—No, no la ganó —susurré yo—. Un científico que trabajaba en el instituto la ganó.
—Y aplicaban técnicas de dirección anticuadas —dijo Dirección.
—Oh, no —murmuré—. Dirección espera que ganemos una beca Niebnitz.
—¿Cómo pueden? —susurró Bennett—. Nadie sabe cómo se conceden.
Dirección lanzó una fría mirada en nuestra dirección.
—El Comité de Becas Niebnitz está buscando proyectos creativos descollantes con el potencial de logros científicos significativos, que es el objetivo de GRIS. Ahora me gustaría que os dividierais en grupos y anotarais cinco cosas que podéis hacer para ganar la beca Niebnitz.
—Rezar —dijo Bennett.
Cogí un pedazo de papel y escribí:
1. Optimizar potencial.
2. Facilitar potenciación.
3. Aportar puntos de vista.
4. Seguir una estrategia de prioridades.
5. Aumentar estructuras nucleares.
—¿Qué es eso? —dijo Bennett, mirando la lista—. No tiene sentido.
—Tampoco lo tiene esperar que ganemos la beca Niebnitz. —Se la tendí.
—Ahora vayamos al trabajo. Tenéis pensamientos divergentes a los que dedicaros. Veamos algunos logros científicos significativos.
Dirección se marchó, con el puntero bajo el brazo, pero todo el mundo se quedó allí sentado, aturdido, excepto Alicia Turnbull, que empezó a tomar rápidamente notas en su agenda, y Flip, que entró corriendo y empezó a repartir hojas de papel.
—Resultados Proyectados: Logro Científico Significativo —dije, sacudiendo la cabeza—. Bueno, el pelo corto desde luego no lo es.
—¿No saben que la ciencia no funciona así? No se puede ordenar que haya logros científicos. Se obtienen cuando miras algo en lo que llevabas años trabajando y de pronto ves una conexión que nunca habías advertido hasta entonces, o cuando buscas otra cosa completamente distinta. A veces incluso por accidente. ¿No saben que no puedes conseguir un logro científico sólo porque quieres uno?
—Hay gente que dio a Flip un ascenso, ¿recuerdas? —frunció el ceño—. ¿Qué es «predisposición circunstancial a logros científicos significativos»?
—Para Fleming fue mirar un cultivo contaminado y advertir que el moho había matado las bacterias —dijo Ben.; —¿Y cómo sabe Dirección que el Comité de Becas Niebnitz concede la beca a proyectos creativos con potencial? ¿Cómo saben que hay un comité? Por lo que sabemos, Niebnitz puede ser un viejo rico que da dinero a proyectos que no muestran ningún potencial.
—En cuyo caso tenemos posibilidades —dijo Bennett. —Por lo que sabemos, Niebnitz puede conceder la beca a gente cuyo nombre empiece por C, o sacar los nombres de un sombrero.
Flip se nos acercó y le tendió a Bennett uno de los papeles.
—¿Es éste el memorándum que explica el impreso simplificado? —preguntó él.
—No-o-o-o —dijo ella, poniendo los ojos en blanco—. Es una petición. Para hacer que la cafetería sea un entorno ciento por ciento libre de humo. —Se marchó.
—Ya sé lo que significa la i —dije yo—. «Irritante.»
Él sacudió la cabeza.
—«Insufrible.»
GORRAS DE MAPACHE (mayo 1955–diciembre 1955)
Moda infantil inspirada en la serie de televisión de Walt Disney Davy Crockett, sobre el héroe de Kentucky que combatió en El Álamo y despellejó un oso a la edad de tres años. Formaba parte de otra moda más amplia que incluía juegos de arcos y flechas, cuchillos y rifles de juguete, camisas con flecos, cuernos de pólvora, recipientes para el almuerzo, puzzles, libros de colorear, pijamas, calzoncillos y diecisiete versiones grabadas de La balada de Davy Crockett, que todos los niños estadounidenses se sabían entera. A consecuencia de la moda empezaron a escasear las gorras de mapache, y se recurrió al material de un artículo de moda anterior, el abrigo de mapache de los años veinte, para fabricar más. Algunos niños incluso se cortaron el pelo en forma de gorra. La moda pasó justo antes de la Navidad de 1955 y dejó a los mayoristas con cientos de gorras en los almacenes.
