—Me gustaba ese lugar —dijo Kaye, con voz contenida—. Fui más feliz en esa caravana de lo que recuerdo haberlo sido nunca, en ningún otro sitio, en toda mi vida.
—Te creces en la adversidad —dijo Mitch, y pasó la mano por encima del hombro para agarrar la de ella.
—Crezco contigo —dijo Kaye—. Con Stella.
Kaye volvió del teléfono público. Habían aparcado en un pequeño aparcamiento en Bend para comprar comida en un mercado. Kaye había hecho la compra y luego había llamado a Maria Konig. Mitch se había quedado en el coche cuidando de Stella.
—Arizona todavía no ha creado una Oficina de Situación de Emergencia —le dijo Kaye.
—¿Qué hay de Idaho?
—La tenían hace dos días. También Canadá.
Stella arrullaba y silbaba en su asiento de seguridad. Mitch la había cambiado unos minutos antes y normalmente hacía su representación durante un rato. Casi estaba acostumbrándose a sus sonidos musicales. Ya era capaz de emitir dos notas diferentes simultáneamente, dividiendo una de ellas, elevándola y bajándola; el efecto era asombrosamente similar a oír a dos mirlos discutir. Kaye miró por la ventana. La niña parecía estar en otro mundo, perdida en el placer de descubrir qué sonidos podía producir.
—En el super me miraban —dijo Kaye—. Me sentí como una leprosa. Peor, como una negra —dijo la palabra con los dientes apretados. Metió las bolsas en el asiento del pasajero y rebuscó en ella con una mano tensa—. Saqué dinero del cajero, compré comida y esto —dijo, y sacó botes de maquillaje, coloretes y polvos—. Para nuestras motas. No sé qué hacer con sus cantos.
Mitch se puso al volante.
—Vámonos —dijo Kaye—, antes de que alguien llame a la policía.
—La situación no es tan mala —dijo Mitch mientras arrancaba el coche.
—¿No? —gritó Kaye—. ¡Estamos marcados! Si nos encuentran, internarán a Stella, ¡por el amor de Dios! Nadie sabe lo que Augustine habrá planeado para nosotros, para todos los padres. ¡Piensa, Mitch!
Mitch guardó silencio y sacó el coche del aparcamiento.
—Lo lamento —dijo Kaye, perdiendo la voz—. Lo lamento, Mitch, pero tengo tanto miedo. Debemos pensar, debemos planear.
Las nubes les seguían, cielos grises y lluvia ligera sin interrupción. Por la noche atravesaron la frontera con California, entraron en un solitario camino de tierra y durmieron en el coche oyendo el tamborileo de la lluvia.
Por la mañana, Kaye le puso maquillaje a Mitch. Él le pintó con torpeza la cara y ella misma se retocó en el espejo.
—Hoy dormiremos en una habitación en un motel —dijo Mitch.
—¿Por qué arriesgarnos?
—Creo que tenemos muy buen aspecto —dijo él, sonriendo animado—. Ella necesita un baño y nosotros también. No somos animales y me niego a actuar como ellos.
Kaye lo meditó mientras acunaba a Stella.
—Vale —dijo.
—Iremos a Arizona y luego, si es necesario, iremos a México o más al sur. Encontraremos algún sitio donde podamos vivir mientras las cosas se calman.
—¿Cuándo será eso? —preguntó Kaye en voz baja.
Mitch no lo sabía, así que no respondió. Recorrió el camino de vuelta a la autopista. Las nubes empezaban a romperse y la brillante luz de la mañana cayó sobre los bosques y campos de hierba a ambos lados de la utopista.
—¡Sol! —dijo Stella y agitó el puño con placer.
TRES AÑOS DESPUÉS
Una niña regordeta de pelo castaño y corto, piel morena y rastros de maquillaje corrido por la cara se encontraba de pie en el callejón y miraba entre los dos garajes. Silbaba en voz baja para sí misma, combinando dos variaciones de un trío de Mozart para piano. Alguien que no prestase demasiada atención podría haberla tomado por uno más de la numerosa chiquillería latina que jugaba por las calles y los callejones.
