Connie Willis - Oveja mansa

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Sandra Foster estudia las modas, desde las muñecas Barbie hasta el
: cómo empiezan y qué significan. Bennett O'Reilly es un especialista en teoría del caos que observa la conducta de un grupo de monos. Aunque ambos trabajan para la corporación Hitek, no se conocen hasta el día que se produce un error en la entrega de un paquete. Es un momento de sincronía que les sumerge en un sistema caótico propio con todo tipo de equívocos, una beca de investigación de un millón de dólares, café con leche, tatuajes, pelo corto, y una serie de coincidencias que dejan a Bennett sin monos, sin dinero y casi sin trabajo.
Sandra acude al rescate aportando un rebaño de ovejas y una idea para un nuevo proyecto conjunto. ¿Qué otro animal podría ilustrar mejor la teoría del caos y la mentalidad de rebaño que tan a menudo caracteriza la conducta humana y su aceptación de las modas? Pero los descubrimientos científicos rara vez son directos y nunca resultan simples. Los contratiempos y desastres, los corazones rotos y los callejones sin salida abundan. Y las posibles soluciones son escasas.
Seis premios Nebula, cinco premios Hugo y el John W. Campbell Memorial en menos de diez años avalan la expcepcional habilidad narrativa de una de las mejores e inteligentes voces de la moderna ciencia ficción.
, construida como un
en clave de comedia, es al mismo tiempo una penetrante reflexión sobre el mundo de la moda y el de la ciencia. Una obra insólita a la altura de
y
.

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—Bennett me dijo que estás trabajando analizando las fuentes de las modas. ¿Por qué decidiste trabajar en eso?

—Todo el mundo lo hacía.

—¿De veras? —dijo ansiosamente—. ¿Quiénes son los otros científicos?

—Ha sido un chiste —contesté mansamente, y me dispuse a explicarlo sin demasiada convicción—. Ya sabes, las modas, algo que la gente hace porque todo el mundo lo está haciendo.

—Oh, ya lo entiendo —dijo ella, lo que quería decir que no lo entendía, pero parecía más divertida que ofendida—. Ser ocurrente es también una señal de creatividad, ¿no? ¿Cuál crees que es la cualidad más importante en un científico?

—La suerte.

Ahora sí que pareció ofendida.

—¿La suerte?

—Y buenos ayudantes —dije—. Mira a Roy Plunkett.

El hecho de que su ayudante utilizara un relleno de plata en el tanque de carbonos clorofluorados fue lo que le llevó al descubrimiento del teflón. O Becquerel. Tuvo la buena suerte de contratar a una joven polaca para que le ayudara con su terapia de radiación. Se llamaba Marie Curie.

—Eso es muy interesante. ¿Dónde dijiste que hiciste tu trabajo de pregraduación?

—En la Universidad de Oregón.

—¿Qué edad tenías cuando te doctoraste?

Volvíamos al tercer grado.

—Veintiséis.

—¿Qué edad tienes ahora?

—Treinta y uno —dije, y al parecer eso fue la respuesta adecuada porque la sonrisa regresó.

—¿Te criaste en Oregón?

—No. En Nebraska.

Esta respuesta no lo fue. Alicia desconectó la sonrisa.

—Tengo un montón de trabajo que hacer —dijo, y se marchó sin mirar atrás. Quisiera lo que quisiese, al parecer el desorden y la inteligencia no le bastaban.

Me quedé allí sentada mirando la pantalla y preguntándome de qué había ido todo aquello, y Flip entró ataviada con cinta adhesiva y un par de zuecos sin talón.

Tendría que haber empleado un poco de cinta adhesiva para los zuecos. Se le salían a cada paso, y tuvo que avanzar hasta mí casi arrastrando los pies. Los zuecos y la cinta adhesiva eran del mismo azul eléctrico bilioso que llevaba el otro día.

—¿Cómo se llama ese color? —pregunté.

—Azul Cerenkhov.

Por supuesto. Como la radiación azulina de los reactores nucleares. Qué apropiado. Pero, en justicia, tenía que admitir que no era la primera vez que a un color de moda se le daba un nombre espantoso.

En los días de Luis XVI, los nombres de los colores eran absolutamente nauseabundos. Alcantarilla, arsénico, viruela y español enfermo fueron nombres extendidos del amarillo verdoso.

Flip me tendió un papel.

—Tiene que firmar esto.

Era una petición para declarar el vestíbulo de personal zona de no fumadores.

—¿Dónde fumará la gente si no puede hacerlo en el vestíbulo? —pregunté.

—No debería fumar. Provoca cáncer —dijo ella firmemente—. Creo que a la gente que fuma no se le debería permitir tener trabajo. —Agitó su mechón de pelo—. Y tendrían que vivir en algún sitio donde su humo de segunda mano no pudiera hacernos daño a los demás.

