Paolo Bacigalupi - La chica mecánica

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Premios Hugo, Nebula, Locus (Primera Novela) Y John W. Campbell Memorial 2010.
Bienvenidos al siglo XXII. Anderson Lake es el hombre de confianza de AgriGen en Tailandia, un reino cerrado a los extranjeros para proteger sus preciadas reservas ecológicas. Su empleo como director de una fábrica es en realidad una tapadera. Anderson peina los puestos callejeros de Bangkok en busca del botín más preciado para sus amos: los alimentos que la humanidad creía extinguidos. Entonces encuentra a Emiko… Emiko es una «chica mecánica», el último eslabón de la ingeniería genética. Como los demás neoseres a cuya raza pertenece, fue diseñada para servir. Acusados por unos de carecer de alma, por otros de ser demonios encarnados, los neoseres son esclavos, soldados o, en el caso de Emiko, juguetes sexuales para satisfacer a los ricos en un futuro inquietantemente cercano… donde las personas nuevamente han de recordar qué las hace humanas.

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Anderson reprime el impulso de zarandearla.

– No son los camisas blancas.

Los golpes siguen sacudiendo la puerta.

– ¡Abre de una puta vez, Anderson!

– ¡Un momento! -replica este. Se pone los pantalones sin dejar de mirar a Emiko, enfadado-. No son los puñeteros camisas blancas. Carlyle se rebanaría el cuello antes de colaborar con ellos.

La voz de Carlyle resuena otra vez a través de la puerta.

– ¡Date prisa, maldita sea!

– ¡Ya voy! -Anderson se da la vuelta y apremia a Emiko-. Escóndete ahora mismo. -Ya no es un ruego, sino una orden que apela directamente a la herencia genética y al adiestramiento de la chica mecánica.

Emiko se queda paralizada un momento, y de pronto recupera la movilidad. Asiente con la cabeza.

– Sí. Haré lo que me pidas.

Ya ha empezado a vestirse. Sus movimientos sincopados son rápidos, casi un visto y no visto. Su piel resplandece mientras se pone una blusa y unos pantalones holgados. De repente es asombrosamente ágil. Fluida en sus gestos, exótica e inesperadamente grácil.

– Esconderse no servirá de nada. -Emiko gira sobre los talones y corre en dirección al balcón.

– ¿Qué haces?

Emiko se da la vuelta y sonríe, parece estar a punto de decir algo, pero en vez de eso salta por encima de la barandilla y se zambulle en la oscuridad.

– ¡Emiko! -Anderson se apresura a llegar al balcón.

Abajo, no hay nada. Nadie, ni un grito, ni un golpe, ninguna queja de la calle al estrellarse el cuerpo de Emiko contra el suelo. Nada. Tan solo el vacío. Como si la noche la hubiera devorado por completo. Se reanuda el martilleo en la puerta.

El corazón de Anderson late desbocado en su pecho. ¿Dónde está? ¿Cómo ha hecho eso? Es antinatural. Era tan rápida, parecía tan decidida al final. Un minuto en el balcón, y al siguiente desaparece al otro lado sin dejar rastro. Anderson escudriña las tinieblas. Es imposible que haya aterrizado en otro balcón, y sin embargo… ¿Se habrá caído? ¿Estará muerta?

La puerta salta en pedazos. Anderson gira en redondo. Carlyle irrumpe en el apartamento, trastabillando.

– ¿Qué de…?

Un comando de panteras negras entra detrás de Carlyle, arrollándolo. Destellos de armaduras de combate en la penumbra, sombras militares. Uno de los soldados agarra a Anderson, le da la vuelta y lo estampa contra la pared. Unas manos cachean su cuerpo. Cuando forcejea, le estrellan la cara contra la pared. Llegan más hombres. Las puertas se abren a patadas, astillándose. Estruendo de botas a su alrededor. Una avalancha humana. Cristales que se rompen. Los platos se hacen añicos en la cocina.

Anderson estira el cuello para ver qué sucede. Una mano le coge del pelo y vuelve a estrellarle la cara contra la pared. La sangre y el dolor le inundan la boca. Se ha mordido la lengua.

– ¿Qué diablos estáis haciendo? ¿Sabéis quién soy yo?

Se atraganta cuando Carlyle es arrojado al suelo a su lado. Ahora puede ver que está maniatado. Tiene la cara cubierta de magulladuras, un ojo hinchado y cerrado, costras negras en la órbita. El pelo castaño apelmazado, empapado de sangre.

– Dios.

Los soldados inmovilizan las manos de Anderson a su espalda y se las esposan. Le agarran el pelo y le dan la vuelta sin contemplaciones. Un soldado empieza a gritar, hablando tan deprisa que no puede entenderlo. El hombre, enfurecido, abre mucho los ojos y le salpica la cara de saliva. Anderson capta las palabras: Heechykeechy .

– ¿Dónde está el neoser? ¿Dónde está? ¿Dónde? ¿Dónde?

