Dios

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26 de junio de 1996: Europa, la sexta luna de Júpiter, desaparece repentinamente de los cielos, sin dejar tras de sí la menor huella de su existencia. 28 de septiembre de 1996: en el Valle de la Muerte, en California, en pleno corazón de los Estados Unidos, aparece un cono de escoria volcánica que no se halla registrado en ningún mapa geológico de la zona, y a su lado es hallada una criatura alienígena que transmite un inquietante mensaje: “Traigo malas noticias: la Tierra va a ser destruida…”
1 de octubre de 1996: el gobierno australiano anuncia que una enorme montaña de granito, un duplicado casi perfecto de Ayers Rock, ha aparecido de pronto en el Gran Desierto Victoria; junto a ella, tres resplandecientes robots de acero traen consigo un mensaje de paz y amistad…
Así se inicia una de las más apasionantes novelas de ciencia ficción de los últimos tiempos, que combina sabiamente el interés científico, la alta política internacional y la amenaza de una invasión alienígena, para ofrecernos una obra apasionante con una profundidad temática raras veces alcanzada, que se lee de un tirón hasta la última página.

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—¿Puedo llamar a mi abogado? —había preguntado Stella.

Ninguna respuesta. Un encogimiento de los fuertemente protegidos hombros.

—Somos parias —había concluido Morgan.

El desayuno le fue servido a las nueve. La comida era selecta y blanda. Edward la comió toda, siguiendo la recomendación de la oficial de servicio, una mujer atractiva con uniforme azul oscuro y corto pelo rizado.

—¿No han puesto drogas en ella? —Había formulado la pregunta antes; estaba empezando a hacerse aburrida, incluso para él.

—Por favor, no sea paranoico —respondió ella.

—¿Se dan ustedes realmente cuenta de lo que están haciendo? —preguntó Edward—. ¿O de lo que va a ocurrirnos a nosotros?

Ella sonrió vagamente, miró hacia un lado, luego dijo que no con la cabeza.

—Pero nadie corre ningún peligro.

—¿Qué ocurrirá si empiezan a salirme hongos en un brazo?

—Vi esa película —dijo la oficial de servicio—. El astronauta se convierte en una masa informe. ¿Cuál era su título?

El experimento del doctor Quatermass, creo —dijo Edward.

—Sí, algo así.

—Maldita sea, ¿qué pasará si nos ponemos realmente enfermos? —preguntó Edward.

—Cuidaremos de ustedes. Por eso están aquí. —No sonó convencida. El panel del intercom de Edward zumbó, y pulsó el pequeño botón rojo debajo de la luz parpadeante. Había ocho luces y ocho botones en dos hileras gemelas en el panel, tres de ellas encendidas.

—¿Sí?

—Aquí Minelli. Nos debes otra disculpa. La comida aquí es horrible. ¿Por qué tuviste que llamar a las Fuerzas Aéreas?

—Pensé que ellos sabrían qué hacer.

—¿Lo saben?

—Al parecer sí.

—¿Van a meternos en un transbordador espacial y matarnos a tiros?

—Lo dudo —dijo Edward.

—Me gustaría haberme doctorado en biología o medicina o algo así. Entonces podría tener alguna idea de lo que están planeando.

Edward se preguntó en voz alta si habrían aislado todo Shoshone, bloqueando la carretera y el desierto en torno al cono de escoria.

—Quizás hayan puesto una valla en torno a toda California —sugirió Minelli—. Y quizás esto no sea suficiente. A toda la Costa Oeste. Están edificando un muro que cruce las llanuras, y no dejan que las frutas y las verduras lo atraviesen.

El sistema intercom estaba instalado de la tal forma que todos pudieran hablar entre sí privadamente. Aunque no podían excluir a los vigilantes o a las dependencias de los oficiales de guardia. Reslaw se unió a ellos.

—Sólo somos cuatro, más los cuatro investigadores…, no aislaron a esa empleada, no sé cómo se llamaba.

—Esther —dijo Edward—. O el chico de la estación de servicio.

—Eso quiere decir que están reteniendo solamente a las personas que pueden haber tocado a la criatura, o que se han acercado lo suficiente a ella como para respirar microbios en el aire.

Morgan se les unió.

—¿Qué vamos a hacer, pues? —preguntó.

Nadie respondió.

—Apuesto a que mi madre debe estar frenética.

No les habían permitido a ninguno de ellos efectuar llamadas al exterior.

—¿La tienda es de usted? —preguntó Edward—. He estado deseando darle las gracias…

—¿Por permitirles llamar? Fue muy listo por mi parte, ¿no creen? La tienda es de mi familia, así como el café, el negocio de caravanas, la distribución de propano, la distribución de cerveza. No va a resultar fácil mantenerlos callados. Espero que ella esté bien. Dios, espero que no haya sido arrestada. Probablemente ya debe haber llamado a nuestro abogado. Sueno como una niña rica malcriada, ¿verdad? «Esperen a que mi mamá se entere de esto». —Se echó a reír.