—Desde luego, Herr Goebbels —dije, ignorando que la ignorancia es la moda mayor de todas, y le tendí de nuevo la petición.

—El humo de segunda mano es peligroso —rezongó ella.

—Y la mala uva —me volví hacia el ordenador.

—¿Cuánto cuesta una corona? —dijo ella.

Parecía el día de las preguntas absurdas.

—¿Una corona? —pregunté, asombrada—. ¿Quieres decir como una tiara?

—No-o-o. Una corona.

Traté de imaginar un corona sobre la cabeza de Flip, con el mechón colgando por un lado, y no lo conseguí. Pero fuera lo que fuese de lo que estaba hablando, sería mejor que le prestara atención porque probablemente sería la nueva moda. Flip podía ser incompetente, insubordinada, y generalmente insufrible, pero estaba justo en el meollo de la moda.

—Una corona —dije—. ¿Hecha de oro? —Hice la pantomima de ponerme una sobre la cabeza—. ¿Con puntas?

—¿Puntas? —dijo ella, furiosa—. Será mejor que no tenga puntas. Una corona.

—Lo siento, Flip. No sé…

—Usted es científica. Se supone que tiene que conocer los términos científicos.

Me pregunté si corona se había convertido en término científico igual que la cinta adhesiva se había convertido en un encargo personal.

—¡Una corona! —dijo ella, soltó un enorme suspiro y se marchó del laboratorio pasillo abajo.

Era mi día para los encuentros que consideraba sin pies ni cabeza, y mis datos sobre el pelo corto tampoco lo tenían. Lamentaba haber tenido la idea de incluir las otras modas de la época. Había demasiadas, y ninguna era lógica.

Los cacahuetes, por ejemplo, y las sentadas, y pintarse las rodillas de carmín. Los universitarios pintaban sus viejos Ford T con eslóganes como «Aceite de plátano» y «¡Oh, bromeas!»; las amas de casa de mediana edad se vestían como doncellas chinas y jugaban al mah-jong; y las modas parecían surgir de la nada, sucediéndose unas a otras en cuestión de meses y a veces de semanas. Un baile, el black bottom, sustituyó el mah-jong, que a su vez había sustituido el Rey Tut, y todo era tan caótico que resultaba imposible de rastrear.

Los crucigramas eran la única moda que resultaba medio razonable, e incluso así era un rompecabezas. La moda había empezado en el otoño de 1924, poco después del pelo corto, pero los crucigramas existían desde el siglo XIX, y el New York Herald había publicado un crucigrama semanal desde 1913.

Y razonable, pensándolo bien, no era la palabra. Un sacerdote había repartido crucigramas durante la misa: una vez resueltos, revelaban la lección de las escrituras. Las mujeres llevaban vestidos decorados con cuadritos blancos y negros, y sombreros y medias a juego, y en Broadway se estrenó una revista titulada Crucigramas de 1925. La gente citaba los crucigramas como causa de su divorcio, las secretarias llevaban diccionarios de bolsillo en la muñeca como si fueran brazaletes, los médico advertían del peligro de vista cansada, y en Budapest un escritor dejó una nota de suicidio en forma de crucigrama; un crucigrama, por cierto, que la policía jamás resolvió, probablemente porque estaban muy ocupados con la siguiente moda: el charlestón.

Bennett asomó la cabeza por la puerta.

—¿Tienes un minuto? Necesito hacerte una pregunta.

Entró. Había cambiado la camisa de cuadros por una lisa que no era de madras ni Ivy League, y traía un ejemplar del impreso simplificado de solicitud de fondos.

—¿Palabra de dos letras para un dios solar egipcio? —comenté—. Es Ra.

El sonrió.

—No, me estaba preguntando si Flip te había traído una copia del memorándum que Dirección dijo que iban a repartir. El que explicaba el impreso simplificado.

—Sí y no. Tuve que pedirle uno a Gina. —Lo pesqué de entre un montón de libros de los años veinte.

—Magnífico. Iré a hacer una copia y te lo devuelvo.

—No importa. Puedes quedártelo.

—¿Has terminado de rellenar tu impreso?

—No. De leer el memorándum.

Lo miró.

—Página diecinueve, pregunta cuarenta y cuatro-C. Para encontrar la fórmula primaria extensional de subvención, multiplicar el análisis de necesidades departamentales por el cociente de base fiscal, a menos que el proyecto implique estructuración calibrada, en cuyo caso el cociente debe ser calculado según la Sección W-A de las instrucciones adjuntas. —Le dio la vuelta al papel—. ¿Dónde están las instrucciones adjuntas?

—Nadie lo sabe.

Me devolvió el memorándum.

—Tal vez no tenga que ir a Francia para estudiar el caos. Tal vez pueda estudiarlo aquí mismo —dijo, sacudiendo la cabeza—. Gracias —y se dispuso a marcharse.

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