»Si alguno de ellos fuera de gran tamaño -continuó el doctor Stewart-, aún supondría una amenaza. Nuestro objetivo, por tanto, no ha de ser únicamente romper el asteroide en pedazos más pequeños, sino pulverizarlo. Según nuestros cálculos, y seguimos aún trabajando en ello, dicho propósito requerirá el lanzamiento de cuarenta cabezas nucleares de veinte megatones cada una contra la cara frontal del asteroide. Todas ellas deben alcanzar el objetivo y ser detonadas simultáneamente un instante antes del impacto. Se trata de una misión que sólo puede llevarse a cabo con misiles de cabezas múltiples independientes o MIRVs, lo que reduce aún más nuestro inventario de lanzaderas óptimas. Para ser más exactos, sólo existen dos lanzaderas con capacidad para alcanzar el objetivo y transportar los MIRVs. Se trata del misil estadounidense Minuteman III y del misil de fabricación rusa SS-11 Sego. Pero no acaban aquí nuestros problemas. Ambos son sistemas relativamente anticuados, la mayoría de los cuales o bien ha sido transformada en pesadas lanzaderas para puestas en órbita o ha sido destruida en cumplimiento de diferentes tratados de desarme. A ello hay que añadir que tanto el Minuteman III como el Sego requieren sustanciales modificaciones para la misión.
»Nuestros planes en este momento pasan por enviar tres oleadas de misiles a fin de que la segunda y la tercera constituyan la línea de retaguardia necesaria para rematar la misión si la primera no consigue destruir el asteroide por completo.
Mientras la simulación ilustraba cómo la segunda y tercera oleadas de misiles destruían o desviaban los escasos fragmentos grandes de asteroide restantes, el doctor Stewart concluyó su explicación resaltando que la tecnología necesaria ya existía y había sido ensayada, y que todos los participantes en el proyecto creían en la perfecta viabilidad del plan.
Cuando hubo terminado tomó la palabra el doctor John Jefferson, del Laboratorio Nacional de Oak Ridge.
– Como ya ha resaltado el doctor Stewart, es importante que destruyamos el asteroide cuanto antes, para limitar al máximo la lluvia de restos sobre la Tierra. Pero existe una segunda razón que hace imperativa su destrucción temprana. El polvo resultante de la explosión va a ser al principio altamente radioactivo.
La noticia fue recibida con gestos de intranquilidad por todos los presentes en la sala, que cayeron entonces en la cuenta de la obviedad: era evidente que tras la explosión nuclear el polvo fuese radioactivo.
– Al igual que ocurre con la lluvia resultante de cualquier explosión nuclear -continuó Jefferson-, el índice de radioactividad irá disminuyendo con el tiempo. Cuanto mayor sea el lapso de tiempo entre la destrucción del asteroide y la llegada de sus restos a la Tierra, menor será el índice de radioactividad del polvo.
– ¿Con cuánta antelación debemos lanzar los misiles para minimizar el nivel de radiación? -interrumpió el embajador Ngordon.
– Sin conocer la composición exacta del asteroide ni de las partículas que llegarán a la Tierra, es imposible contestar con exactitud a su pregunta. No obstante y basándonos en las estimaciones que de dicha composición ha elaborado el doctor Hall, creemos que debe ser destruido por lo menos catorce días antes de que los fragmentos restantes alcancen nuestro planeta. Si se hace después, los efectos de la radiación podrían ser graves y en algunos casos, puede que incluso fatales. Esta estimación da por contado que pasarán dos días más antes de que comiencen a atravesar la atmósfera cantidades considerables de polvo.
– ¿Cuándo debe hacerse el lanzamiento? -preguntó Ngordon.
– Esperamos hacerlo dentro de nueve días, el día 27, embajador -contestó el doctor Johnson-. Si conseguimos estar preparados para esa fecha, los misiles alcanzarán el asteroide treinta y cuatro días después, el 31 de julio, en un punto situado a treinta y siete millones de kilómetros de la Tierra. De esta forma pasarán quince días antes de que el polvo alcance la Tierra, es decir, un día más del mínimo necesario.
