Paolo Bacigalupi - La chica mecánica

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Premios Hugo, Nebula, Locus (Primera Novela) Y John W. Campbell Memorial 2010.
Bienvenidos al siglo XXII. Anderson Lake es el hombre de confianza de AgriGen en Tailandia, un reino cerrado a los extranjeros para proteger sus preciadas reservas ecológicas. Su empleo como director de una fábrica es en realidad una tapadera. Anderson peina los puestos callejeros de Bangkok en busca del botín más preciado para sus amos: los alimentos que la humanidad creía extinguidos. Entonces encuentra a Emiko… Emiko es una «chica mecánica», el último eslabón de la ingeniería genética. Como los demás neoseres a cuya raza pertenece, fue diseñada para servir. Acusados por unos de carecer de alma, por otros de ser demonios encarnados, los neoseres son esclavos, soldados o, en el caso de Emiko, juguetes sexuales para satisfacer a los ricos en un futuro inquietantemente cercano… donde las personas nuevamente han de recordar qué las hace humanas.

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Las azules nubes de gases de escape se arremolinan a su alrededor cuando se detiene. Una pequeña flota de ciclomotores de muelles percutores aparece tras su estela, conducidos por hombres vestidos con el uniforme negro de los panteras del palacio y el verde del ejército. Los soldados desmontan del camión en tropel y corren hacia la entrada de la torre de Anderson-sama.

Emiko se agazapa en el callejón donde permanece oculta. Al principio pensó en escapar, pero antes de haber recorrido una manzana comprendió que no tenía adónde ir. Anderson-sama era su única tabla de salvación en un océano enfurecido.

De modo que no se aleja mucho y vigila el hormiguero en que se ha convertido la torre de Anderson-sama. Intentando entender. Todavía le cuesta creer que las personas que derribaron la puerta no fuesen camisas blancas. Deberían haberlo sido. En Kioto, la policía la habría encontrado con ayuda de perros rastreadores y ya la habría ejecutado compasivamente. Jamás ha oído hablar de otro neoser que mostrara una desobediencia tan absoluta. Y mucho menos algo parecido al espantoso baño de sangre que precedió a su huida. Arde de vergüenza y de odio al mismo tiempo. No puede quedarse, pero es más que evidente que el apartamento del gaijin , aun invadido como se encuentra en estos instantes, es su único santuario. En la ciudad que la rodea no tiene amigos.

Siguen bajando hombres del camión militar. Emiko se adentra en el callejón mientras se acercan, esperando que amplíen la búsqueda, preparándose para salir corriendo en un estallido de movimiento y calor. Si corriera podría llegar hasta el khlong y refrescarse antes de reemprender la huida.

Pero se limitan a apostarse en las vías principales, en apariencia sin molestarse en buscar el rastro de Emiko.

Más movimientos precipitados. Un grupo de panteras sale arrastrando a una pareja de hombres encapuchados con las manos blancas. Gaijin , sin lugar a dudas. Uno de ellos parece Anderson-sama. Lleva puesta su ropa. Le propinan un empujón y, tambaleándose, se estrella contra la parte posterior del camión.

Maldiciendo, dos panteras lo suben a bordo. Lo esposan junto al otro gaijin . Los soldados se apresuran a montar detrás de ellos, rodeándolos.

Una limusina aparca junto a la acera, con su propio motor ronroneante de diésel de carbón. Resulta curiosamente silenciosa comparada con el estruendo del transporte de tropas, pero la cantidad de gases de escape es la misma. El vehículo de un tipo con mucho dinero. Que alguien pueda ser tan rico es casi inimaginable…

Emiko se queda sin aliento. Es el ministro de Comercio, Akkarat, escoltado por un enjambre de guardaespaldas hasta el interior del coche. Los curiosos se quedan mirando fijamente, boquiabiertos, y Emiko con ellos. A continuación la limusina se pone en marcha y el transporte de tropas hace lo mismo con un rugido ensordecedor. Los dos vehículos surcan la calle dejando sendas estelas de humo y se pierden de vista al doblar un recodo.

El silencio ocupa el vacío casi físico dejado por el retumbo del motor del camión. La gente murmura:

– Político… Akkarat… ¿ farang ?… general Pracha…

A pesar de su excelente oído, las frases que llegan hasta ella son ininteligibles. Si se empeñara, podría seguir… Descarta la idea. Es imposible. Dondequiera que se encuentre ahora Anderson-sama, ella no puede implicarse. Cualquiera que sea el conflicto diplomático en el que se ha visto involucrado, como ocurre siempre en casos así, no tendrá un final feliz.

