James BeauSeigneur - A su imagen

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Decker Hawthorne, editor de un modesto periódico local, y Harry Goodman, un escéptico profesor universitario, se unieron veinte años atrás para participar en un fascinante proyecto de investigación: verificar la autenticidad de la Sábana Santa. Ahora, transcurridos los años, los protagonistas vuelven a encontrarse. Goodman le revelará un secreto sobrecogedor: la Sábana contenía restos de células de ADN vivas e incorruptibles…

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* * *

Cuando llegaron al laboratorio, Goodman procedió a abrir un casillero cerrado con llave y sacó de su interior un estuche de plástico transparente con varias docenas de láminas portaobjetos en su interior. Decker lo reconoció como el estuche de muestras obtenidas con cinta adhesiva de la Sábana de Turín.

– Como te decía antes -comenzó Goodman-, tomé prestadas las láminas portaobjetos para examinar detalladamente las partículas de suciedad halladas en la zona del talón izquierdo de la imagen. No había vuelto a pensar en la Sábana durante los últimos años, pero cuando anunciaron que iban a hacerle la prueba del carbono 14, me acordé de algo. Me pregunté si sería posible determinar la composición específica de las partículas de suciedad halladas en la Sábana para determinar o descartar posibles orígenes de procedencia a partir de algún rasgo peculiar. En otras palabras, investigar si algo en la suciedad indicaba que ésta procedía de Oriente Próximo o si, al contrario, había algún indicio de que la suciedad procedía de Francia, de Italia o tal vez de otro lugar.

»Que procediese de Oriente Próximo o de Jerusalén mismo, incluso, no tenía por qué demostrar nada acerca del misterio de la Sábana. Si el falsificador se había molestado lo suficiente como para imprimir suciedad en la Sábana en cantidades tan diminutas que sólo un microscopio de alta definición del siglo xx pudiese detectar, entonces bien podría haber pensado también en importar la suciedad de Jerusalén. De tan lógico que es, resulta absurdo. Sólo quería echar otro vistazo.

Goodman se sentó ante un microscopio, encendió la lámpara y colocó un portaobjetos en la platina.

– En el coche te he contado que, por la naturaleza de lo que buscaba, el doctor Heller evitó emplear objetivos de gran aumento -hizo una pausa, miró a través del ocular, y ajustó los objetivos y el foco-. En mi caso -continuó levantando la vista y mirando de nuevo a Decker-, empleé objetivos de seiscientos y mil aumentos -Goodman se levantó y se retiró para permitir que Decker observara la preparación-. Esta primera muestra es la que se obtuvo directamente del talón izquierdo.

Decker movió el portaobjetos sobre la pletina y volvió a enfocar el microscopio.

– No hay mucho que ver -dijo sin apartar la vista del portaobjetos.

– Exacto -dijo Goodman-. Al principio me desilusionó bastante. Comprobé el estuche, pero las únicas muestras que había de los pies eran las pertenecientes a las heridas de clavo del pie derecho -Goodman retiró el portaobjetos cuidadosamente y volvió a colocarlo en la ranura correspondiente.

– Recuerda que el pie derecho tenía dos heridas de salida, lo que indicaba que el pie izquierdo había sido clavado sobre el derecho. El pie derecho se clavó primero, y la salida de este clavo se encontraba en el arco del pie. A continuación se clavó el izquierdo sobre el derecho, atravesando el clavo ambos pies y dejando una herida de salida en el arco del pie izquierdo y en el talón del derecho. Con todo, ninguna de las muestras parecía demasiado prometedora, porque cualquier partícula de suciedad que hubiese habido en la zona de las heridas probablemente habría quedado adherida al tejido con la sangre.

Goodman cogió un segundo portaobjetos del estuche de plástico.

– Esta muestra corresponde a la mancha de sangre del talón derecho. No es que esperara encontrar suciedad aquí, pero lo examiné de todas formas.

Goodman hizo una pausa.

– Fue entonces cuando lo descubrí.

