Hock Seng reza para que le sonría la suerte. Hasta un viejo chino tarjeta amarilla lo necesita de vez en cuando.
Emiko moja los labios en el whisky, deseando estar ebria, mientras espera a que Kannika le indique que ha llegado el momento de la humillación. Una parte de su ser sigue rebelándose, pero el resto (la parte que está sentada con la diminuta chaquetilla que le deja el torso al descubierto, la ceñida falda pha sin y un vaso de whisky en la mano) no tiene fuerzas para oponer resistencia.
Se pregunta entonces si no será al revés, si no es posible que la parte que pugna por conservar un ápice de dignidad sea la misma que busca destruirla. Si no es posible que su cuerpo, esta colección de células y ADN manipulado (con sus propias necesidades, más poderosas y prácticas), sea el verdadero superviviente: el único con voluntad.
¿No es ese el motivo de que esté aquí sentada, escuchando la cadencia de las porras contra la carne y los alaridos de pi klang mientras las chicas se retuercen bajo las luciérnagas, incitadas por los gritos de los hombres y de las putas? ¿Es porque carece de la voluntad necesaria para morir? ¿O porque es demasiado obstinada para consentirlo?
Raleigh sostiene que todo llega en ciclos, como la subida y la bajada de las mareas en las playas de Koh Samet, o la subida y la bajada de una polla ante una chica bonita. Raleigh pega palmaditas en las nalgas desnudas de las muchachas, se ríe con los chistes de la última oleada de gaijin y le dice a Emiko que por raro que sea lo que quieran hacer con ella, el dinero es el dinero, y no hay nada nuevo bajo el sol. Y quizá tenga razón. Raleigh no le pide nada que no se haya pedido ya antes. Ninguno de los castigos que sea capaz de imaginar Kannika para lastimarla y hacerle llorar será realmente innovador. Solo que los alaridos y los gemidos esta vez escapan de una chica mecánica. En eso, al menos, radica la novedad.
«¡Mirad! ¡Es casi humana!»
Gendo-sama decía que era más que humana. Le acariciaba el pelo negro después de hacer el amor y decía que le parecía una lástima que los neoseres no fueran más respetados, y más todavía que sus movimientos jamás fueran fluidos. Pero aun así, ¿acaso no gozaba de una vista y una piel perfectas, de unos genes resistentes al cáncer y a todas las enfermedades? ¿Quién era ella para quejarse? Al menos su cabello no encanecería nunca, ni envejecería tan deprisa como él, pese a todas las operaciones, las pastillas, los ungüentos y las hierbas que lo mantenían joven.
Una vez, mientras le atusaba el pelo, había dicho:
– Eres preciosa, aunque seas un neoser. No te avergüences.
Y Emiko se había acurrucado en sus brazos.
– No. No me avergüenzo.
Pero eso había sido en Kioto, donde los neoseres eran algo común, donde cumplían una función y a veces eran respetados. No eran humanos, sin duda, pero tampoco constituían la amenaza que denunciaban los integrantes de esta cultura básica y salvaje. Sin duda no eran los demonios contra los que advertían los grahamitas desde sus púlpitos, ni las criaturas impías escapadas del infierno que se imaginaban los monjes budistas de los bosques, incapaces de conseguir un alma o un lugar en los ciclos del renacimiento y la lucha por el nirvana. Ni la afrenta al Corán que creían los pañuelos verdes.
Los japoneses eran pragmáticos. Una población envejecida necesitaba mano de obra joven en todas sus variantes, y si esta provenía de los tubos de ensayo y se criaba en guarderías especiales, no era ningún pecado. Los japoneses eran pragmáticos.
«¿Por eso ahora estás aquí sentada? ¿Por el pragmatismo exacerbado de los japoneses? Aunque te parezcas a ellos, aunque hables su idioma, aunque Kioto sea el único hogar que conoces, no eras japonesa.»
Emiko apoya la cabeza en las manos. Se pregunta si encontrará una cita, o si se quedará sola al final de la noche, y se pregunta también si sabe lo que prefiere.