Emiko se pregunta si podría colarse en el apartamento ahora que se han ido todos. Junto a la entrada del edificio, un par de personas han empezado a repartir octavillas entre todos los que pasan cerca de ellas. Otra pareja cruza la calle en una bicicleta de reparto cuya cesta rebosa de más papeles. Uno de ellos desmonta de un salto y pega un folleto en el poste de una farola y luego vuelve a montar en la parsimoniosa bicicleta.

Emiko da un paso hacia ellos para coger una octavilla, pero la detiene una punzada de paranoia. Deja que sigan su camino antes de acercarse con cautela al poste para leer lo que pone en la hoja. Camina despacio, toda su energía se concentra en conseguir que sus movimientos parezcan naturales, en procurar no llamar la atención. Se mezcla con la multitud de curiosos, tropezando, estirando el cuello para ver algo por encima de un mar de cabelleras morenas y cuerpos en tensión.

Se eleva un murmullo furioso. Alguien solloza. Un hombre se vuelve con la mirada desorbitada por el dolor y el horror. La empuja a un lado. Emiko avanza para ocupar su sitio. El murmullo es cada vez más intenso. Emiko da otro pasito adelante, con cuidado, con cuidado, despacio, despacio… Se le corta el aliento.

El somdet chaopraya. El protector de Su Majestad la Reina. Y más palabras… Su cerebro se esfuerza por traducir del tailandés al japonés, y mientras lo hace, es consciente de la masa de gente que la rodea, de las personas que empujan contra ella desde todas direcciones mientras leen acerca de una chica mecánica que acecha en su seno, de un neoser que ha asesinado al protector de la reina, un agente al servicio del Ministerio de Medio Ambiente, una criatura letal.

Los curiosos aumentan la presión a su alrededor mientras pugnan por leer, empujando y apretando, creyendo que Emiko es de los suyos. Perdonándole la vida únicamente porque todavía no la han descubierto.

34

– ¿Quieres sentarte? Me estás poniendo nervioso con tantos paseos.

Hock Seng hace un alto en el deambular por el interior de su choza para fulminar con la mirada a Chan el Risueño.

– Soy yo el que paga por tus calorías, no al revés.

Chan el Risueño se encoge de hombros y sigue jugando a las cartas. Todos llevan los últimos días hacinados en la misma habitación. Chan el Risueño, Pak Eng y Peter Kuok suponen una compañía entretenida. Pero hasta la más entretenida de las compañías…

Hock Seng sacude la cabeza. Da igual. La tormenta se avecina. El baño de sangre y el caos se ciernen sobre el horizonte. Es la misma sensación que tuvo antes del Incidente, antes de que decapitaran a sus hijos y violaran a sus hijas hasta dejarlas sin conocimiento. Y él sentado en el ojo del huracán, voluntariamente ciego, diciéndoles a todos los que querían escuchar que los hombres de K. L. jamás permitirían que lo ocurrido en Yakarta se repitiera con el buen pueblo chino. Después de todo, ¿no eran leales? ¿No contribuían? ¿No tenía él amigos en todas las esferas del gobierno que le aseguraban que los pañuelos verdes no eran más que un farol político?

La tormenta rugía a su alrededor y él se había negado a aceptarlo… pero esta vez no. Esta vez está preparado. En el aire cargado de electricidad se intuye lo que está a punto de suceder. Es evidente desde que los camisas blancas cerraron las fábricas. Y ahora está a punto de desatarse. Pero está preparado. Hock Seng sonríe para sus adentros, examina el pequeño búnker, con sus reservas de dinero, gemas y alimentos.

– ¿Ha dicho la radio algo más? -pregunta.

Los tres hombres intercambian miradas. Chan el Risueño apunta a Pak Eng con un cabeceo.

– Te toca a ti darle cuerda.

Pak Eng frunce el ceño y se acerca a la radio. Es un armatoste caro, y Hock Seng empieza a arrepentirse de haberlo comprado. Hay más radios en los arrabales, pero apostarse junto a ellas llama la atención. De modo que se gastó el dinero en esta, sin estar seguro de si retransmitiría algo más que rumores, y sin embargo incapaz de negarse otra fuente de información.

Pak Eng se arrodilla junto al aparato y empieza a accionar la manivela con un chirrido que ahoga casi por completo los chasquidos con los que cobra vida el altavoz.

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