Paolo Bacigalupi - La chica mecánica

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Premios Hugo, Nebula, Locus (Primera Novela) Y John W. Campbell Memorial 2010.
Bienvenidos al siglo XXII. Anderson Lake es el hombre de confianza de AgriGen en Tailandia, un reino cerrado a los extranjeros para proteger sus preciadas reservas ecológicas. Su empleo como director de una fábrica es en realidad una tapadera. Anderson peina los puestos callejeros de Bangkok en busca del botín más preciado para sus amos: los alimentos que la humanidad creía extinguidos. Entonces encuentra a Emiko… Emiko es una «chica mecánica», el último eslabón de la ingeniería genética. Como los demás neoseres a cuya raza pertenece, fue diseñada para servir. Acusados por unos de carecer de alma, por otros de ser demonios encarnados, los neoseres son esclavos, soldados o, en el caso de Emiko, juguetes sexuales para satisfacer a los ricos en un futuro inquietantemente cercano… donde las personas nuevamente han de recordar qué las hace humanas.

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Kanya simpatiza con ella. «Ojalá pudieras entenderlo.» Pero es imposible que alguien tan joven comprenda las grises brutalidades de la vida.

«Ojalá yo hubiera podido entenderlo.»

– ¡Capitana Kanya!

Se gira. Un muchacho está cruzando los diques, tropezando en el fango de los arrozales, trastabillando entre los tallos de arroz verde esmeralda. Pai levanta la cabeza con interés, pero Kanya le indica que se aleje. El mensajero llega sin aliento, jadea.

– Que Buda te sonría, y al ministerio. -Aguarda expectante.

– ¿Ahora? -Kanya se queda mirándolo fijamente. Vuelve a contemplar la aldea en llamas-. ¿Me llamas ahora?

El joven mira a su alrededor con nerviosismo, sorprendido por la respuesta. Kanya hace un ademán de impaciencia.

– Repítelo. ¿Ahora?

– Que Buda te sonría. Y al ministerio. Todos los caminos empiezan en el corazón de Krung Thep. Todos.

Kanya arruga la frente y llama a su teniente:

– ¡Pai! Tengo que irme.

– ¿Ahora? -Pai se esfuerza por disimular su sorpresa mientras se acerca.

Kanya asiente con la cabeza.

– Es inevitable. -Abarca las llameantes casas de bambú con un gesto-. Termina tú aquí.

– ¿Qué hacemos con los aldeanos?

– Que no salgan de aquí. Pide comida. Si nadie enferma a lo largo de la semana, seguramente habremos terminado.

– ¿Crees que podríamos tener tanta suerte?

Kanya se obliga a sonreír, pensando en lo antinatural que resulta tranquilizar a alguien con la experiencia de Pai.

– Esperemos que sí. -Agita la mano en dirección al muchacho-. Te sigo. -Mira a Pai de reojo-. Reúnete conmigo en el ministerio cuando hayáis terminado aquí. Nos queda por encender otro fuego.

– ¿La fábrica farang ?

Kanya debe contenerse para no sonreír ante su entusiasmo.

– No podemos dejar la fuente sin purificar. ¿Acaso no es ese nuestro trabajo?

– ¡Eres la nueva Tigresa! -exclama Pai. Le da una palmada en la espalda. Entonces recuerda cuál es su sitio, se disculpa por el atrevimiento con un wai y regresa corriendo a la devastación de la aldea.

– La nueva Tigresa -murmura Jaidee junto a Kanya-. Me alegro por ti.

– La culpa es toda tuya. Les enseñaste a necesitar un líder radical.

– ¿Y te han elegido a ti?

Kanya exhala un suspiro.

– Al parecer basta con enarbolar una antorcha encendida.

Sus palabras hacen reír a Jaidee.

Un ciclomotor de muelles percutores la espera al otro lado del terraplén. El muchacho monta, le indica que se siente a su espalda y recorren las calles de la ciudad zigzagueando entre bicicletas y megodontes. La pequeña bocina berrea sin parar. La ciudad se convierte en una mancha borrosa a los lados. Vendedores de pescado, de telas, de amuletos con la imagen de Phra Seub que tanta gracia le hacían a Jaidee aunque Kanya guarda uno en secreto, colgado de una cadenita cerca del corazón.

«Tratas de ganarte el favor de demasiadas deidades», observó Jaidee cuando Kanya acarició el amuleto antes de salir del poblado. Pero ella pasó por alto sus burlas y musitó de todos modos una plegaria para Phra Seub, implorando una protección que sabe que no se merece.