Raleigh dice que no hay nada nuevo bajo el sol, pero esta noche, cuando Emiko indicó que ella era un neoser, y que los neoseres no existían antes, Raleigh se echó a reír, y respondió que tenía razón y que era especial y que, quién sabe, quizá eso significara que todo era posible. A continuación le dio una palmada en el trasero y le ordenó que subiera al escenario y demostrara lo especial que iba a ser esa noche.
Emiko acaricia con los dedos la humedad de los anillos de la barra. Las cervezas calientes exudan aros viscosos, tan viscosos como las chicas y los clientes, tan viscosos como su piel cuando la unta de aceite hasta dejarla resplandeciente, para que sea tan suave como la mantequilla cuando la toque algún hombre. Tan suave como pueda serlo la piel, y quizá más, pues aunque sus movimientos físicos sean titubeantes y entrecortados como el brillo de una bombilla estropeada, su piel es más que perfecta. Aun con su visión mejorada le cuesta distinguir los poros. Son tan pequeños. Tan delicados. Tan óptimos. Pero diseñados para Japón y el control climático de alguien adinerado, no para aquí. Aquí, hace demasiado calor y ella suda demasiado poco.
Se pregunta si tendría menos calor si se tratara de otra clase de animal, un cheshire peludo y sin mente, por ejemplo. No porque sus poros fueran más grandes y eficientes, menos dolorosamente impermeable su piel, sino sencillamente porque no tendría que pensar. No tendría por qué saber que había sido encerrada en esta envoltura perfecta y asfixiante por un científico engreído cuyos tubos de ensayo y mezclas de confeti de ADN posibilitaban que su piel fuera tan suave, y que le ardieran tanto las entrañas.
Kannika la agarra del pelo.
El inesperado asalto deja sin aliento a Emiko. Busca ayuda, pero ninguno de los clientes muestra el menor interés por ella. Todos observan a las chicas del escenario. Las compañeras de Emiko están atendiendo a los hombres, sirviéndoles whisky constantemente, apoyando las nalgas en sus regazos y pasándoles la mano por el pecho. En cualquier caso, tampoco le profesan ningún cariño. Ni siquiera las de naturaleza más bondadosa (las que tienen jai dee , quienes de alguna manera consiguen sentir afecto por una chica mecánica como ella) querrían salir en su defensa.
Raleigh está hablando con otro gaijin , sonriendo y bromeando con el hombre, pero sus ojos ancianos no se apartan de Emiko, atentos a su reacción.
Kannika le pega otro tirón.
– ¡Bai !
Emiko obedece: baja del taburete de la barra y encamina sus pasos mecánicos a la tarima circular. Todos los hombres se ríen y señalan con el dedo a la chica mecánica japonesa de andares sincopados y antinaturales. Una rareza trasplantada de su hábitat natural, adiestrada desde su nacimiento para agachar la cabeza y hacer reverencias.
Emiko intenta distanciarse de lo que está a punto de suceder. Está entrenada para afrontar con frialdad este tipo de situaciones. Los responsables de la guardería donde fue creada y adiestrada no se hacían ilusiones sobre los múltiples usos que se le podrían dar a un neoser, por refinado que fuera este. Los neoseres sirven y no hacen preguntas. Se dirige al escenario con los pasos medidos de una cortesana elegante, con movimientos estilizados y estudiados, perfeccionados a lo largo de décadas para amoldarse a su herencia genética, para poner de relieve su belleza y su exotismo. Pero la multitud pasa por alto todo esto. Lo único que ven son movimientos entrecortados. Una broma. Un juguete extranjero. Una chica mecánica.
Le ordenan que se quite la ropa.
Kannika derrama agua encima de su piel aceitada. Emiko resplandece cubierta de gemas líquidas. Sus pezones se endurecen. Las luciérnagas reptan y se retuercen en lo alto, proyectando la luz fosforescente de su cópula. Los clientes se ríen de ella. Kannika le da una palmada en la cadera y hace que doble la cintura. Le azota el trasero hasta dejárselo enrojecido, le ordena que se incline un poco más, que se humille ante estos hombres insignificantes que se imaginan que forman la vanguardia de una nueva Expansión.
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