– Entonces, ¿podrá hacerse?
– Sí, señor. Pero debemos contar con el pleno apoyo de la ONU y, en particular, con el de los países que poseen las lanzaderas necesarias.
– Señor presidente -empezó el embajador estadounidense Jackson Clark dirigiéndose al presidente del Consejo de Seguridad, el embajador Ngordon-, creo que sabe que puede contar con el apoyo incondicional del pueblo norteamericano en este proyecto. Sé que hablo en nombre de nuestro presidente al afirmar que proporcionaremos todos los misiles Minuteman de los que dispongamos. Y tengo el convencimiento de que los científicos e ingenieros estadounidenses trabajarán día y noche si es necesario para prestar todo el apoyo técnico, el equipo y el personal requeridos.
Kruszkegin hizo un ofrecimiento similar en nombre de los países que antaño formaban las repúblicas de la Unión Soviética. Una de las ironías de la devastación nuclear que asoló Rusia como resultado de su ataque a Oriente Próximo era que varios centenares de los misiles de largo alcance que no llegaron a ser lanzados habían sobrevivido a la destrucción por encontrarse protegidos en silos antinucleares.
Concluidas las dos intervenciones, el embajador Clark se dirigió al doctor Johnson.
– ¿Qué hay de nuestros sistemas de defensa estratégica? ¿Podrían emplearse contra el asteroide?
– Me temo que no -repuso el doctor Johnson-. Las armas de energía dirigida, entre las que se incluyen varios tipos de láser y de haces de partículas, tienen suficiente alcance para llegar al objetivo, pero ni siquiera la suma de la potencia de todas ellas lograría efecto alguno sobre un cuerpo con la masa de la que hablamos. Sus fuentes de energía se idearon para emitir ráfagas dirigidas contra el objetivo durante un corto espacio de tiempo y no para realizar un asalto continuo sobre un objetivo de gran tamaño. En cuanto a las armas de energía cinética -principalmente las de base terrestre y algunos de los interceptores en órbita-, sí que disponen de un poder destructivo mayor, pero por el contrario no poseen el alcance suficiente para llegar al objetivo.
El embajador Clark asintió para indicar que se hacía cargo de la situación.
La reunión se prolongó algún tiempo más, y cuando ya parecía que se habían resuelto lo mejor posible los asuntos que les ocupaban, Christopher, que hasta entonces había permanecido en silencio, dirigió una nueva pregunta al doctor Johnson.
– Me preocupan los otros dos asteroides -dijo-, ¿están convencidos de que no representan una amenaza?
– Sí, señor -contestó Johnson-. Como mostraba la simulación, los dos primeros asteroides van a pasar muy cerca -más cerca que cualquier otro gran asteroide de la historia conocida-, pero no representan amenaza alguna.
– ¿Cabe alguna probabilidad de que sus cálculos sobre la trayectoria de los dos primeros asteroides sean erróneos? Me da la sensación de que nos estamos confiando demasiado.
– Señor, comprendo su preocupación, pero los cálculos han sido fijados independientemente por catorce observatorios y universidades diferentes. Se han verificado hasta tres veces, y el margen de error no ha sido en ningún caso superior o inferior a los cien kilómetros, que son aproximadamente sesenta millas.
Christopher dejó escapar un suspiro y dio unos golpecitos con el bolígrafo en la mesa, como si reflexionara sobre cómo abordar la cuestión para obtener la respuesta que deseaba oír.
– Pero ¿qué pasará después? Por sus explicaciones se deduce que las nuevas órbitas de los asteroides los llevarán a cruzarse regularmente con la órbita terrestre. ¿Acaso no podrían representar una amenaza en el futuro? ¿No sería mejor destruirlos ahora?
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