Los panteras ponen el apartamento patas arriba. Abren cerraduras y candados a culatazos. Unos gigantescos mastines mecánicos de color negro se pasean de un lado a otro, ladrando y babeando, husmeándolo todo, aullando al detectar el olor de su presa. Un hombre vuelve a encararse con Anderson, una especie de capitán.

– ¿Qué ocurre? -pregunta otra vez Anderson-. Tengo amigos…

– No muchos.

Akkarat traspasa el umbral.

– ¡Akkarat! -Anderson intenta darse la vuelta, pero los panteras lo retienen contra la pared-. ¿Qué está pasando aquí?

– Queríamos hacerte la misma pregunta.

Akkarat imparte órdenes en tailandés a los hombres que están registrando el apartamento de Anderson. Este cierra los ojos, desesperadamente agradecido por que la chica mecánica no se escondiera en el armario como él le sugirió. Si llegan a encontrarlo con ella, con las manos en la masa…

Uno de los panteras reaparece con la pistola de resortes de Anderson.

Akkarat compone un gesto reprobatorio.

– ¿Tienes permiso para portar armas?

– ¿Estamos a punto de iniciar una revolución y te preocupan los permisos?

Akkarat asiente con la cabeza hacia sus hombres. Vuelven a estampar a Anderson contra la pared. Su cabeza estalla de dolor. La habitación se torna neblinosa y se le doblan las rodillas. Se tambalea, consigue mantenerse en pie con esfuerzo.

– ¿Qué diablos ocurre?

Akkarat pide la pistola con un ademán. La empuña. La amartilla con expresión distraída, enorme el objeto gris y pesado en su puño.

– ¿Dónde está la chica mecánica?

Anderson escupe sangre.

– ¿Y a ti qué te importa? No eres camisa blanca, ni grahamita.

Los panteras vuelven a machacar la pared con su cuerpo. La vista de Anderson se puebla de puntos de colores.

– ¿De dónde ha salido?

– ¡Es japonesa! ¡De Kioto, creo!

Akkarat apoya la pistola en la cabeza de Anderson.

– ¿Cómo la introdujiste en el país?

– ¡¿Qué?!

Akkarat le da un golpe con la culata del arma. El mundo se llena de sombras.

Salpicaduras de agua en la cara. Anderson jadea sin aliento, escupe. Está sentado en el suelo. Akkarat clava la pistola de resortes en la garganta de Anderson, empujando hacia arriba para que se incorpore, hasta dejarlo de puntillas. Anderson apenas si puede respirar a causa de la presión.

– ¿Cómo introdujiste al neoser en el país? -insiste Akkarat.

El sudor y la sangre conspiran para irritar los ojos de Anderson, que parpadea y sacude la cabeza.

– Yo no la he traído. -Escupe otro salivazo teñido de sangre-. Los japoneses la habían abandonado. ¿Cómo podría llegar un neoser a mis manos?

Akkarat sonríe, les dice algo a sus hombres.

– ¿Los japoneses abandonaron un neoser militar? -Menea la cabeza-. Lo dudo.

Golpea las costillas de Anderson con la culata de la pistola. Una vez. Dos. Crujidos a ambos lados. Anderson aúlla y se dobla por la mitad, tosiendo y gimoteando. Akkarat lo sostiene en pie.

– ¿Qué pinta un neoser militar en la Ciudad de los Seres Divinos?

– No es militar -protesta Anderson-. Es una simple secretaria… nada más que…

Sin inmutarse, Akkarat gira a Anderson sobre los talones y le empotra la cara contra la pared, triturándole los huesos. Anderson siente como si se le hubiera desencajado la mandíbula. Nota las manos de Akkarat, separándole los dedos. Anderson intenta cerrar el puño, sollozando, sabiendo lo que se avecina, pero Akkarat es fuerte y le obliga a estirarlos. Anderson experimenta un momento de abrumadora impotencia.

Uno de sus dedos se dobla con el apretón de Akkarat. Se parte.

Anderson aúlla contra la pared mientras Akkarat lo mantiene inmovilizado.

Cuando ha terminado de gimotear y temblar, Akkarat le agarra del pelo y tira de su cabeza hacia atrás hasta que puede mirarle a los ojos.

– Es militar -sentencia Akkarat con voz firme-, es una asesina, y tú se la has presentado al somdet chaopraya. ¿Dónde está ahora?

– ¿Asesina? -Anderson sacude la cabeza, intentando ordenar las ideas-. ¡Pero si no es nada! Un despojo de Mishimoto. Basura japonesa…

– El Ministerio de Medio Ambiente tiene razón en una cosa. Los animales de AgriGen no sois de fiar. Afirmas que el neoser es un mero juguete sexual y, casualmente, pones a la asesina en contacto con el protector de la reina. -Se inclina sobre Anderson con los ojos encendidos de ira-. Es posible que hayas cometido un magnicidio.

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