El ciclomotor aminora hasta detenerse y Kanya se apea de un salto. Las filigranas doradas de la Sagrada Columna de la Ciudad resplandecen al sol del amanecer. Por todas partes hay vendedoras de guirnaldas de flores para las ofrendas. El cántico de los monjes y la música de los bailes khon resuenan al otro lado de las paredes encaladas. El muchacho desaparece antes de que Kanya tenga ocasión de darle las gracias. Otro más de los muchos que le deben algún favor a Akkarat. Probablemente el ciclomotor sea regalo suyo, y la lealtad del joven el precio a pagar por él.

– ¿Y tú qué recibes a cambio, estimada Kanya? -pregunta Jaidee.

– Ya lo sabes -musita la capitana-. Recibo lo que juré que conseguiría.

– ¿Y aún lo deseas?

Sin responder, Kanya cruza la puerta que oculta el interior de la capilla. Pese a ser tan temprano, el edificio está abarrotado de fieles arrodillados ante las estatuas de Buda y el altar de Phra Seub, el más importante después del que hay en el ministerio. Los jardines son un hervidero de personas que realizan ofrendas de flores y frutas, mientras otras consultan la fortuna con varitas adivinadoras; y por encima de todos ellos cantan los monjes, protegiendo la ciudad con sus plegarias y sus amuletos, con el saisin que se extiende desde la capilla hasta los diques y las bombas. El hilo sagrado oscila a la luz gris, sostenido con pértigas allí donde cruza las calzadas, estirándose durante kilómetros desde este eje sagrado hasta las bombas y rodeando los rompeolas. El cántico de los monjes es un runrún incesante que impide que la Ciudad de los Seres Divinos sea devorada por las olas.

Kanya compra incienso y comida y se adentra en los fríos confines de la capilla de la columna, descendiendo los escalones de mármol. Se arrodilla ante la antigua columna de la saqueada Ayutthaya, la más grande de Bangkok. El lugar desde donde se miden todas las distancias. El corazón de Krung Thep, y el hogar de los espíritus que la protegen. Si se pusiera en pie en el umbral de la capilla y mirara en dirección a los diques, vería la elevación de las presas. Es evidente que están en el fondo de una bañera, expuestos desde todas direcciones. Esta capilla… Enciende el incienso y presenta sus respetos.

– ¿No te sientes como una hipócrita viniendo precisamente aquí, a las órdenes de Comercio?

– Cierra el pico, Jaidee.

Jaidee se arrodilla a su lado.

– Bueno, por lo menos la fruta de tu ofrenda tiene buena pinta.

– Silencio.

Intenta rezar, pero con Jaidee molestándola, es inútil. Al cabo, desiste de su empeño y regresa al exterior, al calor y la luz crecientes de la mañana. Allí está Narong, apoyado en un poste, contemplando las danzas khon . Los tambores resuenan mientras los bailarines realizan sus estilizadas piruetas; sus voces, roncas y potentes, compiten con el monótono zumbido de las filas de monjes repartidas por el patio. Kanya se dirige hacia él.

Narong levanta una mano.

– Espera hasta que hayan terminado.

Kanya controla la irritación, busca un asiento y observa mientras se representa la historia de Rama. Al cabo, Narong asiente con la cabeza, complacido.

– Es buena, ¿verdad? -Inclina la cabeza en dirección a la capilla de la columna-. ¿Has hecho tus ofrendas?

– ¿Te importa?

Hay más grupos de camisas blancas en el complejo, realizando ofrendas a su vez. Rogando para que los asciendan a un puesto mejor remunerado. Implorando el éxito en sus investigaciones. Pidiendo protección contra las enfermedades a las que deben enfrentarse a diario. Por su propia naturaleza, este es un templo del Ministerio de Medio Ambiente, casi tan importante como el de Phra Seub, mártir de la biodiversidad. Kanya se siente incómoda hablando con Narong delante de todos, pero él no parece preocupado en absoluto.

– Todos amamos la ciudad -dice-. Ni siquiera Akkarat se negaría a defenderla.

Kanya pone cara larga.

– ¿Qué quieres de mí?

– Qué impaciente. Demos un paseo.

Kanya frunce el ceño. Narong no parece tener ninguna prisa, y sin embargo la ha convocado como si se tratara de una emergencia. Reprime la furia y masculla:

– ¿Sabes lo que has interrumpido?

– Cuéntamelo sobre la marcha.

– Tengo un poblado con cinco cadáveres y todavía no hemos aislado la causa.

Narong la mira de soslayo, con interés.

– ¿Otro brote de cibiscosis? -La conduce fuera del complejo. Dejan atrás a las vendedoras de guirnaldas y siguen caminando.

– No lo sabemos. -Kanya se esfuerza por disimular su frustración-. Pero me estás distrayendo de mi trabajo, y aunque te guste hacerme correr como un perro cada vez que me llamas…

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