—Bien, ¿quién más aquí tiene conexiones? —preguntó Edward.

—Se supone que nosotros íbamos a estar fuera dos semanas más —dijo Reslaw—. Ninguno estamos casados. ¿Lo está usted…, Stella?

—No —dijo la mujer.

—Así están las cosas —concluyó desanimado Minelli—. Usted es nuestra única esperanza, Stella.

—No se pongan tan lúgubres —intervino el supervisor de la habitación. Era un teniente, cuarenta años o así; la mayor parte del personal de guardia eran mayores o comandantes.

—¿Estamos siendo monitorizados? —preguntó Edward, con voz más furiosa de lo que realmente se sentía.

—Por supuesto —respondió el supervisor—. Estoy escuchando. Todo está siendo registrado en audio y vídeo.

—¿Están efectuando controles de seguridad sobre nosotros? —preguntó Stella.

—Estoy seguro de que lo están haciendo.

—Maldita sea —murmuró la mujer—. Olvídenme, muchachos. Fui una estudiante radical.

Edward se sobrepuso a su rabia y su frustración y forzó una risa.

—Usted y yo. Ya somos dos. ¿Minelli?

—¿Radical? Infiernos, no. La primera vez que voté fue por Hampton.

—Traidor —dijo Reslaw.

—No se debe hablar mal de los muertos —advirtió Edward—. Maldita sea, fue bueno con la ciencia. Dio un fuerte impulso al programa espacial.

—Y dio un buen recorte a los gastos internos —añadió Morgan—. Crockerman no es mejor.

—Quizá conozcamos al presidente —dijo Minelli—. Y salgamos por televisión.

—Vamos a permanecer aquí el resto de nuestras vidas —predijo Reslaw, con la entonación de Vincent Price. Edward no pudo decir si estaba siendo serio o melodramático.

—¿Quién es el mayor de nosotros? —preguntó Edward, afirmando deliberadamente su liderazgo y arrastrándolos a temas menos candentes—. Yo tengo treinta y tres.

—Treinta —dijo Minelli.

—Veintinueve —dijo Reslaw.

—Entonces yo soy la mayor —afirmó Stella.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Edward.

—No es asunto suyo.

—Ellos lo saben —indicó Reslaw—. Preguntémoselo.

—No se atreverán —advirtió Morgan, riendo.

De acuerdo, pensó Edward, estamos de buen humor, o de tan buen humor como cabe esperar en estas circunstancias. No vamos a ser torturados, excepto unos cuantos pinchazos. No tiene ningún sentido saberlo todo de cada uno de nosotros en este preciso momento. Puede que permanezcamos aquí durante largo tiempo.

—Hey —chilló de pronto Minelli—. ¡Supervisor! ¡Supervisor! Mi rostro…, mi rostro. ¡Algo está creciendo en él!

Edward sintió que se le aceleraba el pulso. Nadie dijo nada.

—Oh, gracias a Dios —dijo Minelli unos momentos más tarde, suavizando algo la situación—. Sólo es la barba. ¡Hey! Necesito mi maquinilla eléctrica.

—Señor Minelli —dijo el supervisor—, olvide esas bromas, por favor.

—Hubiéramos debido advertirles acerca de él y su sentido del humor —señaló Reslaw.

—Soy conocido como un auténtico tonto del culo —explicó Minelli—. Se lo digo por si acaso se lo piensan mejor acerca de seguir manteniéndome aquí.

PERSPECTIVA

AAP/NBS WorldNet, Woomera, Australia del Sur, 7 de octubre de 1966 (USA: 6 de octubre):

Pese a la decisión del primer ministro Stanley Miller de «aparecer ante el público» con la noticia de visitantes extraterrestres en Australia Meridional, los científicos del lugar han transmitido hasta el momento muy poca información. Todo lo que se sabe es esto: El objeto descubierto por los prospectores de ópalos en el Gran Desierto Victoria se halla a menos de ciento treinta kilómetros de Ayers Rock, justo encima de la frontera de Australia Meridional. Se halla a unos 340 kilómetros al sur de Alice Springs. Su apariencia ha sido camuflada para que se parezca a los tres grandes tolmos de la región, Ayers Rocks y los Olgas, aunque es aparentemente más pequeño que esas bien conocidas formaciones. El Departamento de Defensa ha rodeado el lugar con unos 150 kilómetros de alambre espinoso en tres círculos concéntricos. Las actuales investigaciones están siendo llevadas a cabo por los científicos del Ministerio de Ciencias y la Academia de Ciencias australiana. Ha sido ofrecida la ayuda de los oficiales del Centro de Investigación australiano en Woomera y las instalaciones de rastreo de la NASA en Island Lagoon, aunque la cooperación científica y militar con otras naciones no ha sido confirmada hasta el presente.

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