Con algunas personas, el uniforme blanco puede abrir puertas, pero con los piscicultores siempre supone un problema. Ella los conoce bien, sabe interpretar los callos de sus manos, huele sus éxitos y sus fracasos en la penetrante fragancia de las charcas. Se ve a través de sus ojos, y sabe que daría lo mismo que fuera una agente de seguridad a sueldo de cualquier fábrica de calorías, tras la pista de un gorgojo. A pesar de todo la farsa continúa, todos ellos niegan con la cabeza, Kanya les apunta a los ojos con la linterna. Uno a uno, todos apartan la mirada.
– ¿Sabes quién es? -pregunta más tarde, agitando la foto delante de un hombre-. Su familia debe de estar buscándolo.
El hombre contempla primero el retrato, y después el uniforme de Kanya.
– No tiene familia.
Kanya da un respingo, sorprendida.
– ¿Lo conoces? ¿Cómo se llamaba?
– ¿Eso es que está muerto?
– ¿No lo parece?
Los dos se quedan mirando fijamente la imagen exangüe, el rostro demacrado.
– Le dije que había cosas mejores que trabajar en una fábrica. No me hizo caso.
– Según eso, trabajaba en la ciudad.
– Correcto.
– ¿Sabes dónde?
El hombre niega con la cabeza.
– ¿Dónde vivía?
El hombre indica la negra silueta de una casa elevada. Kanya hace una señal a sus hombres.
– Quiero esa choza en cuarentena.
Se ajusta la máscara y entra, barriendo el interior con la linterna. El lugar es tétrico. Está lleno de cosas rotas y extrañas, y al mismo tiempo vacío. El polvo se arremolina en el rayo de luz. Saber que su propietario ya está muerto le produce aprensión. Su espíritu podría morar aquí. Un fantasma voraz al acecho, furioso por estar atrapado en este mundo, por haber sucumbido a la enfermedad. Por haber sido asesinado. Pasa los dedos por las contadas pertenencias del hombre y deambula por la vivienda. Nada. Regresa al exterior. La ciudad se yergue a lo lejos, envuelta en un halo verde, el lugar al que corrió el hombre cuando la cría de peces se volvió insostenible. Vuelve a dirigirse al campesino que lo conocía.
– ¿Seguro que no recuerdas ningún detalle sobre el lugar donde trabajaba?
El hombre niega con la cabeza.
– ¿Nada? ¿Ni un nombre? Lo que sea.
Kanya se esfuerza por disimular su desesperación. El hombre vuelve a negar con la cabeza. La capitana se da la vuelta, frustrada, e inspecciona la oscuridad de la aldea. Oye el canto de los grillos. El incesante chirriar de los cerambicidos. Están en el lugar adecuado. Muy cerca. ¿Dónde está esa fábrica? Gi Bu Sen tenía razón. Debería reducir a cenizas todo el polígono industrial y acabar de una vez. Antes, cuando los camisas blancas eran más poderosos, habría resultado sencillo.
– ¿Ahora quieres incendiar edificios? -se burla Jaidee, a su lado-. ¿Ahora me das la razón?
Kanya desoye sus pullas. No muy lejos, una niña la observa con atención. Aparta la mirada cuando Kanya se fija en ella. Kanya toca a Pai en el hombro.
– Esa de ahí.
– ¿La chiquilla? -Pai se sorprende.
Kanya ya ha empezado a caminar, acercándose a ella. Da la impresión de que la niña quiere salir corriendo. Aún a mucha distancia, Kanya se pone de rodillas. Le indica que se aproxime.
– Tú. ¿Cómo te llamas?
Es evidente que la pequeña se debate ante la disyuntiva. Le gustaría huir, pero la autoridad de Kanya es irresistible.
– Acércate. Dime cómo te llamas. -Le hace más señas, y esta vez la niña se deja persuadir.
– Mai -susurra.
Kanya le enseña la foto.
– Sabes dónde trabajaba este hombre, ¿verdad?
Mai indica que no, pero Kanya sabe que miente. Los niños no saben mentir. Kanya nunca supo hacerlo. Cuando los camisas blancas le preguntaron dónde escondía su familia el criadero de carpas, los mandó al sur y ellos fueron al norte, sonriendo con picardía.
Sostiene la fotografía ante la pequeña.