Goodman sorteó a Decker, apagó la lámpara del microscopio y le entregó el portaobjetos. Decker tomó el portaobjetos y lo colocó sobre la pletina. Ajustó el espejo para compensar la pérdida de luz y enfocó la lente. Goodman giró el revólver y lo fijó en el objetivo de ochocientos aumentos. Decker observó como la preparación mostraba un cúmulo de partículas que le resultaban vagamente familiares; de apariencia cilíndrica, parecían incrustadas o amalgamadas en una sustancia costrosa, de coloración marrón oscuro, que supuso debía de corresponder a una gota de sangre.

Dejó pasar un instante y alzó la mirada hacia Goodman. Sus ojos estaban abiertos de par en par y su mente se debatía entre la incredulidad y la confusión.

– ¿Es esto posible? -preguntó por fin.

Goodman abrió un grueso libro de texto de medicina por una página bien marcada y señaló una ilustración en la esquina superior izquierda. Lo que Decker vio era el dibujo de algo muy parecido a lo que acababa de ver a través del microscopio de Goodman. En el pie de foto se podía leer: «Células de piel humana».

Decker volvió a mirar por el microscopio para estar seguro. Inexplicablemente, a pesar de haber pasado cientos o incluso miles de años, parecían perfectamente conservadas. Notó cómo Goodman le sorteaba de nuevo, esta vez para encender la lámpara. La luminosidad hizo que los pequeños discos se volvieran transparentes y Decker pudo ver con claridad el núcleo de cada una de las células. A los pocos segundos, la lámpara empezó a calentar ligeramente el portaobjetos. Decker se separó del ocular para restregarse los ojos y volvió a mirar.

* * *

Al calor de la luz artificial, los núcleos empezaron a moverse.

4

MADRE DE DIOS

Los Ángeles, California

Decker sentía un gran peso en el pecho y la cabeza le flotaba. Se esforzó por recuperar el aliento. En silencio observó los núcleos de las células en su movimiento ondulatorio. Era como si su mente flotara en aquel cálido mar de citoplasma sin otra referencia que las propias células. Le asaltaron miles de preguntas que no lograron captar su atención; tan concentrado estaba en lo que veía que ni siquiera era consciente de su propia confusión. Hasta que no cejó en su intento por abarcar el alcance de lo que estaba viendo no pudieron sus sentidos empezar a emerger de aquella marisma. Poco a poco sus oídos captaron la voz de Goodman.

– Decker… Decker… -Goodman le tocó en el hombro y él finalmente levantó la vista-. ¿Qué tal ese apetito?

Decker no había comido nada desde el desayuno, pero en aquel momento la pregunta de Goodman le pareció completamente disparatada.

– Créeme -dijo Goodman-, sé cómo te sientes. A mí me pasó lo mismo. Buscaba suciedad y me encuentro con células de piel vivas. ¡Fue casi como una revelación! Es entonces cuando me acordé de la teoría del profesor Crick -Goodman retiró el portaobjetos del microscopio y lo colocó cuidadosamente en el estuche de plástico.

– ¿De qué se trata? -preguntó Decker al fin.

– Ya lo has visto -dijo Goodman-. Son células de la piel, células de justo debajo de la superficie de la piel. Ah, y como obviamente habrás notado, están vivas -Goodman ocultaba la emoción de poder compartir su descubrimiento, y aquella respuesta tranquila y comedida no hizo más que acentuar la confusión de Decker.

– Pero ¿qué…? ¿Cómo…? -rogó Decker.

– Las células quedaron prendidas de la cinta adhesiva Mylar junto con algunas pequeñas costras de sangre. Parece ser que al tender la Sábana sobre el hombre crucificado, parte de la piel expuesta de la herida se desprendió junto con la sangre. Al regenerarse el hombre y serle retirada la Sábana, quedó prendida en ella una pequeña parte de material cutáneo. Lo mismo puede ocurrir cuando se retira el vendaje de una herida. Sospecho que el peso del talón sobre la tela también ayudó lo suyo. Lo que acabas de ver son células de por lo menos seiscientos años de antigüedad sin signos de degeneración. Resumiendo, están vivas.

– ¿Seiscientos años? -preguntó Decker, sorprendido de que el profesor Goodman no hubiese dicho dos mil.

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