James BeauSeigneur - El nacimiento de una era

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Siglo XXI. Dos holocaustos nucleares han sacudido el planeta. En Jerusalén 144.000, judíos mesiánicos han desarrollado poderes sobrenaturales. Todos los países se ven obligados a unirse bajo un único mando de la ONU para afrontar un futuro que presagia catástrofes. En el se descubrirá un secreto de relevancia devastadora y universal que revelará el increíble futuro del hombre… y la verdadera naturaleza de Dios.

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El doctor Alsie Johnson, del Instituto de Ciencia Espacial de Naciones Unidas, pronunció unas breves palabras introductorias antes de presentar a los invitados. A continuación dio la palabra al doctor Waters, quien se encargó de explicar en líneas generales la índole de la amenaza antes de proceder a hacer la narración de una versión ligeramente actualizada de la simulación que, dos días atrás, había mostrado al doctor Xiou y a Mary Ludford. Desde entonces, el reajuste del cálculo de los itinerarios de los asteroides desvelaba que el primer y el segundo asteroides, el 2031 KD y el 2031 KE, iban a pasar por lados opuestos de la Tierra. El primero y más grande de los dos lo haría aproximadamente a algo más de seis mil kilómetros de la Tierra, siguiendo una trayectoria noroeste sudeste sobre buena parte de Norteamérica y Sudamérica, la noche del 3 de julio. El segundo asteroide pasaría tres horas después, a unos mil seiscientos kilómetros de distancia, por el lado iluminado del planeta, cruzando buena parte del noroeste y del sudeste de Asia, Filipinas y Nueva Guinea.

América sería la que disfrutaría de la mejor panorámica del fenómeno. Desde el norte y el sur se iba a poder contemplar durante varias horas al primer asteroide surcando a toda velocidad el cielo nocturno. Al otro lado del planeta, el asteroide iba a ser más difícil de localizar en el cielo diurno, donde se divisaría no como una luz rutilante, sino como un punto gris -de aspecto muy similar al que presenta la Luna durante el día-, que pasaría inadvertido a todo aquel que no lo estuviera buscando en el cielo. La esperanza de presenciar el rebote contra la atmósfera de la Tierra se había descartado, para desilusión de muchos.

La verdadera amenaza provenía del tercer asteroide, el 2031 KF, con diferencia el más grande de los tres dado su diámetro de cincuenta kilómetros. Como ya habían demostrado los primeros cálculos del doctor Waters, el 2031 KF se dirigía directamente a la Tierra e impactaría contra ésta, si no se hacía nada para evitarlo, el 15 de agosto, cuarenta y tres días después del paso de los dos primeros asteroides. Pero la humanidad pensaba presentar batalla. La ciencia moderna estaba preparada para evitar el cataclismo. E, irónicamente, iba a hacerlo con las mismas herramientas que hasta el momento habían amenazado con destruir la vida en el planeta.

La doctora Terri Hall, ex alumna de la célebre astronauta Eleanor Helin, convertida ya en una de las mayores expertas en asteroides, tomó la palabra a continuación del doctor Waters.

– En nuestro sistema solar hay, literalmente, millones de asteroides -empezó-, aproximadamente un millón de los cuales posee un diámetro de al menos un kilómetro. El mayor, Ceres, mide mil treinta y tres kilómetros (unas seiscientas veinte millas) de diámetro. La mayoría de asteroides traza su órbita entre Marte y Júpiter. Además, hay varias decenas de miles de asteroides que pueden clasificarse dentro de otros tres grupos: los del grupo Aten, cuyas órbitas se circunscriben entre la Tierra y algo más allá de Marte; los del grupo Apolo, cuyas órbitas cruzan la órbita terrestre; y los Amor, cuyas trayectorias dibujan órbitas entre las de la Tierra y Venus.