– Entiendes lo peligroso que es esto, ¿verdad?
La niña titubea.
– ¿Vais a incendiar la aldea?
Kanya se esfuerza por contener la sangre que afluye a sus mejillas.
– Por supuesto que no. -Sonríe otra vez e insiste, conciliadora-: No te preocupes, Mai. Sé lo que es tener miedo. Me crié en un poblado como este. Sé lo difícil que es. Pero debes ayudarme a encontrar el origen de esta enfermedad, o morirán más personas.
– Me han pedido que no diga nada.
– Y haces bien en respetar a quienes te pagan. -Kanya hace una pausa-. Pero todos debemos fidelidad a Su Majestad la Reina Niña, y ella quiere que todos estemos a salvo. A la reina le gustaría que nos ayudaras.
Mai vacila, y luego replica:
– Otros tres trabajaban en la fábrica.
Kanya se inclina hacia delante, intentando reprimir la emoción.
– ¿En cuál?
Mai titubea. Kanya se arrima más a ella.
– ¿Cuántos phii te echarán la culpa si consientes que perezcan antes de que su kamma les franquee el paso?
Mai sigue sin decidirse.
– Si le rompemos los dedos -interviene Pai-, nos lo contará todo.
La niña se asusta, pero Kanya le tiende una mano, conciliadora.
– No temas. No te hará nada. Es un tigre, pero yo empuño la correa. Por favor. Ayúdanos a salvar la ciudad. Puedes ayudarnos a salvar Krung Thep.
La pequeña desvía la mirada y la dirige hacia las aguas, hacia el difuso resplandor de Bangkok.
– La fábrica ya está cerrada. La habéis cerrado vosotros.
– Eso está muy bien. Pero tenemos que asegurarnos de que la infección no se propague. ¿Cómo se llama esa fábrica?
– SpringLife -responde a regañadientes la chiquilla.
Kanya frunce el ceño, intenta recordar el nombre.
– ¿Una fábrica de muelles percutores? ¿De uno de los chaozhou?
Mai niega con la cabeza.
– De un farang . Un farang muy rico.
Kanya se sienta a su lado.
– Cuéntame más.
Anderson encuentra a Emiko aovillada al pie de su puerta, y de golpe y porrazo, lo que venía siendo una noche prometedora se transforma en otra preñada de interrogantes.
Lleva muchas jornadas trabajando sin descanso para preparar la invasión, entorpecido por el hecho de que no esperaba verse incomunicado de su propia fábrica. Su deplorable falta de previsión le ha obligado a perder varios días trazando una ruta segura hasta las instalaciones de SpringLife sin que lo descubra la plétora de patrullas de camisas blancas que acordonan todo el distrito industrial. De no ser por el hallazgo de la vía de escape de Hock Seng, probablemente estaría aún merodeando por los callejones, rezando para encontrar un acceso.
Así las cosas, Anderson se coló entre los postigos de las oficinas de SpringLife con la cara pintada de negro y un garfio colgado al hombro mientras daba gracias a un viejo chiflado que apenas unos días antes había robado la nómina entera de la fábrica.
La factoría apestaba. Todos los tanques de algas se habían podrido, pero en la penumbra, por suerte, no se movía nada. Si los camisas blancas hubieran apostado guardias en el interior… Anderson se tapó la boca con la mano mientras cruzaba el pasillo principal y seguía las cadenas de producción. El hedor a descomposición y estiércol de megodonte era cada vez más sofocante.
A la sombra de las hileras de algas y las fresadoras, examinó el suelo. Tan cerca de los tanques, el hedor era insoportable, como si en algún lugar se hubiera muerto una vaca y estuviese pudriéndose. La pestilente mortaja del optimista plan de Yates para crear un nuevo futuro energético.
Anderson se arrodilló y apartó las algas disecadas que rodeaban uno de los desagües. Tanteó los bordes, buscando asidero. Tiró. La rejilla de hierro se levantó con un chirrido. Tan sigilosamente como le era posible, Anderson empujó la pesada rueda de barrotes a un lado y la depositó en el cemento con un golpazo metálico. Se tumbó en el suelo, rezó para no tropezarse con ninguna serpiente ni con un escorpión, e introdujo el brazo en el agujero. Sus dedos arañaron la oscuridad, sondeando. Hundiéndose en la viscosa negrura.
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