Al día siguiente, mientras buscaba en mi laboratorio los recortes que le había dado a Flip para que los copiara, se me ocurrió que la observación de Bennett de que ya había conocido a la nueva ayudante debía significar que la habían destinado a Biología. Pero por la tarde Gina, con aspecto agobiado, vino a decirme:
—No me importa lo que digan. Hice lo correcto al contratarla. Shirl acaba de editar y cotejar veinte copias de un artículo que escribí. Correctamente. No me importa si estoy respirando humo de segunda mano.
—¿Humo de segunda mano?
—Así es como llama Flip al aire que expulsan los fumadores. Pero no me importa. Merece la pena.
—¿Shirl te ha sido asignada?
Ella asintió.
—Esta mañana repartió mi correo. Mi correo. Tendrías que hacer que te la asignaran.
—Lo haré —contesté, pero era más fácil decirlo que hacerlo. Ahora que Flip tenía una ayudante, ella (y mis recortes) habían desaparecido de la faz de la Tierra. Recorrí dos veces el edificio entero, incluida la cafetería, donde habían puesto grandes carteles de NO FUMAR en todas las mesas, y Suministros, donde Desiderata estaba intentado comprender lo que eran los cartuchos de tinta para impresora; al final encontré a Flip en mi laboratorio, sentada ante mi ordenador y tecleando algo en él.
Lo borró antes de que yo pudiera ver de qué se trataba y se levantó.
Si hubiera sido capaz, habría dicho que parecía culpable.
—Usted no lo estaba usando —dijo—. Ni siquiera estaba aquí.
—¿Hiciste copia de esos recortes que te di el lunes?
Ella no se dio por aludida.
—Había una copia de los anuncios de contactos encima.
Ella sacudió su mechón de pelo.
—¿Usaría usted la palabra «elegante» para describirme?
Había añadido un mechón envuelto en hilo a su peinado, uno largo, forrado de hilo de bordar azul, y una banda de cinta adhesiva en su frente para enmarcar la i.
—No —dije.
—Bueno, nadie puede convencer a todo el mundo —dijo, a propósito de nada—. Por cierto, no sé por qué está tan enganchada con los contactos. Ya tiene a ese vaquero.
—¿Qué?
—Billy Boy No-sé-qué —dijo, agitando la mano ante el teléfono—. Llamó y dijo que estaba en la ciudad para un seminario y que se supone que tiene usted que reunirse con él para comer en algún sitio. Esta noche, creo. En el Nebraska Daisy o algo así. A las siete.
Me acerqué a la libreta para mensajes que había junto al teléfono. Estaba en blanco.
—¿No has anotado el mensaje?
Ella suspiró.
—No puedo hacerlo todo. Por eso se suponía que iban a darme una ayudante, ¿recuerda?, para que no tuviera que trabajar tan duro. Sólo que ella es fumadora; la mitad de la gente a la que se la asigno no la quiere en su laboratorio, así que tengo que copiar todo esto y bajar a Biología y todo eso. Creo que habría que obligar a los fumadores a dejar los cigarrillos.
—¿A quién se la has asignado?
—Biología y Desarrollo de Productos y Química y Física y Personal y Nóminas, y a toda la gente que me grita y me hace trabajar un montón. O meterlos en un campo o algo donde no nos expongan a los demás a todo ese humo.
—¿Por qué no me la asignas a mí? No me importa que fume.
Ella se puso en jarras, con las manos sobre la falda de cuero azul.
—Además, nunca se la asignaría a usted. Es la única que es casi amable conmigo por aquí.
PASTEL DE ÁNGEL (1880–1890)
Pastel de moda, llamado así por su blancura y ligereza, procedente de un restaurante de St. Louis, o de orillas del río Hudson, o de la India. El secreto del pastel era una docena de claras de huevo (u once, o quince) batidas a punto de nieve. Resultaba difícil de cocinar e inspiró todo un ritual: no había que engrasar la sartén, y nadie podía entrar en la cocina durante la cocción. Sustituido, por supuesto, por el pastel del diablo.
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