»De tiempo en tiempo, ya sea en el itinerario de su órbita normal o como resultado de una interferencia, como puede ser la gravedad de otro cuerpo o la colisión entre asteroides, un asteroide puede entrar en una órbita que se cruce con la de la Tierra. No obstante, se trata de un caso muy poco frecuente. En el transcurso de los últimos mil millones de años, se cree que es posible que hayan colisionado contra la Tierra unos cuatrocientos asteroides de menos de medio kilómetro de diámetro. Eso nos da una media de una colisión cada dos millones y medio de años. Dado que la superficie terrestre está cubierta de agua en sus tres cuartas partes, sólo se trata de un dato estimativo, basado en el número de cráteres hallados en tierra firme y en las escasas evidencias de que se dispone sobre la caída de asteroides en los océanos. La Tierra alberga un número aproximado de cuarenta y cinco cráteres de los que se sabe a ciencia cierta que son el resultado del impacto de un asteroide. Éstos varían de tamaño, desde siete kilómetros y medio hasta ciento cuarenta kilómetros, es decir, unas ochenta y cinco millas. Los más grandes y antiguos son el de Vredefort, en Sudáfrica, y el de Sudbury, en Ontario. Ambos miden aproximadamente ochenta y cinco millas de diámetro y fueron formados por asteroides de unos diez kilómetros, o seis millas, de diámetro. El de Vredefort tiene unos mil novecientos setenta millones de años de antigüedad; el de Ontario se formó hace unos mil ochocientos cuarenta millones de años. Se cree que hubo otros cráteres más pequeños de más de mil millones de años de antigüedad que han desaparecido debido a los efectos de la erosión.

»El más conocido de los impactos es, probablemente, el del asteroide de aproximadamente diez kilómetros de diámetro que cayó hace sesenta y cinco millones de años frente a la costa de la península de Yucatán, cerca de Chicxulub, en México. A esta colisión se atribuye la extinción de los dinosaurios. Más recientemente, hace unos dos millones y medio de años, se produjo el impacto de un asteroide de unos seiscientos metros, o un tercio de milla, de diámetro en el Pacífico Sur, al oeste del extremo meridional de Sudamérica. Se estima que la magnitud de aquella colisión fue, como mínimo, de veinticinco mil megatones, que viene a ser dos veces y media más destructiva que la suma del armamento nuclear mundial, sin la radiación, por supuesto.

»No todos los asteroides que penetran en la atmósfera impactan contra la superficie terrestre. A comienzos del siglo pasado, a las siete de la tarde hora local del 30 de junio de 1908, un asteroide o, tal vez, un cometa (no se sabe con certeza), penetró en la atmósfera a la altura de la cuenca del río Podkamennaya Tunguska en Siberia. Explotó en el aire a unos once mil metros sobre la superficie de la Tierra.

Aunque los detalles del suceso siguen siendo un misterio, parece ser que el asteroide o cometa se desplazaba a casi mil cuatrocientos cuarenta y ocho kilómetros por segundo. Debido al ángulo de aproximación y a su velocidad, el aire debió de ejercer sobre él una tremenda presión aerodinámica que, al superar la resistencia de compresión del cuerpo, lo hizo añicos.

»Aunque el objeto en sí nunca llegó a alcanzar la superficie terrestre, la fuerza de la presión que ejerció sobre ésta al estallar fue la equivalente a una bomba de doce megatones. Destruyó dos mil setenta y un kilómetros cuadrados de bosque; la gente que se encontraba en un radio de setenta y dos kilómetros fue derribada y abrasada por el calor; el resplandor del estallido pudo divisarse a cientos de kilómetros de distancia; y el sonido se llegó a escuchar a nada menos que novecientos sesenta y cinco kilómetros de distancia.

»Un fenómeno igualmente insólito fue captado, de hecho, por varias películas caseras en el cielo de Wyoming, al oeste de Estados Unidos, en agosto de 1972 -el doctor Hall señaló hacia las pantallas de proyección, que en ese momento mostraban la imagen de un cielo azul salpicado de nubes. Un pequeño retumbo, como el de un avión a reacción en la distancia, empezó a brotar por los altavoces y, entonces, pareció emerger de la nube que ocupaba el centro de la pantalla -aunque en realidad procedía de mucho más arriba- una luminosa bola blancuzca seguida de lo que se asemejaba a una larga cola de vapor. Hall continuó-: En esta ocasión, un gran meteoro de unos setenta metros de diámetro y cerca de mil toneladas de peso se adentró en la atmósfera y llegó a aproximarse a una distancia de casi cincuenta y ocho kilómetros de la superficie de la Tierra. El meteoro siguió una trayectoria casi paralela a la superficie terrestre durante casi mil seiscientos kilómetros, desde el norte de Utah a Alberta, en Canadá, a una velocidad aproximada de cuarenta y nueve mil ochocientos noventa kilómetros por hora, antes de volver a salir de la atmósfera. Dado que su velocidad no descendió en ningún momento por debajo de la de escape -cuarenta mil doscientos treinta kilómetros por hora-, el objeto pudo atravesar la atmósfera y escapar de la gravedad de la Tierra para continuar su rumbo.

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