A Stella nunca se le había permitido alejarse tanto de la pequeña casa que sus padres habían alquilado, a unos cien pasos. El mundo del callejón era nuevo. Olisqueó el aire; lo hacía siempre, y nunca encontraba lo que quería encontrar.
Pero escuchó las voces excitadas de los niños jugando y eso fue estímulo suficiente. Recorrió las baldosas rojas junto a la pared de estuco del garaje, empujó una puerta de metal y vio a tres niños jugando con una pelota de baloncesto medio inflada en un pequeño patio. Los niños dejaron de jugar y la miraron.
—¿Quién eres? —preguntó una niña de pelo oscuro, de unos siete u ocho años.
—Stella —respondió con claridad—. ¿Quién eres tú?
—Estamos jugando.
—¿Puedo jugar yo también?
—Tienes la cara sucia.
—Sale, mira. —Y Stella se limpió el maquillaje con la manga, dejando manchas color carne en el tejido—. Hace calor, ¿no?
Un niño de como diez años la miró con ojo crítico.
—Tienes puntos —dijo.
—Son pecas —respondió Stella. Su madre le había dicho que eso era lo que debía decir a la gente.
—Claro que puedes jugar —dijo la segunda niña, también de diez años. Era alta y tenía piernas muy delgadas—. ¿Cuántos años tienes?
—Tres.
—No hablas como una niña de tres años.
—También sé leer y silbar. Escuchad. —Silbó las dos tonadas simultáneamente, observando con interés su reacción.
—Dios —dijo el niño.
Stella se sintió orgullosa de haberlos maravillado. La muchacha alta y delgada le lanzó la pelota y Stella la atrapó con destreza y sonrió.
—Me encanta —dijo, y su rostro adoptó un encantador tono de beige pálido y dorado.
El muchacho la miró con la boca abierta y a continuación se sentó sobre la hierba seca del verano para ver cómo las tres niñas jugaban juntas. Un dulce olor a almizcle seguía a Stella allí donde corría.
Kaye buscó frenética por todas las habitaciones y armarios, dos veces, gritando el nombre de su hija. Se había quedado concentrada leyendo un artículo en una revista después de dejarla para que durmiese una siesta y no la había oído irse. Stella era inteligente y era muy poco probable que cruzase una carretera o se metiese en algún peligro evidente, pero se trataba de un vecindario pobre y todavía había muchos prejuicios contra los niños como ella, y miedo a las enfermedades que en ocasiones se producían después de los embarazos SHEVA.
Las enfermedades eran reales; repeticiones de antiguos retrovirus, en ocasiones fatales. Christopher Dicken lo había descubierto en México tres años antes, y casi le había costado la vida. El peligro pasaba a los pocos meses del nacimiento, pero Mark Augustine había tenido razón. La naturaleza siempre presentaba regalos de dos caras.
Si un agente de policía veía a Stella, o alguien informaba, podría haber problemas.
Kaye llamó a Mitch al concesionario Chevrolet donde trabajaba, a pocas millas de casa, y le dijo que volviese inmediatamente.
Aquellos niños nunca habían visto nada como aquella niñita. Estar cerca de ella les hacía sentirse amables y buenos. No sabían por qué y tampoco les importaba. Las chicas hablaban de ropas y cantantes, y Stella imitaba a algunos de los cantantes, especialmente a Salay Sammi, su favorito. Era una imitadora excelente.
El chico permanecía a un lado, frunciendo el ceño concentrado.
La niña más joven fue al lado a invitar a otros amigos, y éstos a su vez llamaron a otros, y pronto el patio se llenó de niños y niñas. Jugaban a las casitas, y los chicos a policías, y Stella ponía los efectos especiales y algo más, una sonrisa, una presencia, que simultáneamente les calmaba y les llenaba de energía. Algunos tuvieron que volver a casa y Stella dijo que estaría encantada de volver a verlos y olisqueó detrás de sus orejas. Cosa que les hizo reír y retroceder avergonzados, pero ninguno se enfadó.
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